Con la sonora exclamación ¡ pri-vyét! el profesor ruso recibía a sus amigos, conocidos y desconocidos   en su apartamento de la Socorro Sánchez.

A la alegría desbordada le seguía un sentido abrazo aperruchao.  A las recién llegadas les tocaba una mayor dotación de abrazos y besos y el plus de la atención melosa, si las féminas cumplían sus parámetros de placentera carnalidad.

Sin las expresiones grandilocuentes del profesor ruso de antropología, Lenin saludaba a los visitantes desde el fondo del comedor.

Una foto gigante   en blanco y negro de Vladimir Ilich Lenin arengando a las masas abrigadas y cariacontecidas reinaba entre las copias de grandes artistas plásticos del patio, Ramón Oviedo, Domingo Liz, Cándido Bidó, Ulloa…otros.

Algunos de  sus  colegas profesores de la UASD,  sankis ilustrados, comunistas arrepentidos,  distinguidos miembros de la nomenclatura de un  PCD ya menos beligerante, aspirantes eternos al artitaje, dos o tres beodos arrogantes  del Mesón de Bari, la camada de  grandes  perdedores del Palacio de la Esquizofrenia, el Terror Luis Días  así como las damas  de otros  caballeros menos dotados para el amor constituían la fauna que visitaba los fines de semana al antropólogo y pésimo  aprendiz a saxofonista,   Alexander Ivánov.

Ale, Iva o Iván, según el nivel de intimidad de sus querencias nativas en esta tierra caribeña que lo recibió a finales de los 70.

Antes de acceder a la lúdica estancia de Ale, había que autografiar el cuadro de Lenin.  Era la contraseña obligatoria para los que gustaban de los efluvios de la marihuana o de los chisposos cubas libres de Brugal Extra Viejo. Claro está, se ejercía el derecho innegociable de elegir particulares paraísos artificiales. Desde beber agua hasta tomar Coca Cola.   Como la salsa de Maelo Rivera que cada quien traiga lo suyo, que yo traigo lo mío

Sentados en el piso de la sala, el personal debatía los temas de la actualidad: las novedosas y sorprendentes reformas de Gorbachov y su Perestroika, las causas y consecuencias de la poblada de abril del pasado año, 1984,  y  las pintadas de rojo en varias zonas de la ciudad como protesta por los 200 muertos que provocó  la violencia de Estado contra aquellos que quemaron gomas y asaltaron establecimientos durante  el estallido de aquella breve insurrección contra  el alza de la canasta familiar.

Temas no faltaban en la peña pasadía-amanecida del ruso. Se discutía hasta la preferencia pansexual de Michael Jackson, su afán de ser blanco y negro al mismo tiempo y hasta las diversas recetas de sancocho originarias del litoral caribeño de Colombia y Venezuela. Todo mezclado, como diría Nicolás Guillén.

En cada habitación   colgaba una hamaca. Algunos se quedaban a dormir y otros no dormían si se daba el caso de que un ligue de última hora sorprendía al agraciado o a la agraciada en medio de la música, las conversaciones y la cocinadera.

Saxo apaga fuego.

Eso sí, Iva era un saxofonista desafinado. A veces convocaba a la grey a “disfrutar” sus horribles sesiones de solo.

Ale, cuarentón y pico, sin camisa, pantalones jean y descalzo iniciaba el desafine frente a la foto de Vladimir Ilich.

Una noche de cocinadera colectiva alguien dejo quemar un plato de algo que ahora no recuerdo. Una llamarada sorprendió a todos.

Ale, presuroso, corrió a la cocina, abrió la llave y llenó el saxo de agua. Lo vertió encima de la olla sin apagar antes la estufa. La asistencia oportuna de los invitados evitó males mayores.

¿Qué habrá sido de la vida del profesor ruso? ¿Seguirá abrazando y gritando ¡ pri-vyét!?  ¿Vivirá o estará tocando el saxo en otra dimensión?