ESTOCOLMO, Suencia.-Hay quienes piensan que las mujeres y los hombres suecos son los más bellos del mundo, pero que su carácter es frío y distante. Quienes han visto a las adolescentes suecas celebrando su graduación de bachillerato con los pechos al aire, se sentirán complacidos en comprobar sus atributos físicos, pero más complacidos aun en saber que detrás de esa piel de nieve hay un corazón de fuego.

Estocolmo es llamada la capital de Escandinavia, aquel grupo de países nórdicos que tocó mi curiosidad desde niño y que representan en muchos sentidos lo más desarrollado del planeta.

Tenía varios años buscando un verano para saber cómo vivía y pensaba aquella gente, hasta que desembarqué en Skavsta, un aeropuerto que está a hora y veinte minutos de la capital sueca, adonde llegué en autobús tras contemplar esa grama verdísima que le gusta exhibir a los libros de geografía de primaria.

Pocas veces me he sentido tan solo como en aquella estación central. Apenas había gente, no conocía a nadie ni me esperaba nadie, ni tenía una idea clara de hacia dónde ir. Sin embargo, aquella sensación de libertad y aventura me hacía sentirme más vivo, preguntándome qué tenía el destino entre manos para las próximas horas.

Estocolmo es llamada la capital de Escandinavia, aquel grupo de países nórdicos que tocó mi curiosidad desde niño y que representan en muchos sentidos lo más desarrollado del planeta

Casi siempre me decido por conocer la parte histórica de una ciudad, no necesariamente porque me interese la arquitectura, sino porque en la mayoría de las ciudades el casco antiguo es sinónimo de movimientos, vida social y artística e historia; la Habana Vieja y la Zona Colonial de Santo Domingo son solo dos de muchos ejemplos. Por eso pregunté por Gamla Stan, la zona antigua de Estocolmo y tras la precisa explicación de un argentino que vivía allí, comencé a caminar.

Cada cuadra que recorría aparecía más gente, más comercio y mucha agua. Estocolmo está compuesta por catorce islas y a cada rato se encuentra uno con un barco o un puente. Aquello lo esperaba, pero lo que más me impactó fue la cantidad de enormes globos de distintos colores que se pasean por su cielo, imaginé que cargados de turistas; llegué a ver cuatro en menos de media hora.

Lo que más deseaba era encontrar un hotel a precio razonable en aquella zona histórica de calles empedradas, dejar la mochila y andar más suelto. Pregunté por alguno y me dijeron que había muchos cerca a buen precio en aquella misma calle, pero la recorrí entera y no encontré siquiera uno.

Como todavía había sol, me senté a ver gente y fotografiar globos; al rato reinicié la búsqueda de hospedaje y me encontré con par de hoteles. Cuando me dijeron el precio en uno, tres mil coronas suecas o unos trescientos euros la noche, comencé a darme cuenta que había problemas, que sin sospecharlo estaba probablemente en la ciudad más cara que había visitado en toda mi vida. Entonces comencé a buscar un hostal, pero al llegar a uno, no abría la puerta, después sabría por qué.

Comencé a caminar junto al mar y vi a un joven sentado al que decidí preguntarle por hospedaje; era mexicano, estaba conociendo la ciudad, y me dijo que estaba hospedado en un barco que era un hostal muy elegante. Me lo señaló y me deseó suerte, pero esta no duró mucho, ya que el barco estaba lleno. Era una situación desagradable, no acababa de entender por qué un martes todos los hoteles estaban llenos o a precios prohibitivos.

Hay algo que no olvido, en todos los lugares que visitaba me atendían con esmero, una sonrisa, sensibilidad, llamaban a otros lugares, sacaban un mapa y me lo regalaban, a veces parecían más dolidos que yo, y eso que me estaba doliendo bastante. Pero antes de dar quince mil pesos por una cama prefería amanecer en un parque o en un bar, aunque mis pies pensaban distinto. De todas formas, no quería que un asaltante me cobrase más de quince mil en el medio de la noche, aun sabiendo que en Suecia no debe haber muchos.

Varias personas me habían dicho que no encontraría algo barato en Gamla Stan, pues aquella era la zona turística por excelencia. Me recomendaron que fuese a otro sector llamado Solne por metro y así lo hice. Carísimo el metro, casi cinco euros; debía tomar dos para llegar a Solne.

Entre uno y otro, en un andén pasó una mujer con una pelada estrambótica, un joven y yo la miramos, nos miramos y nos sonreímos; me hizo sentir bien saber que podía sonreír en medio de aquella crisis. Me reía por dentro con la fama de fríos de los suecos, en realidad, nada que ver. Son directos y francos y con menos prejuicios en cuanto a la intimidad que muchos latinoamericanos.

En el Museo Nacional estaban mostrando aquellos días una exposición titulada Vicio y Lujuria, incluyendo una colección de más de sesenta vellos púbicos de mujer que poseía un hombre, quien los colocaba de tal forma que ilustrasen el tipo de sexo que había tenido con cada una de ellas.

Cuando salgo a la boca de metro de Solne me encuentro con un sector residencial donde parece que todo el mundo está durmiendo y todo está cerrado. Luego aparece un hotel de más de doscientos euros la habitación, ya estoy parco de paciencia, pero la joven rubia de ojos azules me atiende con tal dedicación que suaviza la angustia. Ella llama a un hostal y dice que yo voy para allá. Una cosa, el hostal está en Gamla Stan, así que hay que ir rápido porque el metro cierra a la una de la noche y ya son las doce y media.

El hombre que vendía los tickets sabe de mi situación, me considera y me deja pasar gratis imaginándose por lo que estoy pasando. Tomo el último tren de la noche y estoy de vuelta en la zona antigua. Tengo dificultades para llegar al hostal, nadie sabe explicarme con claridad, paso por otro hostal, pero nadie abre la puerta y cuando finalmente llego al Best Hostal que me había diligenciado la dulce recepcionista en Solne, pasa lo mismo. Desconsolado decido caminar hasta el barco que es hostal. Allí insisto para ver si aparece una cama y el encargado, contrariado, me dice por tercera vez que está todo lleno, que no puede construir una cama.

El encargado me entrega una lista de los hostales de la ciudad, yo ya la tenía y le recuerdo que no me ha servido. Señala un teléfono y me dice que llame a alguno a ver qué pasa, lo primero que pienso es en el sueco, del que solo sé decir hola y gracias.

Luego recuerdo que allí casi todo el mundo habla inglés y como no hay otra variante, levanto el auricular y marco un número. Comienzo a hablar con un joven del Best Hostal, quien me dice que sí tienen camas a buen precio. Le digo que acabo de pasar por su hostal y que nadie abre la puerta; me explica que de noche se cierran y que hay que pulsar un código para que se abra y me da el código. Pero yo ya no creo en nada y le digo que es muy importante para mí que dentro de veinte minutos exactos haga el favor de bajar por si no he podido entrar; accede tras mi insistencia, pido una botella de agua y comienzo a caminar rápidamente.

En el trayecto, me encuentro con tres mujeres vestidas de lujo que caminan descalzas. Les pregunto el porqué y me enseñan unos zapatos con enormes tacones, conversamos un rato y lamento no estar disfrutando de la intensa vida nocturna de la ciudad. Llego al hostal sudando a pesar de que la noche es fresca, me concentro delante de unas teclas y el código funciona; subo una gran escalera, saludo a un joven que está solitario frente a una computadora y me dice que van dieciocho minutos desde la llamada, que en dos minutos iba a bajar.

Le di mis datos, pero antes de pagar le digo: “espera, tírame una foto”. Que sí lo valía el momento. Subo al cuarto, me quito la ropa, me arropo con una sábana y abro una ventana. Veo que a las dos de la madrugada ya está clareando, recuerdo que estoy en Escandinavia y sonrío.

Curiosamente, lo que llega a mi mente son las palabras de una mujer nórdica al playboy dominicano Porfirio Rubirosa cuando recibe un arreglo floral y una tarjeta que dice: “en nuestros países hay una noche en la que el sol no se pone. Usted me hizo vivir esa noche ayer”. A mí, a diferencia del Rubí, me tocaba dormir solo aquella noche, pero tengo la certeza de que pocas camas han sabido mejor que aquella.

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