Don Juan, de Valentín Giró, Visión de ultratumba, de Julio Cuello Perelló y Rebelde, de Juana de Ibarbourou

I.

Los mitos griegos han tenido mucha repercusión en la literatura occidental. Narrativa, poesía, teatro se han nutrido de esos mitos, los cuales contienen un alto valor alegórico. Y son muchos los estudios que se han dedicado a rastrear esos mitos en la literatura antigua y moderna. Sin embargo, no conocemos de ninguna investigación que haya realizado nuestra crítica literaria sobre ese interesante tema en lo que respecta a la literatura dominicana. El tema da para mucho y estaría muy a propósito para elaborar una tesis de postgrado (Maestría o Doctorado).

Leyendo y releyendo a algunos de nuestros poetas, nos hemos encontrado con dos poemas de autores dominicanos que tratan sobre Caronte. Este celebérrimo ser mitológico que nos legó la tradición griega es el barquero encargado de conducir a las almas de los difuntos por el río Aqueronte y la laguna Estigia hacia su última morada, el inframundo bautizado por los griegos con el nombre de Hades. Al famoso barquero se le describe como “un anciano gruñón y desagradable, que cobraba un óbolo (una moneda) a todo aquel que tuviese que recoger su barca” (Houtzager, 2005: 81).  Eso explica la costumbre griega de “enterrar a sus muertos con un óbolo en la boca” (Ibídem). Si un cadáver era enterrado sin esa moneda, al no poder sufragar el pago en cuestión, su alma quedaba vagando por la tierra sin descanso. Al cruzar el río Aqueronte y entrar al Hades, a las almas se les daba a tomar agua del pozo de Letos para que se les borraran sus recuerdos terrenales.

Entre los autores que han tratado el mito de Caronte está Virgilio, en el Canto VI de La Eneida; Dante, en el Canto III de la Divina Comedia. Otros autores son Eurípides en el Heracles; Aristófanes en Las ranas, entre otros.

Observemos la descripción de Caronte que hace el poeta Virgilio en La Eneida (1992: 311-312:

De allí parte el camino que lleva al Aqueronte, vasta ciénaga hirviente que en turbio remolino va eructando oleadas de arena en el Cocito. Guarda el paso y las aguas de este río un horrendo barquero, Caronte; espanta su escamosa mugre. Tiende por su mentón cana madeja su abundante barba. Inmóviles las llamas de sus ojos. Cuelga sórdida capa de sus hombros prendida con su nudo. Él solo con su pértiga va impulsando la barca y maneja las velas y transporta a los muertos en su sombrío esquife. Es ya anciano, pero luce la lozana y verdecida ancianidad de un dios. A su barca agolpábase la turba allí esparcida por la orilla: madres, esposos, héroes magnánimos cumplida ya su vida, y niños y doncellas y mozos tendidos en la pira ante los mismos ojos de sus padres; tanto como las hojas que en el bosque a los primeros fríos otoñales se desprenden y caen o las bandadas de aves en vuelo sobre el mar que se apiñan en tierra cuando el helado invierno las ahuyenta a través del océano en busca de países soleados. En pie pedían todas ser las primeras en pasar el río y tendían las manos en ansia viva de la orilla opuesta.

Y también Dante (2014) en el Canto III de su Divina Comedia (P. 19) retrata al fiero embarcador en este memorable terceto:

“El demonio Carón, ojos de brasa,

los va a todos con señas reuniendo:

con el remo golpea a quien se atrasa”.

Con la imagen bastante explícita de la fisonomía, los modales y la compostura física en general que proporcionan los poetas Virgilio y Dante del terrífico Caronte, tenemos suficiente para adentrarnos en la lectura y comentario de los poemas arriba señalados.

II.

Don Juan, de Valentín Giró (1880-1949)

Valentín Giró
Valentín Giró

En Don Juan, Valentín Giró nos presenta al personaje homónimo, ya difunto, que tras una larga temporada de padecimientos en el averno, Dios –seguramente creyéndole arrepentido– se compadece de él y lo manda a buscar para que descanse bajo la bienaventuranza del Paraíso. Transcribo aquí el soneto íntegramente para luego pasar a comentarlo.

Don Juan salía del infierno. Había

envejecido y padecido tanto

que apiadado el Señor de su quebranto

lo llamó al Paraíso. Lo traía

 

en su nave Caronte. Melodía

de etérea flauta acompañaba al canto

de un coro celestial, que bajo el manto

del infinito azul, lirios abría. 

 

Vio Don Juan entre cármenes un monte

y en su cima un alcázar transparente

y pregunta: ¿sitio de amor, Caronte?

 

-No, de oración… el Paraíso eterno– 

y Don Juan, blasfemando de repente,

torció el timón y retornó al infierno. 

Antes de hacer un comentario general del poema, detengámonos un poco en el personaje arquetípico de don Juan, parada necesaria para poder contextualizar el texto.

Don Juan es un personaje libresco, que durante siglos ha andado de página en página y de autor en autor. Su origen se le atribuye a la pluma del dramaturgo español Tirso de Molina. Se trata del seductor y libertino por antonomasia. Ubicado entre los siglos XVII y XVIII, Don Juan es el arquetipo del hombre apasionado, de vida disoluta; no se somete a leyes morales ni de ninguna clase cuando se trata de obtener la satisfacción de sus apetencias pasionales. Seduce a las damas con sus lisonjeras habilidades de hombre de mundo, y cuando satisface sus deseos, las abandona para lanzarse a otras conquistas.

La primera obra en que aparece es El burlador de Sevilla, de Tirso de Molina, obra de teatro publicada en 1630. Luego, se han escrito numerosas obras protagonizadas por dicha figura. Una de las más conocidas es el drama romántico del español José Zorrilla: Don Juan Tenorio. Asimismo, son muy conocidas las versiones del poeta romántico inglés Lord Byron (Don Juan) y la del francés Moliere (Don Juan o el convidado de piedra); inclusive, Mozart compuso una ópera (Don Giovanni) inspirada en el personaje. Tanta popularidad ha alcanzado el fictivo don Juan que ha pasado de la literatura al imaginario social, usándose a menudo su nombre para denominar a aquellos hombres enamoradizos y de sentimientos volubles.

Como ya apuntamos más arriba, la primera estrofa nos presenta la figura de un don Juan, consumido por el sufrimiento, compadecido por la benevolencia de Dios, que le manda a buscar para concederle la gracia de habitar en el Paraíso. El encargado de sacarlo del infierno y transportarlo hasta la mansión celestial es Caronte, el viejo e iracundo barquero que transporta las almas de los difuntos.

En la segunda estrofa el convocado hace la travesía junto al tenebroso barquero, y mientras se van aproximando al Edén, comienza a escuchar un coro celestial que le llega desde ese beatífico lugar donde Dios le aguarda. El Paraíso comienza a insinuarse bajo el firmamento azul, cuya entrada se ve adornada de lirios. Recordemos que el color blanco del lirio simboliza la pureza.

En los dos tercetos observamos a un don Juan irreverente y obstinado en sus pasiones. A cierta distancia del Edén, alcanza a ver sobre la cima de un monte un palacio transparente, rodeado de flores. Lugar idealizado, soñado por los devotos de todas las religiones, que lo invocan con distintos nombres; espacio donde todos aspiran a entrar tras la muerte. Sin embargo, no era ese el sitio que don Juan deseaba para su morada eterna. Ni siquiera los grandes suplicios del inframundo lograron aplacar su alma rebelde y licenciosa. Por eso, cuando pregunta a Caronte si ese lugar de donde provienen esos cantos y que entrevé a lo lejos es un lugar de encuentros sensuales, al responderle éste que no se trata de eso, sino que es un lugar de oración, contra toda previsión o aprobación del barquero, toma el control del timón y con un gesto brusco hace tornar la nave hacia el infierno.

Llama la atención en este poema la simbiosis que hace el poeta Giró entre el mundo religioso griego y el propiamente cristiano. Se produce, pues, una fusión entre el espíritu clásico y el moderno, al unir la figura de Don Juan con el mítico Caronte, en un contexto dominado por el monoteísmo cristiano. Observemos que cuando el poeta habla de Dios (o el Señor), lo hace en singular, como corresponde a una visión particularmente cristiana, sin que en algún momento se hable de dioses, como correspondería de haberse atenido a la sociedad y la religión griegas.

III.

Visión de ultratumba, de Julio Cuello Perelló (1898-1967)

Julio Cuello Perelló
Julio Cuello Perelló

El viejo Caronte, de faz angulosa,

tendiome en la orilla su mano huesosa,

con árido gesto y ademán salvaje

buscando, impaciente, mi pobre bagaje. 

 

Miré en la otra orilla la playa desierta,

entre los fulgores de una luz incierta;

sentí la nostalgia fugaz de la vida,

en el triste instante de la despedida.

 

“Fui pobre en el mundo –le dije al anciano–

mi bolsa está exhausta, mirad, buen hermano”.

Y el viejo barquero, con la mano diestra,

 

retiró la barca, se fue lentamente… 

En el panorama, tétrico, silente,

fulguró en sus ojos una luz siniestra. 

En este texto el primer personaje que aparece es el anciano Caronte, descrito como un ser cadavérico y de carácter y modales ásperos, jamás amable, solicitando el estipendio correspondiente al transporte de un alma que desea embarcarse hacia el inframundo.

La voz poética que habla desde dentro del poema, y que pertenece al alma que acude ante el barquero procurando enrumbarse hacia el Hades, ha llegado ante el furibundo anciano sin el óbolo del transporte. Por un momento, el difunto se distrae contemplando la opuesta orilla, aquella que lo separa de la vida terrestre, humana, que acaba de abandonar, y con tristeza comienza a evocar sus últimos instantes antes de separarse de su cuerpo. Es lo que debe ocurrirle a todos los difuntos antes de tomar su porción de agua del Pozo de Letos, que tiene la facultad de hacer olvidar los recuerdos de la existencia terrenal, como ya hemos explicado.

El alma se dirige amablemente a Caronte para explicarle sus carencias, aduciendo que tras una vida de pobreza no ha traído nada en su bolsa. Procuraba convencerle para que le transportara sin recibir el honorario requerido. Sin embargo, el malhumorado anciano no entendió sus razones, e ignorándole le abandonó allí; y con una mirada hosca se alejó lentamente. A partir de ese momento, el alma ignorada y abandonada a su suerte, se convertiría en un alma en pena, que vagaría indefinidamente por esos tenebrosos parajes. Si dura fue su existencia en el mundo de la materia, más dura y lastimera habría de ser la que le depararía ¿el Hado, la Providencia? tras cruzar el umbral de la muerte.

IV.

Rebelde, de Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892-1979)

Juana de Ibarbourou
Juana de Ibarbourou

Caronte: yo seré un escándalo en tu barca.

Mientras las otras sombras recen, giman, o lloren,

y bajo tus miradas de siniestro patriarca

las tímidas y tristes, en bajo acento, oren,

 

yo iré como una alondra cantando por el río

y llevaré a tu barca mi perfume salvaje,

e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío

como una azul linterna que alumbrara en el viaje.

 

Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros

que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros,

Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo.

 

Y extenuada de sombra, de valor y de frío,

cuando quieras dejarme a la orilla del río

me bajarán tus brazos cual conquista de vándalo.

 

El soneto inicia con la voz poética dirigiéndose a Caronte, usando un verbo (ir) en el futuro del modo indicativo. Esta circunstancia temporal sitúa la acción en un tiempo que aún no ha llegado: en un futuro que si bien es seguro (recordemos la certeza del modo indicativo), no tiene una fecha precisa. El personaje femenino que actúa y habla en el poema (¿la propia poeta Ibarbourou?) anticipa imaginariamente el momento en que dejará este mundo para dirigirse al Hades. Y al encontrarse con el temido personaje le explica que no espere de ella sumisión y recogimiento. Le advierte que en tanto las otras almas recen y se aflijan angustiadas durante el viaje por el río Aqueronte, ella estará gozosa, celebrante, toda perfumada y sensual, radiante como una linterna, durante el viaje por esas aguas oscuras de dicho río, que conducen al averno. Dice a Caronte que nada temerá, por más duras y desafiantes que sean sus miradas; que sólo cuando ya esté agotada por el cansancio, el frío y las sombras, podrá él dejarla en la orilla del río, donde acaba la travesía y empiezan los dominios del Hades.

En Rebelde el tema de la muerte aparece sin la solemnidad con que lo encaran las religiones y las grandes corrientes filosóficas que han dedicado muchísimas páginas a reflexionar sobre ella. El tratamiento es ligero y desenfadado, un puro divertimento artístico.

Aspectos formales

Los tres poemas están escritos bajo el formato del soneto, que como bien sabemos es una composición de catorce versos, divididos en dos cuartetos y dos tercetos. Don Juan está formado por versos endecasílabos (11 sílabas); Visión de ultratumba, por dodecasílabos (12 sílabas), y Rebelde por alejandrinos (14 sílabas). Todos tienen rima consonante, que no podía ser de otro modo tratándose de sonetos. En Don Juan se destaca el uso profuso del encabalgamiento. En Visión de ultratumba la rima funciona en forma consecutiva, mediante el uso del pareado.

Conclusión

Don Juan, Visión de ultratumba y Rebelde son poemas de temática afín, que coinciden en lo fundamental: una visión sombría del inframundo y la imagen de un embarcador (Caronte) de carácter intratable, iracundo. En Don Juan y Rebelde hay una actitud de persistencia en el disfrute de los goces de la vida mundana, sin medir consecuencias de tipo espiritual. En Visión del inframundo la acción está centrada en el viejo barquero, que –además de malhumorado– se presenta como avaro, apegado a los recursos materiales, e inconmovible en su falta de piedad.

Don Juan y Visión de ultratumba se ambientan en el inframundo, un espacio habitado por las almas de los difuntos. Rebelde es una proyección de una dama que desde el mundo terrenal imagina cómo será el encuentro de su alma con Caronte y la forma en que habrá de realizar la travesía por el río Aqueronte para cruzar a la otra orilla, donde inician los dominios del Hades.

Cada uno de estos poemas se lee con deleite, por la armoniosa compostura de sus versos y la relevancia de su temática clásica. Don Juan y Visión de ultratumba aciertan en los trazos que presentan del oscuro personaje del Aqueronte y por el sombrío panorama del inframundo. Rebelde también presenta un ambiente desolador y aflictivo, y resalta el carácter avinagrado del viejo embarcador, pero matizado por el espíritu de alegría mundana encarnado en la dama que protagoniza la escena.

Son poemas sencillos, que no requieren de un gran esfuerzo interpretativo, lo cual no le resta valor, pues la belleza no necesariamente reside en la complejidad. Muchos de los grandes poemas que colman el gusto de exigentes lectores están construidos de manera sencilla. Otra cosa es la pobreza formal y la torpeza compositiva, las cuales carecen de toda justificación.

Bibliografía

Dante (2014). La Divina comedia. Madrid: Alianza Editorial.

Houtzager, Guus (2005). Enciclopedia de la Mitología Griega. El mundo de los dioses y los héroes griegos en palabras y fotografías. Madrid: Editorial LIBSA.

Ibarbourou, Juana (1978). Antología poética. Barcelona: Editorial Vosgos.

Rueda, Manuel (1996). Dos siglos de literatura dominicana (S. XIX – XX). Poesía I. Santo Domingo: Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional.

Virgilio (1992). La Eneida. Libro VI. Madrid: Gredos.