ATENAS, Grecia.-Este cromatismo me hubiera resultado de una cursilería insoportable, y cuando he visto maquetas y reproducciones a colores de cómo era supuestamente el Acrópolis en sus primeros años, las mismas me parecen horribles manifestaciones de lo kitsch, espantosos testimonios de lo cutre.
Fuera de las murallas de este famoso promontorio ateniense y en su vertiente meridional, el viajero tendrá la ocasión de ver dos monumentos de la antigüedad clásica en donde nació el teatro y la tragedia griega: el teatro de Dionisio y el Odeón de Herodes Atico.
Se encuentran en un relativo estado de buena conservación -aunque sus despojos en su mayoría pertenecen a la época romana, se respetó la estructura original – y en este último, durante los meses de verano, se celebra el festival de Atenas en que participan orquestas sinfónicas, espectáculos de baile y representaciones de ópera.
Dentro del perímetro de la capital griega – incluyendo el Pireo – hay una gran diversidad de ruinas pertenecientes a distintas épocas de su larga historia, pero al igual que casi todos los viajeros las que me resultaron más interesantes, además de las del Acrópolis, fueron El Teseion y El Olimpieion.
Es indudable que en El Agora, el museo de Arqueología Nacional, y en el Areópago hay maravillas, y que también son dignos de admiración el Arco de Adriano y el Stadio, pero la visita reiterada a los mismos hace que con el tiempo se vaya diluyendo el encantamiento de la primera vez.
Así por ejemplo, Santo Domingo, la capital de mi país, se ufana de ser conocida como la Atenas del Nuevo Mundo; Matanzas es la Atenas de Cuba; Coimbra la Atenas lusitana, para solo citar algunos casos entre los muchos que de momento no recuerdo
El Teseion, ubicado en El Ágora no lejos del Acrópolis, es una réplica a pequeña escala del Partenón con la diferencia de que una muy bien lograda restauración le ha restituido el techo completo y la totalidad de las columnas, mostrando el aspecto de un templo en el que todavía es posible rendirle culto al dios Hefesto.
En las tantas veces que he ido a Monastiraki -el mercado de las pulgas de Atenas -, entre los matorrales y árboles que separan a éste del Agora, siempre entreveo el perfil de este clásico monumento, visión que tiene la particularidad de transportarme al glorioso pasado de Grecia.
El Olimpieion, construido según la leyenda en el lugar donde se filtraron las últimas aguas del diluvio universal, en los actuales momentos se encuentra en el centro activo de la capital rodeado de amplias avenidas de un vivo y permanente tráfico vehicular.
De las 104 columnas jónicas que poseía inicialmente hoy solo quedan en pie 15, y las existentes revelan por su altura de que se trataba de un templo verdaderamente colosal, rodeado de una desnuda explanada que contribuye a que desde lejos se destaque su soberbia estampa.
Al pasearse en las primeras horas de la mañana entre lo poco que resta, sin quererlo, mi imaginación coloca sobre sus bases truncas las columnas faltantes, a continuación techa el templo y luego vislumbra los ciudadanos de la época haciéndoles ofrendas a Zeus Olímpico.
Agrada y complace estar sin tiempo en medio de estos memorables restos arquitectónicos, disfrutando su bella y callada decadencia
Agrada y complace estar sin tiempo en medio de estos memorables restos arquitectónicos, disfrutando su bella y callada decadencia, debiendo ser muy intenso el placer del conde de Volney ante las ruinas de Palmira, el de Gustavo Flaubert ante las de Cartago y de Vargas Vila ante los escombros de la Roma imperial.
El goce de naturaleza espiritual que provoca la contemplación de las ruinas, sean griegas o no, por lo general es escoltado por un sentimiento de tristeza, sobre todo en quienes no están a gusto con el tiempo que les tocó vivir y por este hecho le atribuyen al pasado excelencias que quizás no tuvo.
Por la germinación y florecimiento en esta ciudad de una singular civilización y la repercusión que sus valores tuvieron urbi et orbi, no es asombroso que en cada país, sobre todo en Iberoamérica, exista una ciudad que por su misión cultural ostente el sobrenombre de Atenas.
Así por ejemplo, Santo Domingo, la capital de mi país, se ufana de ser conocida como la Atenas del Nuevo Mundo; Matanzas es la Atenas de Cuba; Coimbra la Atenas lusitana, para solo citar algunos casos entre los muchos que de momento no recuerdo.
Al indagar sobre su historia, los atraídos por los encantos de Grecia comprobarán con espanto, que después de la declinación de su esplendorosa civilización ocurrida antes del advenimiento del Cristianismo, se inicia un prolongado silencio que se extendió hasta las luchas por su independencia en el primer tercio del Siglo XIX.
Casi nadie medianamente instruido conoce los hechos – en caso de que existieran – más significativos de la historia griega sucedidos entre los Siglos I y XVIII de la era cristiana, lo cual no obedece al desconocimiento de textos y obras relativas o la misma, sino más bien, a que este balcánico país durante esas dieciocho centurias vivió en una especie de limbo histórico.
Seducidos quizás por su luminoso pasado, tanto los pueblos vecinos como otros de lejana procedencia, se lanzaron sucesivamente a su asalto ahogando por largo tiempo la libertad y las expresiones culturales de quienes revelaron a la humanidad deductivas formas de pensar y sagaces maneras de hacer y convivir.
Macedonios, romanos, visigodos, vándalos, ostrogodos, búlgaros, eslavos, árabes, normandos, sicilianos, cruzados y finalmente los turcos, ocuparon a Grecia en diferentes épocas rebajándola al humillante estado de provincia, yugulando a la vez cualquier asomo de lo autóctono, lo helénico.
Al producirse el intento de liberación del imperio otomano, reconocidas figuras del mundo bautizadas desde entonces con el nombre de filohelenos –Guy de Sainte-Héléne, Gaillard, lord Cochrane, coronel Hastings y el conde de Santa Rosa entre otros – apoyaron las reivindicaciones griegas, siendo el más famoso de todos el poeta lord Byron que ofreció hasta su vida en Misolonghi. Aunque su cuerpo reposa en la británica abadía de Westminster, el corazón del autor de “Manfredo”, “La peregrinación de Childe Harold” y “El Corsario” está sepultado en Grecia como un postrer testimonio de su completa identificación con los patriotas descendientes de Homero, Esquilo y Sófocles.