“Si puedes imaginarlo, lo puedes lograr. Si puedes soñarlo, puedes convertirte en ello.” William Arthur Ward
El Quijote de las Auyamas, de la destacada escritora Emelda Ramos, es más que una versión del conocido clásico de la literatura universal. Narrada en primera persona, es una historia ingeniosa y divertida, que consta de un lenguaje rico y a la vez comprensible, cuya trama, fluida y fuera de lo común, cautiva la atención del joven lector.
La autora nos cuenta de Claridania, una niña que según ella tenía calificaciones “normales”, pero sus padres pensaban que era un poco distraída. Por eso la enviaron al campo, a casa de los abuelos. Allí, su tía “Emelinda” la esperaba con “un programa especial de vacaciones”, sin televisión, ni videojuegos, para así conectarse con “la realidad”. Su madre, antes de partir, le entregó un diario para que registrara sus experiencias.
Al llegar a la finca fue llevada a una habitación “atestada de libros, libritos y librotes”. Pero lo que parecía un asueto tranquilo se convirtió en una serie de eventos impredecibles. Primero el abuelo perdió su abrecartas. Luego de unos días, llegaron sus primos y las cosas se complicaron más: Una redecilla tejida apareció “mutilada”, lo mismo pasó con la sección de deportes del periódico y la abuela extravió unas “tripitas de ganso” o cintas de seda estrechas, de color verde. Cansada del caos, la niña corrió al dormitorio y descubrió que su diario también había desaparecido.
Lo buscó por doquier y llegó hasta el patio, donde vio a uno de sus primos junto una planta de flores amarillas. Curiosa, preguntó por el nombre de la hortaliza. Pero solo escuchó una voz que salió de entre sus hojas, “como un libro viviente”, que le dijo: —“Auyama”. Mayor fue su sorpresa cuando notó que se trataba de un huesudo hombrecillo, quien se presentó como “caballero andante”. Llevaba, entre otras cosas, un sombrero hecho de crucigrama de papel, amarrado con las perdidas cintas de la abuela. El menudo personaje, que la consideró una “giganta”, la nombró: “Claridiana de Santo Domingo”.
Entonces, otra aventura comenzó: “Quijote” y niña “cabalgaron” sobre los tallos de la planta, que se movían “como serpiente”, dejando atrás “patios, pastos, las voces de hombres trabajando, los niños jugando y el ladrido de los perros”. Las ramas se cubrieron de flores “que se abrían como sonriendo” para convertirse en hermosas auyamas. Entonces, el “pequeñísimo y vivaz” jinete, con “aire triunfal”, tomó su espada, sacando del corazón de la anaranjada fruta “un puñado de semillas”, lanzándolas al aire e invitando a su acompañante a hacer lo mismo.
Éstas “nacieron y renacieron”, hasta que la protagonista se deslizó hacia su cuarto, de vuelta a la realidad. Aturdida, mientras sostenía la susodicha espada, que no era más que el abrecartas de su abuelo, las palabras de su amigo resonaban en su cabeza: “¡Claridiana de Santo Domingo! ¡Cambiamos la historia!”
En El Quijote de las Auyamas, su autora nos muestra que esto último se puede hacer. Combina elementos de la obra inspiradora con aspectos de nuestra realidad social y cultural, proporcionando giros y matices novedosos. A través de sutiles analogías, (entre las páginas de los libros y las hojas de la planta, los tallos y la imaginación, las semillas y las palabras), Emelda Ramos nos habla de sueños posibles, del amor por la lectura y de que, una mente ocupada en aprender y crear buenas cosas nunca conocerá el aburrimiento.