
Santo Domingo, República Dominicana.– González Alvarado Pereira, mejor conocido como El Ciego de Nagua o Bartolo Alvarado, se fue así, sin despedirse, y no llegó a tocar su último merengue.
Alvarado fue uno de los últimos exponentes del merengue dominicano en su forma tradicional, y formó parte de una generación de acordeonistas típicos que, a raíz de la década de 1960, escribió las páginas más gloriosas de ese género musical, que ha marcado la identidad del pueblo dominicano, ha servido de crónica de la vida política y social, y ha llevado noticias de las tradiciones y costumbres de muchas zonas, especialmente rurales.
Bartolo Alvarado era un muchacho prodigioso al que temprano le nacieron alas en las manos. “Sus manos, pequeñas y con dedos que parecen de niño, sacan lo que su alma y su sentimiento le dictan, una música movida y alegre, con una dignidad difícil de igualar, con registros y pasadas impecables, como solo un verdadero virtuoso puede hacerlo sin desorientarse ni perder el ritmo”, dice el investigador Rafael Chaljub Mejía en su libro Antes que te vayas (Colección Centenario, Grupo León Jiménez).
Alvarado era parte de una generación encabezada por Tatico Henríquez (Domingo García Henríquez, 30 de julio de 1947 – 23 de mayo de 1976), un músico legendario nacido entre merengues y notas de acordeón en una recóndita comarca de Mata Bonita, Nagua, que según Chaljub Mejía, es un semillero de acordeonistas y compositores de merengue.
El merengue había sido secuestrado y envilecido por la angurria del dictador Trujillo y por la visión napoleónica de controlarlo todo. Lo llevó a los salones y lo asimiló al poder, arrastrando a muchos músicos al lodazal. Y a esa generación iluminada que integraban Tatico Henríquez, El Ciego de Nagua y otros de su estirpe, le tocó ponerlo en su lugar. Se le amotinaron al pasado reciente y lo recuperaron. Y lo hicieron pueblo. Y lo limpiaron de las humillantes impurezas trujillistas. Y así le devolvieron la dignidad que había perdido.

Esa era una constelación de estrellas fulgurantes, y en ella también brillaron Nicolás Gutiérrez -Manos Brujas-, Francisco Ulloa, Chiche Bello, Ramfis Torres, Juan Prieto, Julián Ramírez, Fefita la Grande, Arsenio Caba, King de la Rosa, Julio Veloz o Julio Rompe Piso, Paquito Bonilla, Chichí Santos, Rafelito Román, Marquito Santos, Jorgito Jiménez, Pedro de la Cruz o el Maestro Ca, Cecilio Viñas, Aniceto Batista, Frank Peralta, Cumelo Jiménez y el gran Ciano Arias.
También Negrito Figueroa, Miro Francisco, Juan Guerrero, Chichito Villa, Monguito Román, Miguel Santana, Juanito Pérez, Alcedo Espinal, General Larguito, Moncho Trejo, Carmelo Díaz, Mario García, Fello Francisco, Arístides Ramírez, Eladio Ramírez, Pedrón, Dionisio Mejía o Guandulito, Ismael Valerio, Juan Bautista Pascasio, Yan de la Rosa y Américo Ramírez, entre otros.
Siempre valdrá la pena recordar la exquisita interpretación que hizo El Ciego de Nagua de La Invasión del 16, un merengue insurgente de Ñico Lora contra la primera intervención militar norteamericana
“En manos de los músicos de esa generación –observa, reflexivo, Chaljub Mejía- el merengue tradicional evolucionó, se adaptó a una nueva situación, pero mantuvo su esencia y no perdió su ritmo original ni atrofió sus atributos fundamentales”.
A Tatico Henríquez, El Ciego de Nagua le dedicó, a modo de homenaje, uno de sus merengues primeros y más hermosos, uno que refleja la recuperación del género tras ese periodo de letargo, resaca y asfixia:
Estaba en el suelo el merengue / cuando Tatico surgió / con su forma de tocarlo / él fue que lo levantó.
Bartolo Alvarado fue afectado de ceguera congénita, pero nunca vivió en la oscuridad. La luz que le faltó en la mirada se le repartió por todos los confines del cuerpo, especialmente en las manos –manos con luz, manos sublevadas, manos que aprendieron a andar en el polvo de los caminos que anduvo- que eran ágiles y volaban sobre el acordeón a la velocidad del viento. ¡Cuando El Ciego de Nagua jalaba su acordeón había que joderse!.
Hijo de una modista y de un agricultor, Bartolo Alvarado nació el 10 de enero de 1947 en la comunidad La Jaguita, Cabrera. A los tres años tuvo en sus manos su primer “acordeón de boca”, nombre con el que se refieren los campesinos del nordeste a la armónica.
A los siete años cumplidos aprendió a tocar un acordeón de una carrera que le obsequió su abuelo y a los nueve tocó en La Voz Dominicana, en la capital de la república, en los estudios donde ya se habían presentado artistas de renombre internacional. En 1973, ya con veintiséis años y convertido en todo un músico profesional, viajó a la ciudad de Nueva York a poner en alto la música dominicana.
Chaljub Mejía, nativo de la misma provincia que el Cieguito, recuerda los días en que Ramón Alvarado (también conocido como Monquero), el padre de El Cieguito, lo llevaba de la mano con su acordeón a Nagua, una ciudad que siempre está pendiente de la música que trae el viento.
“He contado muchas veces el recuerdo imborrable que guardo de la vez primera que lo vi tocar. Su papá, que era el güirero que lo acompañaba, y un tamborero cuya identidad no retengo, habían bajado de la loma y se habían detenido a tocar a trío en una acera, frente a un comercio de la calle Progreso, la más comercial y tal vez la más merenguera de Nagua”.
“La gente se aglomeró a ver aquel cuadro inusual, constituido por un niñito que se perdía detrás del acordeón, que en sus manos menudas producía una música digna de cualquier buen acordeonista maduro. Desde entonces empecé a admirarlo”.

Y continua Chaljub: “Tocaba con una gracia y un acierto propios de un músico de experiencia, cantaba con una voz clara y segura, y era difícil verlo tocar sin darse uno cuenta de que El Cieguito, como se le decía entonces con afecto, tenía un brillante porvenir”.
En sus inicios, Alvarado tomó prácticas y recibió consejos musicales de Ramón Amézquita (Matoncito), el gran olvidado de la música típica dominicana, una especie de juglar andante que fue autor de los merengues de más hermosa lírica de todos cuantos se han compuesto. También de Niño Tillá, quien según Chaljub Mejía, era un instrumentista excepcional y un imponente versificador del merengue.
El Ciego de Nagua fue una de las figuras que contribuyó a que el merengue, como expresión popular, rompiera todas las barreras sociales y se convirtiera en una verdadera música de vocación nacional.
Antes, el merengue era mirado con recelo y por una hendija de la sociedad por las élites políticas, económicas e intelectuales, las mismas que escribieron la historia dominicana al revés y con todos los sesgos clasistas del mundo. Y la generación de Bartolo y de Tatico, con su encanto y su gracejo, vencieron la resistencia y volvieron espuma todos los prejuicios, convirtiéndolo en una música de todos los caminos.
Merengue e identidad nacional

El merengue era el cantar más doliente de los campesinos de tierra adentro, especialmente en las zonas del Cibao Central, el nordeste y la Línea Noroeste. Era una alegre forma de penar. Además de un obstinado género musical, es también un aire que envuelve al ser dominicano, y una especie de segunda cédula de identidad que los dominicanos llevan consigo donde quiera que van.
Ha sido parte de la historia nacional de la República Dominicana y una herramienta primordial en la preservación de su identidad.
Por su diversidad de elementos rítmicos y melódicos y por la disímil procedencia de sus instrumentos, el musicólogo Darío Tejeda lo define como una música mestiza.
En su opinión, el merengue surgió como una expresión musical y danzaria común al Caribe, pero fue en la República Dominicana donde se desarrolló y adquirió carta de ciudadanía.
Sujeto a todo tipo de embates transnacionales, el merengue dominicano ha sido esencial en la preservación de la cultura nacional. Y El Ciego de Nagua, sin dudas, fue parte de todo eso.

Según el respetado sociólogo José del Castillo, surgió a mediados del siglo XIX y era interpretado por un conjunto de instrumentos de cuerda con una base de tambora y con el acompañamiento de un güiro, que primero era de calabaza y después se cambió por un guayo de metal. Más adelante, incorporó el acordeón, que, según Del Castillo, “llegó para quedarse, generando excelentes composiciones de acordeonistas como Ñico Lora (Francisco Lora Cabrera) y Antonio –Toño- Abreu”.
Rafael Chaljub Mejía, un hombre que ha luchado en todos los frentes de la patria y que ha acudido a todos los llamados que le ha hecho la identidad nacional, dice que el acordeón, en manos de los campesinos cibaeños, reafirmó al merengue como medio de resistencia del pueblo sencillo y llano, frente a las pretensiones de las clases dominantes por imponer su música y sus bailes selectos en base a expresiones extranjeras.
Y agrega: “Con el acordeón, el merengue se hizo ya definitivamente parte del ser social y cultural dominicano; parte integrante de su identidad nacional, de la nación misma, que, en más de un momento crucial de su peregrinaje histórico, hizo del merengue un arma de lucha, lo mismo que escudo defensivo y coraza protectora contra sus enemigos exteriores”.
“Componente esencial de nuestra cultura y nuestra historia –prosigue el investigador- el merengue folclórico empezó su marcha junto al pueblo desde hace más de siglo y medio, y ese simple dato basta para destacar el valor de ese género, y la importancia que reviste para la nación misma el que se salvaguarde ese elemento de su más auténtica identidad”.

El historiador Pedro Carreras Aguilera, en su libro Una centuria tocando acordeón: De Ñico Lora a Tatico Henríquez. (Editora Nacional, Ministerio de Cultura), expresa: “El merengue está articulado con mosaicos de la cantera popular, con una riqueza atrayente extraordinaria, constituyendo un retrato maravilloso de la psicología nacional. (…) Para conocer la profundidad del tinglado social de final del siglo diecinueve y comienzo del veinte, no se puede soslayar el estudio de muchos de los temas que se compusieron para entonces”.
Y observa: “El meloso ritmo en gran parte se alimentó del refranero popular: refranes construidos en las cotidianidades y en las bregas y quebrantos de la patria, quizás como maltrechas losas del forcejeo que significó construir lo que hoy llamamos dominicanidad”.
Tras revisar los contenidos de merengues de todos los tiempos, Luis Manuel Brito Ureña, autor del libro El merengue y la realidad existencial de los dominicanos, llegó a esta conclusión:
“Hemos comprobado que el merengue refleja y nada en nuestro mar. ¡Quién se atreve a decir que todo esto no es República Dominicana!”.
La lucha del merengue por prevalecer
El merengue como género cultural ha librado una encarnizada lucha por prevalecer. Ha tenido días de gloria y momentos de decadencia, y ha sido rey y ha sido mendigo. En sus inicios tuvo que enfrentarse a una recia oposición desplegada por las élites intelectuales.
Una vez fue repelido por grupos de poder, bajo la presión de una aristocracia política e intelectual que siempre miró hacia Europa. Manuel de Jesús Galván (1834-1910), autor de la novela Enriquillo e intelectual pro español que favoreció la Anexión de la República a la Corona e insultó sin cesar a los Restauradores, pidió que fuera prohibido.
“Manuel de Jesús Galván –afirma el musicólogo Tejeda- planteaba la queja de que la tumba, aristocrática, europea y blanca, había sido desterrada por el merengue impío, bárbaro, impuro. Así que hizo que el merengue fuera sacado de los salones y se refugiara en el campo”.
Eugenio Perdomo (1837-1863), intelectual y patriota cabal que, rumbo al lugar donde fue fusilado por conspiración, pronunció, según la leyenda, la frase “los dominicanos, cuando van a la gloria, van a pie” para rechazar el ofrecimiento de sus verdugos de hacer su último trayecto en burro, consideró que sus movimientos en el baile eran “grotescos y detestables”.
Y escribió: “Y cuando dan principio al merengue ¡Santo Dios! El uno corre de un lado a otro porque no sabe qué hacer, este tira del brazo a una señorita para indicarle que a ella toca merenguear, aquel empuja la otra para darse paso, en fin, el más elegante trastorna una figura y hace recaer la falta sobre una pareja, todo es una confusión, un laberinto contínuo hasta el fin de la pieza”.
Entretanto, el periódico El Oasis, que circulaba en el Santo Domingo del siglo XIX, publicó una nota bajo la firma de un articulista que se hacía llamar Eliodoro, en la que expresaba:
“Yo estoy dispuesto a, si se continúa bailando de ese modo, no volver a salas de bailes ni permitir a ninguno de mi familia que vaya. (…) Unamos nuestros esfuerzos para ver si desterramos este detestable baile de tan poco gusto”.
Hasta Ulises Francisco Espaillat (1823-1878), Presidente de la República entre abril y octubre del año 1876 y considerado un hombre liberal y de ideas avanzadas que, como político y humanista recibió la bendición del gran Eugenio María de Hostos, tomó partido en contra del merengue.
Según reportan Carlos Velázquez y Alejandro Ureña, autores del libro El merengue y la bachata (Galos Publishing), en 1875 impulsó una campaña en contra del nuevo género desde el periódico El Orden, de Santiago de los Caballeros.
Eran tan elitistas los objetores del merengue que algunos de ellos hasta el sancocho quisieron prohibir, según Darío Tejeda, por ser, al igual que el merengue, “una expresión bárbara”.
Como se ve, por mucho tiempo el merengue ocupó el lugar del desprecio que cien años después le correspondió a la bachata.
Cuando el género saltó a la literatura lo hizo a través de Tambora, un poema exquisito de Manuel del Cabral:
Trópico: mira tu chivo / después de muerto, cantando. / A palos lo resucitan… / La muerte aquí, vida dando.
La fuerza del mercado

Bartolo Alvarado estuvo presente en todas las etapas de evolución del género, desde la caída de la tiranía trujillista hasta el día de hoy, y tocó en todos los escenarios posibles, desde las galleras y las fiestas de enramada hasta los car wash y las discotecas; y desde la hermosa campiña cibaeña hasta los más lujosos escenarios privados de la alta sociedad y del extranjero. Con su humildad y su don de gentes, El Ciego de Nagua derribó muros y franqueo fronteras, y siempre fue un músico de todos. ¡Y esa fue parte de su grandeza!
Según el antropólogo Carlos Andújar, el merengue sobrevivió a un siglo y más, por su elasticidad y su capacidad de adaptación, razón por la que también dejó atrás la mangulina y el carabiné, dos expresiones culturales dominicanas que hoy yacen en el silencio y el olvido.
El mismo Ciego de Nagua probó suerte con la modernidad en algunas de sus canciones, aclimatando su música a los nuevos tiempos, con piezas de giro rápido e incorporando instrumentos menos tradicionales (como el contrabajo eléctrico, las tumbadoras y otros).
Pero en sus manos esas libertades fueron prudentes y nunca hicieron sucumbir la magia de la tradición rítmica y melódica del merengue, ni llegaron a convertirse en una ruptura fundamental.
Lo que quiere decir que sus merengues nunca dejaron de parecerse a su tierra y nunca pusieron en juego sus esencias ni las dignidades inherentes a la ejecución de los instrumentos, especialmente del acordeón, que debe ser el centro y el latido principal de las piezas típicas y que debe reinar sobre el saxofón y los otros instrumentos que le hacen la corte. Él era el folklore de su tierra y su acordeón nunca dejó de oler a surco, a tierra mojada ni a manantial que baja de la montaña.
Bartolo Alvarado siempre defendió, merengue a merengue, la línea clásica en la música típica, y lo explicó con sencillas palabras profundas como estas, nacidas de la sabiduría que le dio la experiencia:
“El merengue no puede sacarse de su centro porque si se saca de ahí pierde su esencia. El merengue no se puede hacer tan rápido, porque entonces no es bailable”. (…) “El mío es un merengue entre dos, un merengue que evolucionó, pero que no es ni como se toca ahora, muy rápido, ni es muy lento”.
Según Chaljub Mejía, “él ha sido uno de los protagonistas de todas las evoluciones positivas del merengue a lo largo de más de medio siglo. También ha sido testigo de todas las decadencias y distorsiones que, en nombre de una supuesta evolución y de una modernización mal entendida, se le han hecho al merengue típico. Y si esa música ha sobrevivido y mantiene sus esencias, Bartolo Alvarado tiene mucho que ver con eso.”
Un día, hablando entre merengueros y adoradores del género en una memorable tarde cibaeña, Rafaelito Román, meciéndose en su mecedora, le contó a Chaljub Mejía su experiencia con El Ciego, en palabras sentidas que, viniendo de un maestro de su categoría, deben ser escritas con mayúsculas en el libro de la historia:
“Bartolo es una escuela a seguir y ha mantenido una línea original que ha favorecido el merengue. Yo fui uno de los que lo siguió. Aprendí los merengues de Tatico, pero me incliné por seguir a Bartolo y eso me ayudó bastante. Tatico y él van de la mano.”
En sus canciones, El Ciego de Nagua utilizaba las pasadas largas en el acordeón, que aumentaban las donosuras de sus piezas y las hacían cabalgar a paso fino. Y dice Rafelito Román que las aprendió con Matoncito.
Volver siempre a los merengues emblemáticos
Siempre valdrá la pena recordar la exquisita interpretación que hizo El Ciego de Nagua de La Invasión del 16, (cuyo título original es La Protesta), un merengue insurgente que compuso en su momento Ñico Lora para protestar contra la primera intervención militar norteamericana en suelo dominicano, y que fue motivo y orgullo para todos los patriotas, los de su tiempo y los de la posteridad.
En el año 16 / llegan los americanos / pisoteando con su bota / el suelo dominicano. / Henríquez y Carvajal / defendiendo la bandera / dijo no pueden mandar / los yanquis en esta tierra. / El americano siempre se entromete / los haremos ir dándole machete / En tierra de Duarte / no pueden mandar / los americanos / dijo Carvajal. / El americano que tenga presente / que el dominicano / es hombre valiente / los haremos ir con fuerza y valor / al americano por abusador.
Darío Tejeda argumenta que en ese momento la música, el merengue incluido, se utilizaba “para expresar que nosotros somos un país soberano ante la presencia de tropas extranjeras, que además hablaban otra lengua y tenían otras culturas”.
También serán recordadas piezas clásicas de este músico singular, que en su ininterrumpida carrera artística puso a bailar hasta las piedras. Entre estas están Mariita, el buque insignia de toda su producción, que tiene, para más señas, uno de los jaleos más impresionantes entre muchos de los merengues conocidos.
Mariíta de ti estoy enamorado / Mariíta desde que estoy queriendo / Mariíta que de noche yo me acuesto / Mariíta y pensando en ti yo no duermo. / Mariíta yo no sé lo que me pasa / Maríta después que te estoy queriendo / Mariíta que de noche yo me acuesto / Mariíta y pensando en ti yo no duermo. / Yo tenía una hembra / llamada María / Me siento orgulloso de que fuera mía.
Asimismo, El colita blanca, una pieza legendaria que nació de una pelea entre el gallo cucú, de Fello Vidal, y el colita blanca de don Pedro Chávez, en la gallera de Guayacanes.
De Santiago los galleros / bajaron a Guayacanes /llevaron gallos muy buenos / a pelearlos con los Chávez. / Fello Vidal tenía un gallo /como no lo tenía nadie / perdió del colita blanca / que tenía don Pedro Chávez. / Cuando el gallo cayó muerto / esa fue la gran porfía / que dice don Pedro Chávez / está vivo todavía.
Los dos merengues que salieron de esa lidia, El colita blanca y El gallo cucú– son hoy piezas clásicas de la música típica veneradas por los hacedores de merengue como por los bailadores.
También habrá que volver siempre a la versión memorable grabada por Bartolo Alvarado de San Antonio, un merengue de todos los tiempos que ha saltado los muros invisibles de las creencias y las ideologías y ha puesto a bailar hasta a los ateos.
Antonio divino y santo / ruega por los pecadores / porque San Antonio es / el rey de todas las flores. / Antonio divino y santo / préstame tu santidad / para que el dominicano / pueda conseguir la paz. /Dice San Antonio / aquí mando yo / yo soy el patrón / de Guaraguano. / Primero la misa / después la novena / dice San Antonio / que cosa más buena.
Y desde luego, La playa de Ori, un merengue de suaves melodías que, grabado por Bartolo Alvarado, había nacido de la imaginación del juglar Ramón Amézquita (Matoncito) un día en que se vio impedido, acordeón al hombro, de cruzar el río Joba, situado entre Gaspar Hernández y Sabaneta de Yasica, por una crecida. Y allí, tras ese percance en uno de los pasos del río camino al Atlántico, expresó su queja improvisando esa canción.
Fue igualmente espectacular la versión que tocaba El Ciego de Las Flores, un merengue nostálgico de notas blandas atribuido a Matoncito, en el que se juega con la belleza y el lenguaje sencillo de la poesía popular.
Tanto anduve entre las flores / hasta que por fin la hallé /toda llena de primores / y con ella me quedé. / Rosa le dieron por nombre / para ser más desdichada / porque no hay Rosa en el mundo / que no muera deshojada.
Vale la pena volver también al merengue El comisario, una pieza histórica y sumamente contagiosa a la que Alvarado le puso su chispa particular y lo convirtió en una pieza de ejecución legendaria.
Mataron al comisario / lo dijo José Dolores / Y la guardia anda buscando / a todos los matadores.
Ese merengue surgió tras la muerte en una pelea del comisario Pablo Hidalgo –Pablito-, en la zona de Tenares, en manos de los hermanos Javier, quienes, según la leyenda, defendían el honor de la familia tras el arresto arbitrario de uno de sus hijos por parte de una patrulla militar que, sin respetar que era un niño, lo pusieron a cargar piedras en la construcción del puente de Arroyo Caño.
Finalmente, el merengue Una mañana de abril, una pieza igualmente legendaria también atribuida a Matoncito, que tiene tanta hermosura en sus letras sencillas y en sus melodías que, tóquela quien la toque, siempre fluye bien.
Me enamoré de una india / una mañana de abril /tuve un año padeciendo / pa poderla conseguir. / Me enamoré de una india / india que a mí me gustaba / despertaba a media noche / se reía y me besaba.
Esas piezas forman parte del santuario personal de las cofradías de adoradores del merengue típico, una legión de viejos bailadores que, ya con canas, van de fiesta en fiesta por todo el Cibao marcando el paso al estilo de antes, y para los cuales una pieza de Tatico, del Ciego de Nagua, de Rafelito Román o de la Vieja Fefa es un asunto de honor.
El mejor homenaje en vida a este artista singular (así como a Agapito Pascual y en ellos a toda la música típica) se lo hizo el periodista Huchi Lora –descendiente de Ñico Lora- con Marina, una obra compuesta para merengue que fue interpretada con elegancia y galanura por Johnny Ventura:
“Marina es una mujer / que ella si baila bonito / le gusta el Ciego de Nagua / también le gusta Agapito. / Cuando ella sale a bailar / regresa de madrugada / Si baila con Agapito / y con el ciego de Nagua. / En merengue de salón / Marina baila elegante / pero si oye un acordeón /entonces no hay quien la aguante. / Mirándole los ojitos / a Marina me pregunto / por qué si toca El Cieguito / a mí no me pone asunto. / Cuando a bailar yo la invito / siempre acabo en un fracaso / porque si toca Agapito / ella no me pone caso. / Pero por más que yo insisto / ella prefiere bailar / el merengue del Cieguito o el de Agapito Pascual. / El Cieguito y Agapito /tienen problemas conmigo / pues por culpa de ellos dos / a Marina no consigo. / Y ahora pensando yo / voy a esperar en la esquina / que estén tocando los dos / pa yo llevarme a Marina
Así que el Ciego de Nagua, aquel hombre que afinaba su instrumento con los vientos alisios que pasan por su tierra, se ha ido.
De su estirpe le sobreviven, entre otros, Rafelito Román, a quien, por la dulzura de su acordeón y por sus versátiles dotes musicales, sus colegas llaman “el más completo”; Paquito Bonilla, que reside en una tierra turquesa donde la brisa tiene amores con el mar y donde espera que la historia, de vez en cuando, se acuerde de él; y Fefita la Grande, la mujer que sembró una luz castaña dentro de su acordeón y domó la historia para que abriera puertas y dejara entrar las auroras que faltaban.
Su largo viaje comenzó en uno de estos días terribles, en una patria ajena, lejos de la tierra morena que lo vio nacer. Hace días debió tocar su último merengue y no pudo. Y hoy que se ha ido ha dejado su cosecha esparcida por la brisa.
Con él no solo se ha caído un árbol, un árbol frondoso y lleno de hojas, y un músico distinguido que esculpió su nombre en la porcelana del tiempo y nos hizo recordar nuestras raíces como pueblo. Se ha ido también un pedazo de la historia del merengue, esa música esencial que nos ha dado orgullo a los dominicanos, que nos ha hecho levantar la cabeza cada vez que la escuchamos y que ha impedido que a los hijos de esta hermosa tierra mestiza castigada por la injusticia nos de miedo la noche, a pesar de su oscuridad.