“Elegante y discreto, su verso tiene la inquietud de las eufonías orquestales. Gusta de las metáforas brillantes y las emplea hasta para ser tierno” (Pedro Contín Aybar).

Hoy vamos a dedicar nuestro espacio en Acento al poeta dominicano Ligio Vizardi, que se destacó fundamentalmente en la primera mitad del siglo XX. De su acervo lírico comentaremos tres poemas: Ella lo quiso; El acto y Coloquio con mi esqueleto.

Ligio Vizardi (1895-1968) es el seudónimo usado por el poeta dominicano Virgilio Díaz Ordóñez para firmar sus libros. Es el padre de otro gran escritor: Virgilio Díaz Grullón, quien sobresale en nuestras letras como uno de los más altos representantes de nuestra cuentística. Como poeta, Ligio Vizardi ha recibido una buena crítica de los estudiosos de las letras dominicanas. Joaquín Balaguer (1997:244) dice de él que “es la personalidad poética más exquisita de las últimas generaciones […] Ningún poeta nacional ha cantado como él: inclinado tenazmente sobre su propio corazón y recogido sobre su propia ternura”. Y Manuel Rueda (1996: 463) destaca de él: “Una corriente del más puro romanticismo nos trae a este poeta que parece hacer énfasis en el buen humor y en ciertas osadías conceptuales e idiomáticas que hacían de sus estrofas verdaderas cajas de sorpresas”.

No obstante, con Ligio Vizardi ocurre lo mismo que con la mayoría de nuestros poetas y escritores del pasado: sus libros son difíciles de encontrar, ya que raras veces se editan. No lo hace el sector privado, porque no es negocio lucrativo; y muy pocas veces lo hace el Estado porque la cultura no es políticamente rentable (ni conveniente, según la estrecha mira de nuestra partidocracia). Ni siquiera se aprovecha adecuadamente la coyuntura de que esos libros ya pasaron al dominio público y su costo de edición resultaría bastante bajo. Una buena opción sería hacer masivas ediciones digitales para ponerlas al servicio de la ciudadanía que tiene acceso a los medios virtuales. Eso es hasta tanto se puedan ir preparando ediciones impresas en la cantidad y diversidad requeridas.

Ligio Vizardi (Virgilio Díaz Ordóñez)

Debido a lo anterior, a nuestros escritores de otras épocas hay que leerlos en las escasas bibliotecas públicas, y si no hay tiempo para ello, conformarse con disfrutar de una pequeña muestra que de cada poeta destacado aparece insertada en las antologías que se editan de vez en cuando en nuestro país. No podemos negar algunos avances en las ediciones de la Editora Nacional, pero ni siquiera ésta ha podido salvarnos del naufragio de nuestra tradición literaria. Nadie ama lo que no conoce, y –debido a las razones ya expuestas–las nuevas generaciones no han entrado en contacto con nuestros grandes escritores del pasado. ¿Cómo podrían amarlos, si ni siquiera podrían llegar a leerlos? Las clases de literatura que se imparten en los niveles preuniversitarios y en la universidad no pueden levantar muy alto la tradición literaria dominicana por la misma razón. ¿Hasta dónde llegará nuestra tragedia cultural?

Pero dejemos aquí estas disquisiciones y pasemos al propósito principal de este trabajo. Virgilio Díaz Ordóñez (Ligio Vizardi) nos aguarda en un recodo de su hábitat poético.

II.

Ella lo quiso

En Ella lo quiso, la acción poética se distribuye en dos tiempos: juventud y ancianidad, y trata de dos personajes (un hombre y una mujer) cuyos caminos se cruzan en esas dos etapas de la vida, muy distantes entre sí. La voz poética, que corresponde al hombre, relata un primer encuentro, cuando ambos son jóvenes y se entrecruzan en un camino, en medio de un paisaje espléndido de primavera. En este caso, no podemos pensar que se trata de un camino y un paisaje, como tales; imaginémonos que se trata de un espacio y un tiempo que podemos ubicar en la época de juventud de ambos personajes. Él le hace un ofrecimiento, simbolizado por el poeta en una “copa llena de licor divino” que contiene “el más noble de mis amores”.

 

Una vez, por el áspero camino,

le brindé bajo frondas y entre flores

mi copa, llena del licor divino

del más noble de todos mis amores.

Por supuesto, no se trata de una bebida ni de ningún objeto material, se trata de algo abstracto: un sentimiento amoroso que él colocó ante ella, con la ilusión de ser correspondido. La copa era, simbólicamente, el propio corazón del mancebo. Y podríamos agregar que junto a ese sentimiento amoroso iban también los atributos propios de la edad: fuerza viril, sensualidad, juventud, sensibilidad, ensoñación, ilusiones… Sin embargo:

Ella interpuso la inocente mano

diciendo sin cariño ni rencores:

busca otros labios a tu copa, hermano.

La muchacha, cuya pureza aparece resaltada en el adjetivo “inocente”, atribuido a su mano,  que figura en el primer verso de la estrofa anterior, rechazó de manera tajante el ofrecimiento, y lo hizo “sin cariño ni rencores”; es decir, con una absoluta indiferencia. Pero los años continuaron su sucesión inexorable y el otoño de la vida les alcanzó. Y volvieron a encontrarse. Entonces fue ella la que solicitó lo que una vez había rechazado:

Otra vez, por el áspero sendero,

la encontré fatigada y abatida.

¡Dame tu copa -dijo-, buen viajero,

la sed me quema la garganta ardida!

Pero era ya muy tarde. Lo mejor de la vida se había perdido irremisiblemente. Del amor y las ilusiones juveniles poco quedaba ya. Aunque él correspondió a su petición, fue un gesto inútil: la copa (el corazón) que albergaba el amor y todos los ingredientes que una vez la rebozaban ya estaba medio rota. En otras palabras, las ilusiones juveniles, la virilidad, la sensualidad… se habían disipado con la pérdida de la juventud.

Yo le tendí mi copa medio rota,

mas le quedó la sed siempre encendida

porque ya no quedaba ni una gota.  

En conclusión, la muchacha no logró entender oportunamente lo que aconseja el tópico literario conocido como “Carpe Diem” (Disfruta el día o aprovecha el momento), que Fernando de Rojas (1998:120) recoge admirablemente en un pasaje de La Celestina: “Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago ahora por algunas horas que dejé perder cuando moza”. Tópico del que también se ocupa Góngora en aquellos muy conocidos y celebrados versos burlescos en los que a modo de advertencia dice: “¡Que se nos va la pascua, mozas, que se nos va la pascua!”. O el no menos célebre tópico conocido como “Collige, virgo, rosas” (Coge, virgen, las rosas…), que incorpora el poeta Garcilaso de la Vega (1999: 15-16) en estos versos de su Soneto XXIII: “Coged de vuestra alegre primavera /el dulce fruto, antes que el tiempo airado/ cubra de nieve la hermosa cumbre”. Asimismo, lo integra el ya citado Góngora (1992: 151-154) en su soneto que inicia: “Mientras que por competir con tus cabellos”, cuyos dos maravillosos tercetos me permito citar:

Goza cuello, cabello, labio y frente,

antes que lo que fue en tu edad dorada

oro, lilio, clavel, cristal luciente,

 

no sólo en plata o vïola troncada

se vuelva, más tú y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

La vida es breve y hay que aprovechar el momento. La flor que no se toma a tiempo pronto estará marchita. ¡Carpe Diem!

III.

El acto

Este poema relata una experiencia erótica dentro de un escenario rural. La voz poética narra el hecho, situándose distante de sus protagonistas; de ahí que emplee la tercera persona, para referirse a ellos. No hay nombre propio, él será siempre él, y ella siempre ella. La primera estrofa narra el encuentro casual al coincidir en un camino rural. Ella venía de la fuente con un cántaro de agua. Parece que no era la primera vez que se veían, pues el cuarto verso de esa primera estrofa –y su continuidad en la siguiente– sugiere que aunque nunca se habían tratado, él se sentía fuertemente atraído por ella:

Se hallaron sin querer. Ella venía

con un cántaro pleno en la cadera

y una rosa en la oscura cabellera.

Él, él de siempre, el Hombre, padecía

Él mismo desconocía en qué consistía ese sentimiento; si era amor o mera pasión instintiva:

una dulce y sensual melancolía

al mirarla perderse en la pradera

con el agua y la rosa tempranera.

Amor? Instinto? No lo sé. Y un día,

No se dice explícitamente cómo llegó el acuerdo; sólo se habla de un ofrecimiento. Debemos suponer que él puso en acción sus mecanismos seductivos y ella acabó rendida. Entonces se consumó el acto amoroso:

de los nevados muslos ardorosos

nació un ofrecimiento. Temblorosos,

en el momento efímero y nupcial

 

fueron sus cuerpos rígidos, jadeantes,

dos vivos eslabones forcejeantes

de una vieja cadena inmemorial. 

Llama la atención la forma delicada y sutil con que el poeta narra el hecho y la economía de palabras con que lo hace. Cada vocablo es cuidadosamente escogido para referirse al acto sexual sin nombrarlo explícitamente y sin caer en vulgaridades. En los dos últimos tercetos queda consignado el temblor de la muchacha en ese primer momento de la entrega –pudor femenino, como es natural–; la rigidez de ambos cuerpos entregados al frenesí de la pasión y unidos como dos eslabones de una cadena, la respiración agitada… Todo lo que es consustancial al acto amatorio. No obstante, nada desentona con la delicadeza poética con que nuestro bardo va delineando cada trazo desde el primer verso hasta el último. Eso es literatura: decir tantas cosas con apenas sugerirlas.

Algo más he de decir de este poema. Llama la atención el uso de la palabra Hombre encabezado por mayúscula (cuarto verso de la primera estrofa). ¿Por qué Hombre, con inicial mayúscula, y no hombre? ¿Qué quiso insinuar el poeta al hacer tal escogimiento, implicar al hombre en su totalidad? ¿Estaría sugiriendo que el accionar del joven es un comportamiento típico del hombre, de todo hombre: esa actitud inveteradamente enamoradiza de no poder resistirse ante los encantos de una mujer hermosa? ¿Es esa actitud del hombre algo casual, propio de un individuo en particular, o representa un comportamiento típico del Adán mítico personificado en todo ser humano de sexo masculino?

De igual manera, es llamativo el final del poema: la metáfora contenida en los últimos versos: “dos vivos eslabones forcejeantes /de una vieja cadena inmemorial”. La trabazón que se da entre los cuerpos de los amantes durante el acto carnal es como dos eslabones de una cadena. Pero no de cualquier cadena, sino de una “vieja cadena inmemorial”. ¿Cuál sería esa cadena? No es difícil intuirlo: a mi juicio, es esa connatural relación de ayuntamiento que se da entre un hombre y una mujer, fruto de una necesidad que arranca de lo más profundo del instinto humano y que es imprescindible para la supervivencia de la especie. Vieja porque comenzó con el origen del hombre (del ser humano), inmemorial porque ese origen se pierde en la memoria de la humanidad, donde ya no es posible rastrearla. Y ni falta que hace, porque como prueba de ese encadenamiento pasional nacimos todos los que en este instante pisamos el suelo del planeta y todos los que nos antecedieron en esa larga sucesión de sombras que somos y que seremos hasta el fin de los tiempos.

IV.

Coloquio con mi esqueleto

El tercer y último poema de Ligio Vizardi que vamos a comentar tiene un hondo matiz existencial y trágico: trata sobre la muerte. O, más bien, trata sobre la íntima relación entre el esqueleto que sirve de sostén al cuerpo humano, y el ser total, que incluye músculos y huesos, y algo que hay más allá de esos elementos físicos y que solemos llamar espíritu, o alma, e inclusive conciencia. El yo poético que habla desde dentro del texto en un monólogo dirigido a su osamenta, como quien se dirige a un viejo camarada con el que comparte una vida de errancias, plantea unas preguntas que nacen alimentadas por un dilema:

Juntos marchamos por la senda oscura,

¡oh fúnebre y callado acompañante!

¿Te arrastro yo por mi camino errante

o tú me arrastras a tu desventura?

¿Quién controla a quién en ese juego de rivalidad que protagonizan el tejido y la osamenta? ¿Bajo el impulso de cuál de los dos se mueve el cuerpo en su totalidad de carne y huesos? ¿Qué papel juega la voluntad? No hay separación posible entre los dos elementos que integran el cuerpo, pues inexorablemente a donde va uno va el otro. Y por encima de ambos, está el espíritu, que ejerce supremacía sobre los dos. Este es el ente que representa la parte no material y que se expresa a través de los órganos del cuerpo, integrado por esos dos camaradas inseparables, que el poeta presenta en abierta disputa.

Sólo la muerte logra tronchar la íntima relación de huesos y tejidos. La vida es el predominio de la carne, donde se alojan los órganos que posibilitan la sobrevivencia del cuerpo; la muerte es el triunfo de la osamenta. El reino de la vida es allí donde ambos cohabitan. Esta distribución (carne=vida; esqueleto=muerte) justifica la atribución del adjetivo fúnebre (segundo verso) a la osamenta. Hay una permanente oposición entre esos dos componentes del cuerpo humano; que si bien uno arrastra al otro por las sendas de la vida, el otro hace lo propio por espacios de desventura, que es como ir bordeando los confines del más allá.

El poema presenta al esqueleto como ese compañero oculto cuya presencia sólo siente quien lo lleva consigo en su interioridad. El ser o la conciencia percibe su risa “muda e incesante”, la risa macabra de la osamenta, que bajo su ropaje de carne latiente parece reír a mandíbulas batientes, incluso con más entusiasmo en los momentos de pesar, ya que éstos de algún modo van abriendo pequeños espacios a la oscura dama de la guadaña:

Esa, tu carcajada sin ventura,

tu única risa, muda e incesante,

más la siento bullir tras mi semblante

cuanto más triste bebo mi amargura.

El yo poético, aun desenvolviéndose en los espacios de su existencia terrenal, presiente o anticipa el momento en que la vida cesará y la muerte se apropiará del armazón de huesos, como un guerrero se alza con el botín tras la derrota del enemigo:

De tus huesos, que son como un ramaje,

caerá la carne en lívido follaje

que arranca el viento de fatal octubre;

Observemos la excelente asociación que realiza el poeta al comparar el esqueleto con un ramaje cuyas hojas son la carne que le envuelve. Cuando llegue el otoño de la vida, simbolizado en el mes de octubre, esas hojas (lívidas, es decir pálidas, cadavéricas) irán cayendo hasta dejar el ramaje totalmente pelado o desnudo. Si nos detenemos en el adjetivo “fatal” que antecede a la mención de ese mes y a la idea de un esqueleto despojado de su vestidura de carne, inmediatamente comprendemos que se está aludiendo a algo trágico, funesto e inevitable: la muerte. La mención de un viento que arranca las hojas en otoño refuerza esa idea de pérdida de las fuerzas vitales (hojas) como antesala de la muerte.

y, sonriendo también, terrible y fuerte,

de un manotazo arrancará la muerte

el antifaz de carne que te cubre.

Este último terceto insiste en la idea de la risa del esqueleto, ¿cómo cubrir esa risa, sin la piel que recubre la osamenta? Es una risa repulsiva, la de la muerte, que finalmente ha triunfado sobre la vida. El símbolo del manotazo concretiza el zarpazo final de la parca sobre el cuerpo. Resulta curiosa la idea de la carne presentada como un antifaz que cubre el esqueleto (último verso), pues un antifaz es algo artificial y antinatural. Es como si el esqueleto (la muerte) tuviera primacía sobre la carne (la vida); y el paso del mundo terrenal al de ultratumba equivaliera a alcanzar el estado natural del ser. Es absurdo, pero es la visión que el poeta atribuye al esqueleto, que a su vez es una representación de la muerte. La muerte asumida desde el punto de vista de ella misma.

Aspectos formales

Los poemas de Ligio Vizardi que hemos comentado se caracterizan por la sencillez elegante de su forma y el hábil empleo de símbolos y recursos retóricos. Estos recursos son usados, no para hacer inútiles alardes, sino para ponerlos al servicio de los conceptos que desea transmitir.

Ella lo quiso tiene la dimensión de un soneto: 14 versos divididos en dos estrofas de cuatro y dos de tres, de rima consonante; sin embargo, la distribución de dichos versos es distinta, ya que en este poema se alternan las estrofas de cuatro con las de tres. O sea, a la primera estrofa, de cuatro versos, le sigue una de tres, y lo mismo ocurre con el orden de las dos siguientes. Llama la atención el uso de ciertos símbolos: camino (espacio por donde se desenvuelve la vida humana); copa (corazón); licor divino (amor, pasión); sed (ansias de goces sensuales).

El acto es un soneto y en su composición se destaca el uso persistente del encabalgamiento. Presenta como novedad que dicho encabalgamiento no sólo se da entre los versos de una misma estrofa, sino que cada estrofa queda eslabonada con la siguiente, ya que la idea contenida en el verso final de cada una pasa al primero de la próxima. Es como si todo el poema formara una sola estrofa, un cuerpo unitario, a pesar del doble espacio que las separa. Y esta idea de cuerpo unitario, aplicado a la organización del poema, se corresponde perfectamente con la unión de los cuerpos en el acto carnal que relata el poema.

Coloquio con mi esqueleto es otro soneto compuesto por versos endecasílabos (11 sílabas) de rima consonante. En realidad, los tres poemas que hemos comentado aquí están integrados por versos endecasílabos. En este poema sobresalen recursos retóricos como la hipálage: “camino errante”; paralelismo: ¿Te arrastro yo por mi camino errante / o tú me arrastras a tu desventura?); símil: “de tus huesos, que son como un ramaje”; metáfora: “el antifaz de carne que te cubre”. Hay un caso de sinécdoque que se da cuando se menciona el mes de octubre para referirse al otoño, lo que a su vez se transforma en metáfora, ya que la mención de la estación otoñal se aplica al momento en que la vida entra en una fase de deterioro progresivo con consecuencias a la larga fatales. Se destaca en todo el poema un juego de antítesis u oposiciones representadas por las dicotomías vida/muerte, cuerpo/espíritu, tejidos/huesos.

Por otra parte, en este poema (Coloquio…) sobresale el símbolo de la risa, atribuida a la actitud burlesca del esqueleto, que es como la expresión triunfal y por anticipado de la muerte. De igual manera están los otros símbolos que hemos mencionado en líneas anteriores: la carne como representación de la vida y el esqueleto como expresión de la muerte.

VI.

Conclusión

Dentro de la aparente sencillez de los poemas de Ligio Vizardi que hemos comentado en el presente trabajo, se configura todo un universo de riqueza conceptual respaldado por el empleo de un adecuado soporte estético. Leer con detenimiento estos poemas nos ha producido una gratísima sorpresa y nos ha inducido a pensar que si muchos de nuestros bardos del pasado están cubiertos por una gruesa capa de olvido es porque no han encontrado suficientes miradas escrutadoras, lectores que dediquen una mirada reposada a sus producciones, más allá de la superficie que las recubre.

En Ella lo quiso sobresale el tema amoroso que, en apariencia es el principal; sin embargo, más allá de esas apariencias, una lectura analítica nos remite al que quizás constituya el tema dominante: sintetizado en el tópico conocido como Carpen Diem (aprovecha tu día), el cual se refuerza con ese otro tópico conocido como “Collige, virgo, rosas” (Coge, virgen, las rosas). Ambos remiten a la necesidad de hacer un uso adecuado del tiempo, ya que este no demora su indeclinable pasar para acomodarse a las veleidades y caprichos humanos.

El acto recrea una escena rural, donde el erotismo se expresa sin vulgaridad ni morbo. Quizás es el tipo de poema que nuestros jóvenes necesiten leer para huir de ciertas tendencias presentes en una corriente musical en boga, que recurre a la exaltación de los más bajos instintos, expresados de una manera descarnada, tosca e irrespetuosa. Este poema no sólo trata sobre la relación carnal, sino que por efecto del carácter multívoco de la lengua literaria, propicia una reflexión sobre ciertas tendencias propias del sexo masculino y en general de la condición humana.

En su conjunto, los tres poemas del que nos hemos ocupado aquí merecen ser leídos y disfrutados por la comunidad de lectores dominicanos. Y su autor, Ligio Vizardi, por estos y por otros textos valiosos que nacieron de su talento creativo, merece una mayor difusión editorial. ¿A qué mayor gloria puede aspirar un escritor que la de ser reconocido por un colectivo de entusiastas lectores? He ahí un importante reto para la Editora Nacional.

Bibliografía

Balaguer, Joaquín (1997). Historia de la literatura dominicana. Santo Domingo: Impresora Corripio.

Contín Aybar, Pedro (1943). Antología poética dominicana. Ciudad Trujillo: Librería Dominicana.

De la Vega, Garcilaso (1999). “Soneto XXIII” en Poetas españoles del Siglo de Oro. Antología. Barcelona: Edicomunicación, S.A.

Góngora, Luis de y Quevedo, Francisco (1992). Lírica Barroca Española. Quito: Libresa /Colección Antares.

Rojas, Fernando de (1998). La Celestina. Santo Domingo: Alfa & Omega.

Rueda, Manuel (1996). Dos siglos de literatura dominicana (S. XIX – XX). Poesía I. Santo Domingo: Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional.