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Santo Domingo, República Dominicana.- A los indios los cristianizaron a sangre y fuego. A Anacaona la ahorcaron; a Caonabo lo secuestraron y murió en el camino del mar cuando lo llevaban encadenado al destierro; a Cotubanamá lo fueron a buscar a Higüey, donde estaba su cacicazgo y donde plantó resistencia a las tropas españolas.
Mayobanex, jefe de los ciguayos, fue arrestado y murió en manos de los españoles. Diego Colón quería que el jefe indígena le entregara a Guarionex, cacique de Maguá, y a su familia, que fueron a refugiarse a su jurisdicción para escapar de la ira genocida de los colonizadores. Pero el cacique se negó y pagó con la vida su dignidad y su lealtad a los suyos.
En las primeras páginas de la novela Enriquillo, Manuel de Jesús Galván refiere la masacre perpetrada por el Gobernador Nicolás de Ovando en el reino de Jaragua en julio de 1503:
“La conquista, poniendo un horrible borrón por punto final a la poética existencia del reino de Jaragua, ha rodeado este nombre de otra especie de aureola siniestra, color de sangre y fuego, algo parecido a los reflejos del carbunclo. Cuando se pregunta cómo concluyeron aquella dicha, aquella paz, aquel paraíso de mansedumbre y de candor; qué fue de aquel régimen patriarcal, de aquella reina adorada de sus súbditos, de aquella mujer extraordinaria, tesoro de hermosura y de gracias, la historia responde con un eco lúgubre, con una relación espantosa, a todas esas preguntas. Perecieron en aciago día, miserablemente abrasados entre las llamas, o al filo de implacables aceros, más de ochenta caciques, los nobles jefes que en las grandes solemnidades asistían al pie del rústico solio de Anacaona; y más tarde ella misma, la encantadora y benéfica reina, después de un proceso inverosímil, absurdo, muere trágicamente en horca infame”.
Pedro Henríquez Ureña, en un texto publicado en la revista Cuba Contemporánea en 1917, escribió: “El contacto con la civilización española les aniquiló: no tuvieron fuerza para resistir, como los indígenas que habitan los continentes. (…). Los que pelearon fueron destrozados, los que cayeron bajo el dominio español perecieron en gran número, agobiados por el trabajo y las epidemias. El último núcleo de rebelión, a cuya cabeza se hallaba el cacique Guarocuya, bautizado con el nombre de Enriquillo, pudo resistir con las armas, y logró obtener el derecho a vivir con relativa autonomía. Poco a poco, este núcleo, y los pequeños grupos subsistentes bajo el dominio español, fueron fundiéndose con la población europea. Al principiar el siglo XIX, probablemente no existía ya en el isla ningún indígena de raza pura”.
Según el historiador Frank Moya Pons (Otras miradas a la historia, 2017), el extermino de los indígenas se produjo en apenas veinte años. “La población nativa de la isla Española decreció de unas 400,000 personas en 1493 a apenas 26,334 en 1514”. Considera que unas “interacciones aniquilantes” la llevaron al colapso y pusieron fin a la sociedad taína en un punto en que se hizo imposible su recuperación demográfica.
“Son bien conocidas las campañas militares de Ovando entre los años de 1503 y 1504 para ampliar el control español sobre el resto de la isla y para dotar de mano de obra indígena a los funcionarios reales. (…) También conocemos como, a medida que la producción de oro fue aumentando, la población aborigen fue disminuyendo”.
Más allá de las matanzas y los trabajos forzados, Moya Pons cita entre las causas de la desaparición de aquella población los estragos de las enfermedades traídas por los españoles. “Investigaciones modernas señalan que las enfermedades fueron la principal causa de la catástrofe demográfica que aniquiló la población aborigen. Además de la viruela, los españoles trajeron a la isla el catarro común, una variedad de la influenza, el sarampión, la varicela y la difteria, así como una nueva cepa de sífilis, distinta a la que existía entre los taínos”.
Refiere también que las mujeres taínas que se embarazaban preferían abortar antes que ver a sus hijos viviendo en la esclavitud. Citando al autor italiano Girolamo Benzoni, autor del libro Historia del Nuevo Mundo, Moya Pons puntualiza: “Las mujeres de manera sistemática cometieron suicidio, practicaron abortos y mataron a sus recién nacidos con sus propias manos para ahorrarles una vida de esclavitud”, dice Moya Pons, (Academia Dominicana de la Historia CIII). (Los últimos taínos. Los taínos en 1492. El debate demográfico),
Observa el investigador que para 1514 la sociedad taína había perdido su capacidad de reproducción. Solo quedaba un niño taíno por cada veinticinco adultos, un claro indicador de que las madres taínas estaban dejando de parir o, simplemente, los infantes no podían sobrevivir a la esclavitud de las encomiendas. En el caso de los naborías, uno de los grupos que componían la población aborigen, la situación era más grave: en una población de 7,016 personas, según Moya Pons, había menos de 50 niños. Y en varias comunidades indígenas grandes localizadas en Higuey no había ningún niño. “En total, el 43 por ciento de las comunidades nativas no tenía ningún niño”.
“La escasez –explica el profesor Moya Pons- no se debía a la mortalidad infantil, sino a la anormal baja fecundidad y fertilidad de las mujeres taínas, quienes al estar sometidas a un régimen de trabajo forzado estaban impedidas de atender a sus hijos y dar a luz normalmente”.
“Tal fue el volumen de muertes que un conteo realizado en 1508 encontró solo 60,000 indios (Las Casas, libro II, capitulo XCII), restantes de una población de cerca de 400,000 habitantes (Moya Pons 1979). Un tercio de un millón de indios desapareció en menos de quince años. Este centro mostraba una inminente crisis de mano. Para solucionarla, Ovando autorizó las cacerías de indios en las Antillas menores, Cuba y las Bahamas. (…) Los aproximadamente 40,000 indios importados de esas islas a la Española, entre 1508 y 1513, no pudieron detener el declive de la población aborigen. Cuando se hizo un nuevo conteo de indios en 1510, solo quedaban 40,000 nativos en la Española. Otro censo realizado en 1511 dio una población india de apenas 33,535 indios (Las Casas 1951, libro III, capitulo XXXVI)”.
Si se hace un cálculo de los datos conocidos del exterminio, los indios desaparecieron a un ritmo de 20 mil personas al año, lo que equivale a más de cincuenta muertos por día.
Girolamo Benzoni, el italiano que viajó al Nuevo Mundo y en 1565 escribió un libro, narró sin media tintas lo que vieron sus ojos: que la Conquista de América no fue más que una campaña de saqueo y exterminio, y que los conquistadores no eran más que espejos de crueldad, seres ferozmente sanguinarios, codiciosos e interesados exclusivamente en enriquecerse.
Esteban Mira Caballos, doctor en Historia de América por la Universidad de Sevilla y autor de más de veinte libros sobre la Conquista del Nuevo Mundo, en su obra El indio antillano: repartimiento, encomienda y esclavitud (1492-1542), opina que la encomienda extremó los abusos y contribuyó en forma decisiva a la extinción de la población. “La encomienda se convirtió en una de las causas más importantes de la extinción del indio antillano, al verse sometido a un trabajo al que no estaba acostumbrado, y además, sin que hubiese una reciprocidad por parte de los españoles que descuidaron, durante el periodo analizado, hasta los elementos más primarios de su propia alimentación”.
“Incluso, -prosigue- la clara actitud permisiva de las autoridades antillanas ante los alquileres y las ventas de indios, afectó muy negativamente a los aborígenes, quedando en la práctica bastante difusa la distinción entre los indios de encomienda –supuestamente libres- y los indios esclavos”.
En una parte de su largo poema Versainograma a Santo Domingo, escrito en Isla Negra, Chile, en febrero de 1966 –y cantado con galanura por los artistas dominicanos Víctor Víctor y Sonia Silvestre- Pablo Neruda, contó en verso la historia de aquel crimen:
Estos conquistadores españoles / que llegaron de España con lo puesto / buscaban oro, y lo buscaban tanto / como si les sirviese de alimento. / enarbolando a Cristo con su cruz / los garrotazos fueron argumentos / tan poderosos que los indios vivos / se convirtieron en cristianos muertos.
El inflexible Ovando
A la última etapa de la vida de los taínos será siempre asociado el nombre de frey Nicolás de Ovando, un hombre de la Reina calificado por Fray Cipriano de Utrera como “el inflexible Ovando”, quien llegó a la Isla Española con una flota de treinta y dos embarcaciones (según dato de los cronistas de Indias) y entre 1,200 y 1,500 colonizadores, y la gobernó de 1502 a 1509.
Según Esteban Mira Caballos, trajo funcionarios reales, médicos, boticarios, artilleros, carpinteros, albañiles, vidrieros, barreros, caleros, cincuenta y nueve bestias de animales, y una legión de sacerdotes, agricultores y artesanos, así como un cargamento de biblias, misales y objetos de plata para los templos.
Según Úrsula Lamb (1914-1996), una profesora de la Universidad de Columbia que escribió una gentil biografía del Gobernador, “con la llegada de la flota de 1502 llegaba un trozo de España listo para ser instalado”.
Miembro de la Orden de Alcántara, Ovando fue designado por la Corona, con los auspicios de la Reina Isabel la Católica, el 3 de septiembre de 1501 para desarrollar el modelo colonial y las estructuras políticas, sociales, religiosas y administrativas de la colonia –lo cual hizo sin miramientos-. Fue él quien ordenó quemar vivos a 84 caciques con sus mujeres e hijos, mientras éstos lo agasajaban con una ritual ceremonia de paz en Jaragua, el reino de la cacica Anacaona, un domingo de julio de 1503. Fue un asesinato planificado con frialdad por un militar de la peor calaña, que con lo despiadado de su comportamiento frente a los indios, demostró no tener un ápice de honor guerrero ni compasión, un hombre sin escrúpulos y sin ningún respeto por la vida humana.
Anacaona era la cacica de la paz. Había heredado el trono de Jaragua tras la muerte de su hermano Bohechío (Behechío) y nunca había levantado las armas contra los conquistadores. Y aun así, allá fue el Gobernador a buscarla para asesinarla y masacrar a su pueblo.
El español Francisco José Orellana (1820-1891), en un libro escrito entre la ficción y la realidad, Flor de Oro: (Anacaona, reina de Jaragua), (Colección Bibliófilos 2000), la definió como “la bondadosa, la noble Anacaona, la fiel amiga de los españoles”, y Úrsula Lamb afirma que “Anacaona trataba ahora de mantener la paz con los españoles por todos los medios a su alcance. Hizo cuanto pudo por ganarse la amistad de los invasores y proveía a todas las necesidades de estos con tal gentileza y magnanimidad que le valió ser elogiada por los cronistas españoles como el jefe de la sociedad nativa más civilizada de la isla”.
Por más diferencias que haya entre unos autores y otros, y entre unos testigos y otros, todos –desde Bartolomé de las Casas y demás Cronistas de Indias hasta Manuel de Jesús Galván, pasando por Francisco José Orellana, Úrsula Lamb, Frank Moya Pons, Esteban Mira Caballos y otros- coinciden en que fue Nicolás de Ovando el que dispuso personalmente y ejecutó el asesinato masivo de Jaragua, y en que lo hizo de manera fría y premeditada, una acción militar bien pensada y bien calculada: una carnicería.
Esta es la versión de Orellana:
“Llegado el día de la gran fiesta, la casa de Anacaona se llenó de sus parientes y amigos: ochenta y cuatro caciques de aquella y otras comarcas se hallaban allí reunidos, y en la plaza formaban círculo gran multitud de indios de diferentes sexos y edades. (…) Ovando mismo se entretuvo jugando al herrón con sus oficiales, y habiéndose retirado a un lugar visible, dispuesto expresamente, aguardó que la caballería entrase a ejecutar sus evoluciones. Entones se llevó la mano al collar que le pendía sobre el pecho, y al momento sonó un clarín de guerra: esta fue la señal de una horrible tragedia. La infantería se desplegó en dos alas y cercó la casa de Anacaona, impidiendo la salida de cuantos había dentro, y la caballería se precipitó sobre el pueblo indefenso, haciendo en él una espantosa carnicería”.
“Imposible sería describir aquella espantosa escena: hombres, mujeres y débiles niños, atropellados por los caballos en vano, buscaban su salvación en la fuga: las agudas lanzas y las cortantes espadas se cebaban en sus cuerpos desunidos; y los gritos de horror de las madres y el llanto de los hijos se mezclaban con los tristes ayes de los moribundos”.
“Entretanto, los agentes de Ovando, o por mejor decir, de su feroz satélite, cerradas las salidas, ataban a los caciques a los postes de la casa, o les agarrotaban los brazos, y dándoles cruel tormento, permaneció en el mirador contemplando la desgarradora escena de la plaza, y con los brazos extendidos hacia Ovando le gritaba pidiéndoles cuenta de aquella injustificable crueldad. Conducida a la presencia de Ovando, solo pudo decir con grave acento:
-Que mal te hice para que así me maltrates? ¿Y si acaso te ofendí, por qué castigas a todo un pueblo inocente?”.
La llegada de Ovando a La Española, dice el doctor Esteban Mira Caballos, supuso la aniquilación de toda esperanza de supervivencia para los taínos. “Su éxito como poblador y colonizador tuvo un altísimo e irreversible coste: la rápida aniquilación de la población aborigen que, en poco más de dos décadas, entró prácticamente en vías de extinción. Y ello, más bien, debido a las enfermedades, a la extenuación laboral y a la desnutrición que a las guerras”.
Y concluye: “Conviene también recordar que el extremeño fue un hombre de su tiempo que se comportó de la manera que todos esperaban que se comportase. Además, cumplía órdenes estrictas y muy claras: debía someter cualquier insurgencia y dar viabilidad a la colonia. Era un soldado de la reina, un hombre leal que sabía bien que su único objetivo debía ser cumplir con lo que se esperaba de él, a cualquier precio. ¿Qué otra cosa podía hacer?, ¿debía perder la guerra?, ¿debía fracasar en sus objetivos y dar por perdida la colonia?, ¿debía defraudar a los Reyes Católicos? Pues no; se comportó como un fiel e incorruptible servidor de los intereses de la Corona y de la Iglesia. En el servicio de la Reina y de Dios empleó todas sus energías. Un pensamiento y una forma de actuar que resultan más o menos éticos si lo contextualizamos en la época que le tocó vivir”.
La historiadora, musicóloga y folclorista dominicana Flérida Nolasco (1891-1976), en el libro Clamor de justicia en la Española (Colección Bibliófilos-Banreservas, volumen IV, 2008) refiere que los métodos de pacificación de Ovando solían terminar en muertes colectivas. Y lo define: “Gobernador implacable que fundaba pueblos y aniquilaba indios, seguirá adelante en su dureza de corazón y su frialdad de alma”.
Ovando, para los españoles y sus historiadores, es el gran héroe de la gesta colonizadora, el hombre de hierro que construyó la ciudad que necesitaban los vencedores y levantó las iglesias para alojar el nuevo dios que traían de la lejanía. Pero para los habitantes de Quisqueya y sus descendientes, Nicolás de Ovando es el “oscuro gobernador de Alcántara”, el hombre que asesinó a mansalva a los indios en Jaragua y otros lugares, el gran señor de los invasores que mandó a ahorcar, en nombre de su religión, a una mujer indefensa que, según los reportes de la época, le tendió la mano en son de paz.
A ese hombre, que lleva en su historia la marca de la sangre que hizo derramar, en la República Dominicana se le ha hecho más fiesta y homenaje, se le han concedido más lauros, y se le han construido más estatuas, parques, avenidas y monumentos que los que le han hecho en su propia tierra.
Cuando las élites dominicanas escribieron la historia y repartieron a su antojo las glorias del pasado, le dieron a Ovando más exaltaciones que las que le correspondían.
La cultura arrasada
El proceso de conquista y colonización en La Española y otras islas de las Antillas Mayores terminó arrasando la cultura aborigen. A la isla de Quisqueya le robaron hasta el nombre. Todo lo que habían construido los taínos en la suma de sus días, generación tras generación, desapareció bajo la arrogancia del imperio. Se esfumaron, bajo el perpetuo silencio de las estrellas, y fueron los mismos vencedores y sus continuadores los que terminaron contando su historia.
Tras su extinción, se perdió la sabiduría ancestral de aquella raza y se esfumaron las manifestaciones de su cultura. En su libro Taínos y Caribes. Las culturas aborígenes antillanas, Sebastián Robiou Lamarche, investigador del Centro de Estudios Avanzados del Caribe, dice:
“La evidencia documental demuestra que en las Antillas Mayores antes de terminarse el siglo 16, el taíno, como pueblo, sustancialmente había desaparecido junto con los principales rasgos de su cultura: la religión y la lengua”.
Junto a sus enfermedades, los conquistadores trajeron de los mares lejanos un nuevo dios, pero el dios de la lejanía no podía convivir con el dios de los taínos. Y fue así como arrasaron sus mitos y leyendas; arrasaron sus maneras de mirar el mundo, su cosmología y la mirada que tenían sobre los cielos, los astros, los vientos, las lluvias, las estaciones, las noches y los días; y arrasaron también sus manifestaciones artísticas, su cultura agrícola y la morada de sus ancestros.
Los aborígenes no tuvieron fuerza para evitar la desgracia que se les vino encima. Asistieron al ocaso de su mundo y no pudieron hacer nada. Según Robiou Lamarche, los taínos de la Española fueron los primeros en sufrir los sistemas de explotación sucesivamente impuestos por el colonizador, a través de la factoría, el tributo y la esclavizante encomienda. “Puede decirse que la Española fue el terreno donde España ensayó durante quince años la conquista y colonización del resto de América”.
Siendo Nicolás de Ovando, al decir del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, “muy devoto y gran cristiano, y muy limosnero y piadoso con los pobres”, a los indios los mataron en nombre de Dios. La matanza de Jaragua comenzó con una cruz, como una metáfora de los tiempos que corrían y como una imagen emblemática de la unión de la espada y la cruz, asidas para suplantar por la fuerza un mundo por otro. La señal convenida por Ovando con sus hombres fue tocar un crucifijo que llevaba en el pecho para empezar los asesinatos de los indios. Y así se hizo.
El padre Bartolomé de las Casas, fraile dominico que se decía defensor español de los indios, en el tomo II de su Historia de las Indias, describió con detalles lo que ocurrió en las tierras de Jaragua aquel domingo de julio de 1503 que cambió la historia de Quisqueya:
“Comienzan a dar gritos, Anacaona y todos a llorar, diciendo que por qué causan tanto mal; los españoles se dan prisa en maniatarlos; sacan sola a Anacaona maniatada; ponen a la puerta del caney o casa grande gentes armadas, que no salga nadie; pegan fuego, arde la casa, se queman vivos los señores y reyes en sus tierras, desdichados, hasta quedar todos con la paja y la madera hechos brasa”.
“Fueron grandes los estragos y crueldades que en hombres, viejos y niños inocentes hicieron y el número de gentes que mataron; y acaecía que algunos españoles, o por piedad o por codicia, tomaban algunos niños y muchachos para escallos y que no los matase, y poníanlos a las ancas de los caballos, venía otro por detrás y pasábalo con una lanza. Otro, si deseaba el muchacho en el suelo, aunque lo tuviese otro por las manos, le cortaba las piernas con la espada; a la reina y señora Anacaona, (…) la ahorcaron”.
Nicolás de Ovando llevó a la horca a la cacica Anacaona y lo único que lamentó fue que ésta murió sin ser bautizada.
Y fue así cómo los indios vivos se convirtieron en cristianos muertos.
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