ATENAS, Grecia.-Su independencia proclamada en 1822 hizo que este país se incorporara al concierto de naciones con vida propia, aunque en gran parte mediatizada por la injerencia de las potencias europeas que les imponían reyes y tratados, así como por el permanente contencioso con su beligerante e impetuoso vecino: Turquía.
La Atenas que conocí por primera vez a principios de los años setenta del siglo XX y que luego por suerte he visitado en numerosas oportunidades, es una ciudad que mal podría solicitar para sí el fuero de bella o bonita como sería el caso evidente de Río de Janeiro, París, Praga o Viena.
Amputada de sus clásicas antigüedades y del pintoresco barrio de Plaka, lo que resta del área metropolitana no es en su mayor parte para festejar los ojos o recrear el espíritu, a menos que se tenga la propensión de regodearse con lo ordinario, lo aburrido o lo desesperadamente chato.
A veces pienso que la generalizada opinión de la trivialidad e inelegancia de la capital griega, es el resultado de dos hechos: la existencia de sus afamadas ruinas que obstaculiza todo tipo de comparación, y en particular, la hermosa estampa de las mujeres y hombres que la habitan. Por estas dos oposiciones físicas, nos parece tosca, corriente.
Esta ausencia de urbanística distinción resulta enervante en los ardientes meses de Julio y Agosto cuando el calor de fragua proveniente de los rayos solares, el asfalto, el tránsito motorizado y los edificios de hormigón, satura el ambiente deformando la visión del panorama y la observación del paisaje citadino.
En ninguna ciudad he padecido tanto calor como en Atenas durante la época estival, al extremo de que en la última ocasión (1999) tuve que emular a los de nórdica procedencia llevando conmigo y bajo el brazo un botellín de metallikó neró – agua mineral en griego – para evitar licuarme en plena vía pública. Sudaba más que Caruso en La Habana.
Detallar las cosas que allí se venden y los idiomas que se escuchan, es tratar de contar el número de salmones que ascienden por los ríos del Canadá en época del desove
A excepción de algunas barriadas periféricas, las calles y avenidas lucen escasamente sombreadas estando confinada la vegetación a algunos jardines y parques –como el ubicado en Leoforos Alexandras y Patission – donde abundan naranjos ornamentales de fofos y pequeños frutos, chopos, encinas, coníferas y frondosas trepadoras.
Aún circulan por las calles atenienses viejos y modernos trolebuses, unos colectivos de pasajeros que se desplazan mediante la electricidad que una pértiga –el trole – montada en su parte superior toma de un cable tendido encima de la vía, originándose cada cierto trecho azulosos destellos de luz, con nitidez observados en horas nocturnas.
Me detengo con frecuencia en lugares donde el cable pierde momentánea continuidad – en plazas y esquinas – para ver saltar el chispazo al pasar la pértiga del trolebús, y cuando los abordo me resulta grato el silencio que reina en su interior, en especial, cuando los ganchos del trole se sueltan y pierden el contacto con el cable.
Después de la obligada visita a las ruinas, los que visitan Atenas no deben dejar de ir a determinados lugares dotados del tradicional encanto que el Occidente le atribuye al Oriente Medio, y que en gran medida representa el modus vivendi y operandi de estas viejas comunidades.
En primer término tenemos el Rastro o Mercado de las Pulgas aquí llamado Monastiraki, localizado en los alrededores del Agora y el Acrópolis, en el que los domingos por la mañana y bajo un sol inclemente, miles y miles de personas deambulan por sus estrechas callejuelas perdiendo en ocasiones la orientación.
Detallar las cosas que allí se venden y los idiomas que se escuchan, es tratar de contar el número de salmones que ascienden por los ríos del Canadá en época del desove, y aunque el visitante haya ido con la sola intención de mirar y oír, al final siempre compra algo, se antoja de alguna cosa.
Hay ofertas que se desearían adquirir para su disfrute personal o regalar a las amistades, pero el pensar que más de diez horas de avión.- con escalas – separan a uno del Caribe, resulta disuasorio en muchas oportunidades para la concretización de cualquier tentativa en este sentido.
Detrás de la estación de trenes de El Pireo y paralelo a los raíles, se realiza también los domingos el denominado Bazar Turco, una miscelánea y concurrida exposición de artículos en burdas barracas cubiertas de lona, en el que resulta una proeza caminar sin tropezar con otras personas por lo menos veinte veces cada diez metros.
En la calle Atenas entre la Alcaldía y Monastiraki, encontramos el Mercado Central de la ciudad, cuya parte más típica la constituye el área correspondiente a las carnicerías, así como también la ocupada por las pescaderías y marisquerías en las que reina un penetrante olor a mujer.
Desde que se entra a las primeras, apuestos tablajeros provistos de mandiles que una vez fueron blancos y cuchillos de relucientes filos, ofrecen en griego las excelencias del cerdo, oveja y ternera que venden, y al ellos estimar que el cliente irá al que vocifere más alto, predomina allí un ambiente de gallera o gol.
Pescados de variadas formas y colores, y mariscos cuya consistencia y tonalidad les recuerdan a los cirujanos ciertas vísceras y tejidos humanos, aparecen cariñosamente depositados sobre el hielo picado luego de ser capturados en las aguas que sirven de líquida sepultura a muchas estatuas griegas y egipcias.
Si se comete la ligereza de detenerse siquiera unos segundos delante de una mesa, se es víctima de un asalto oral en toda la extensión de la palabra, en el que participan además una mirada de fenicias connotaciones, una circense agitación de brazos y piernas y la colocación en balanza de la carne que involuntariamente se observa.
Esta algarabía prevalece en varios pasillos hasta alcanzar el área de expendio de los productos del mar, en la que una intensa humedad, resultante tanto del lavado como de la fusión del hielo utilizado para la preservación, satura junto al conocido olor a mar todo el entorno.
Pescados de variadas formas y colores, y mariscos cuya consistencia y tonalidad les recuerdan a los cirujanos ciertas vísceras y tejidos humanos, aparecen cariñosamente depositados sobre el hielo picado luego de ser capturados en las aguas que sirven de líquida sepultura a muchas estatuas griegas y egipcias.
Aunque ninguna religión me ha convencido de que la verdadera existencia comienza después de la muerte, me permito en ocasiones asistir a la celebración de sus cultos resultándome fascinante la liturgia de la iglesia ortodoxa griega, la cual presencié en la catedral metropolitana de Atenas y en la iglesia Agía Tría del Pireo.
El interior de estos templos está sumamente recargado de artesonados, iconos y mosaicos dorados que apabullan al visitante, y durante el servicio religioso los cantos salmódicos interpretados por popes y fieles son de una extraordinaria belleza eufónica, representando para el no creyente la parte de mayor atractivo y significación.
Estas salmodias –manera de cantar o decir los salmos – sobre una sola nota y según unas reglas musicales tradicionales, tienen la virtud de mantenerme todo el tiempo clavado en el asiento, conduciéndome a un mundo que estaba muy lejos del sagrado lugar en que me encontraba.
Al final de la ceremonia los feligreses besan unos detrás de los otros el cristal que protege las reproducciones de santos y apóstoles existentes –una persona se ocupa en permanencia de limpiarlo pasándole un paño humedecido -, haciendo al marcharse un salamalec de despedida agitando en diagonal el brazo derecho y tocando repetidamente el corazón con la mano correspondiente.
A una escasa cuadra de la Catedral y en el más bizantino estilo encontramos la Kapnikarea, iglesia en medio de una calle que conduce hasta la plaza Syntagma que solicita la atención del caminante por su aislamiento y discreta belleza, representando un mudo testigo del triunfo de la fé en las paganas tierras de Sócrates, Platón y Aristóteles.