Santo Domingo, República Dominicana.- Iba camino a la gloria y se detuvo allí, en la ciudad de los bellos atardeceres. Máximo Gómez, general de generales, lo estaba esperando para firmar el Manifiesto de Montecristi y ambos se fueron juntos a hacer la historia. Tres veces estuvo en el lugar, incluyendo aquellos últimos días –inolvidables, decisivos, eternos- en que salió a hacer la revolución en su país y se encontró con su destino en Dos Ríos, Cuba
Dice Pedro Carreras Aguilera, historiador y cronista de la Línea Noroeste, que fue la noche del 3 de junio de 1893, en su segundo viaje, cuando el Apóstol de la Libertad de Cuba bailó el merengue Juangomero con una muchacha del lugar.
“Llegó y esa misma noche se improvisó una fiesta en el hotel Estrella, de la ciudad de Guayubín, con un sabroso perico ripiao”, precisa el investigador.
La fiesta fue amenizada por el conjunto de los hermanos Novo, que tocó el histórico merengue Juangomero y ahí mismo el prócer cubano se fajó a bailar. “Cuando el noble cubano lo oyó –narra el historiador-pidió que lo repitieran varias veces y, bajo el influjo del acordeón, acomodó su intelecto al pueblo, para, en brazos de una joven de apellido Grullón, bailar el sugerente ritmo.”Cuentan que la pareja de baile de Martí era una de tres hermanas que, por su belleza indiscutible, eran la sensación del lugar.
En esa fiesta, según Carreras Aguilera, las hermanas Vidal Torres, representando a las muchachas del pueblo, le entregaron una bandera cubana que ellas mismas habían bordado.
El historiador plasmó sus indagaciones en el libro Una centuria tocando acordeón: De Ñico Lora a Tatico Henríquez, Premio de Ensayo Pedro Francisco Bonó 2011.
El merengue Juangomero
Cuando el Juangomero irrumpió en la fiesta de Martí, ya tenía toda una historia en la región.
Luis Manuel Brito Ureña, en su libro El merengue y la realidad existencial de los dominicanos, establece en 1850 el nacimiento de esa pieza, pero Rafael Chaljub Mejía opina que “no sería prudente ponerle fecha precisa al nacimiento del Juangomero, porque las cosas del folklor no son tan rígidas. Y si eso ocurre con una composición en particular, más difícil aun sería ponerle fecha de nacimiento al merengue como tal (Por los caminos del merengue. Fundación V República 2010).”
Enrique de Marchena, citado por el investigador Pedro Carreras Aguilera, asegura que la primera transcripción del Juangomero al pentagrama la hizo en el año 1854 Juan Bautista Alfonseca (1810-1875), coronel de la Primera República a quien se atribuye la formación y dirección de la primera banda de música militar y la musicalización del primer Himno Nacional escrito por Félix María del Monte, y que según algunos historiadores fue el primero que sonó, a ritmo de mangulina, en los campos de batalla donde se debatía la Independencia Nacional.
Considerado el Padre de la Música Dominicana, Alfonseca nacionalizó la música y le dio forma a los ritmos autóctonos, convirtiéndolos en una herramienta esencial en la cultura popular y nacional.
Hace tiempo el poeta Ramón Emilio Jiménez aseguró que el Juangomero era una pieza de “un acordeonista desconocido” y atribuyó su nacimiento a un episodio en que un hombre visitó el poblado noroestano Juan Gómez, de Guayubín, y al galantear a una muchacha del lugar, recibió como respuesta una burla de ella y de otras jóvenes que la acompañaban.
Paul Austerlitz es un finlandés criado en Nueva York, toca saxo tenor y clarinete bajo, ha hecho fusiones de jazz y otros ritmos, entre ellos el merengue, el priprí y los palos, y para completar, es doctor y un etnomusicólogo de vanguardia. Y un día vino a la República Dominicana y se enamoró de las notas del merengue. Tanto le encandiló la música dominicana que una tarde de abril, en el corazón de la ciudad de Santiago de los Caballeros, la vieja capital del merengue, en el Primer Congreso Música, Identidad y Cultura realizado en el Centro León en 2005, proclamó: “El merengue es una bendición”.
En su acercamiento a la música de República Dominicana, Austerlitz escribió un libro y lo tituló Merengue. Música e identidad dominicana (Ediciones Secretaría de Estado de Cultura, 2007).
En ese libro contó que el Juangomero fue recogido por el maestro Juan Francisco García –el olvidado Pancho García- y ubicó su nacimiento en mitad del siglo XIX.Y según él, quien llevó al pentagrama los primeros merengues fue, precisamente, García, a quien Rufino Martínez, en su Diccionario histórico-biográfico dominicano 1821-1930, califica como “un músico santiagués de superior calidad”.
“García y la mayoría de sus colegas trabajaban en el ámbito de la música culta, pero el Juangomero se convirtió en el clásico de una moda de merengue que barrió los salones de baile del Cibao.”
Y añade: “Como los primeros acordeones no podían tocar claves menores, el merengue de acordeón estaba necesariamente en tono mayor. Los merengues de fecha anterior a la adopción del acordeón, sin embargo, estaban tanto en mayor como en menor. Por esta razón, el tema en tonalidad menor recogido por Juan Francisco García probablemente data de mediados del siglo XIX.”
Tommy García, director del Museo de la Música Dominicana, afirma que fue Ñico Lora, el gran acordeonista de principios del siglo XX, quien le puso la música al Juangomero.
Darío Tejeda expresa que el Juangomero es el prototipo del merengue liniero, una forma acompasada y lenta de ese ritmo, que no nació en los días de la intervención militar norteamericana de 1916 –como han dicho algunos historiadores-, cuando por ciertas circunstancias de la época se llamó pambiche, sino en la segunda mitad del siglo XIX (La pasión danzaría. Academia de Ciencias de la República Dominicana 2002).
Lo que le contaron a Rafael
Rafael Chaljub Mejía se encontró una vez en La Penda, La Vega, con los hijos de un hombre de la Línea Noroeste, acordeonista de la vieja guardia y amigo de Ñico Lora. Y le contaron esta historia, que él contó en su libro Por los caminos del merengue:
“Su padre y tronco de la familia fue Baudilio Grullón, nativo de la comunidad fronteriza de Cañongo, entonces jurisdicción de Montecristi. Papá Baudilio vino al mundo en 1854, diez años después de haber nacido la república.”
“En la conversación –acota Chaljub Mejía- surge la anécdota siguiente: En una ocasión andaba Baudilio en su montura y al pasar por Juan Gómez se acercó a un grupo de muchachas que machacaban vainas de cañafístula mansa, para chuparle la miel que envuelve la semilla de ese fruto. Trató de piropearlas y lo recibieron con burlas. Pero no se desanimó por el rechazo inicial y, en cambio, visitó nuevamente el lugar, se enamoró con pasión de una de las muchachas de Juan Gómez, que se llamaba Dolores Pérez; le decían Lola y era la del merengue Juangomero.”
“Consigno el relato –prosigue el investigador-, que concuerda en parte con el que recoge Ramón EmilioJiménez, con el mérito de que en la historia de estos hermanos, el acordeonista anónimo al que Jiménez alude, tiene nombre: Baudilio Grullón, y Lola, apodo de mujer que se menciona en todas las versiones del histórico merengue, queda identificada como Dolores Pérez, esposa que fue de Baudilio Grullón.”
“Al concluir la conversación, los dos hermanos son categóricos. Queremos hacer saber que el autor, tanto de la letra como de la música del Juangomero fue nuestro padre, afirman ambos.” De esta manera, zanja Rafael Chaljub Mejía el diferendo.
Chaljub Mejía considera que es improbable que el Juangomero sea el más viejo de todos los merengues. “Un historiador copia al otro y el error se llega a consagrar como verdad. Se hacen afirmaciones comprometedoras, pero jamás se presentan pruebas documentales ni testimoniales al respecto, salvo el caso del escritor Ramón Emilio Jiménez, quien en su obra Música y folklore habla, no de la fecha de nacimiento del merengue, sino del origen del Juangomero.”·
El merengue Juangomero, como se evidencia en las fisuras de los distintos historiadores y musicólogos, tiene una historia sinuosa y contradictoria. Y hoy, a unos 170 años de su posible aparición, se discute aun su autoría y fecha de nacimiento.
El Juangomero cae en la categoría referida por Bernarda Jorge, musicóloga de mirada larga y detallista, del merengue de “carácter trivial, picaresco y hasta subido de tono.”
Entre las muchas historias que recabó el historiador Pedro Carreras Aguilera en su región, encontró la que una vez contó Ramón Antonio Genao, Inspector del Distrito Escolar No. 34, de Dajabón, en un informe hecho el 18 de febrero de 1922, a requerimiento de sus superiores de la Superintendencia General de Educación, dirigida por Julio Ortega Frier:
“El Juangomero es un merengue tradicional y famoso entre nosotros, que se toca al rayar el alba para terminar la fiesta. Su nombre deriva de Juan Gómez, nombre de una sección del municipio Guayubín.”
Papito Rivera, en Costumbres nacionales. Cuadernos Dominicanos de Cultura, referido por Carreras Aguilera, explica que el Juangomero tiene un ritmo distinto, ya que es asentado, para mejor decir apambichao. Esto puede comprobarse en los alrededores de Guayubín, Guayacanes y Laguna Salada.”
Y añade: “Se ha dado el caso de que por asunto de gusto personal, el tamborero crea un ritmo propio que en parte se aprecia entre el del merengue y el del Juangomero”.
“El merengue Juangomero es de por sí el ritmo de todo el noroeste, tan famoso que muchos lo confunden con un estilo de baile; posee más que linaje histórico”, dice Carreras Aguilera.
Lo que queda claro es que el Juangomero, un clásico de la música popular dominicana que aún mantiene su fuerza y su vitalidad, y frente al que ningún dominicano queda impasible cuando suena, está situado en la primera línea de la prehistoria musical dominicana y está asociado al alba de la música de la república.
Ese, precisamente, el Juangomero, fue el merengue que puso a bailar a José Martí hace 166 años en el histórico Guayubín, en su segundo viaje a la República Dominicana.
La música de la república
Para esa época, dice Bernarda Jorge, el merengue mantenía una fuerte tradición oral y tenía una clara vocación nacionalista y, junto a la mangulina, era una de las especies musicales más difundidas. “Los compositores –añade Jorge en su libro La música dominicana. Siglos XIX-XX– escribían estas piezas en número cada vez mayor, en evidente manifestación de aprecio hacia los valores que encerraba la música de raíz popular-nacional. Es el caso de Juan Bautista Alfonseca.”
Otro ritmo que sonaba en esos días, especialmente en la región sur, era el carabiné, que nació en el campamento militar de Jean-Jacques Dessalines en una de sus irrupciones a la parte oriental de la isla, según escribió S. Rouriez en su Dictionaire geografhique et administratif universal d Haití, citado por Bernarda Jorge y por Mariano Lebrón Saviñón (Historia de la cultura dominicana. Ediciones Banreservas 2016)Ese género debe su nombre a aquellos soldados haitianos que tocaban y danzaban con su carabina al hombro.
“Hasta entonces-observa la investigadora- lo común en los salones eran los valses ygalops, las mazurcas y polkas y otros géneros de ascendencia europea. Pero, de repente, en el marco de ese estado nuevo de la conciencia nacional en que todo lo propio quiere verse representado y estimado, el salón de baile se inunda de una música que hasta entonces solo circulaba entre el ambiente campesino y los de segunda”. Era que estaba naciendo la música de la república.
Con el paso del tiempo y el desarrollo del género, el Juangomero adquirió carta de ciudadanía en todos lados, y Bernarda Jorge afirma que en los inicios de la década de 1920, ya era un “merengue tradicional y famoso.”
“De manera que estamos –puntualizó Pedro Carreras Aguilera- frente a uno de los merengues más viejos del país, y por demás una pieza que superó con éxito la transición de las cuerdas al acordeón y que se instaló triunfalmente en los repertorios de las principales orquestas nacionales.”
Novela con un merengue de fondo
Miguel Ángel Jiménez era un escritor que sabía contar. Tenía madera de prosista y sabía captar el lenguaje de la calle y el espíritu del campo y especialmente las maneras cibaeñas. Pero tenía un problema que lo sacó de las listas de la posteridad: era trujillista. Y un día escribió un libro y lo llamó Merengue (Imp. La Información, Santiago de los Caballeros, 1957). Contaba una historia de amor tardío y de venganza, una historia de sangre ambientada en la segunda mitad del siglo XIX, en los días que siguieron a la Guerra de los Seis años que le hicieron los patriotas dominicanos al Presidente más vende patria, más antinacional y más obsesionado con el poder de toda la historia republicana: Buenaventura Báez.
Y en ella habla, en clave de ficción y entre descripciones y diálogos de sus personajes, de los inicios del merengue como ritmo popular y refiere una época en que esa música se empezaba a escuchar:
-Esa música nueva, le expresó Cuta a José Julio, es pegajosa y agradable como el dulce que llaman merengue. Así es como debe llamarse: merengue.
-¡Venga otra vez esa música! ¡Que suene el acordeón!, reclamó uno de los festejantes.
Y más adelante, está este otro diálogo entre personajes del libro:
-¡Todavía no lo hago bien, pero te aseguro que yo seré el mejor tocador de merengue!¡Que así se tiene que llamar!
-Es fácil, afirmó el compositor y musitó con cariño: ¡merengue!
En el tramo final de la historia, el autor pone en las últimas ensoñaciones del protagonista –llamado José Julio- las siguientes palabras:
En la fiebre que lo atormentaba oía voces de protesta contra él merengue. Pero después veía cientos de acordeones que llegaban hasta él, tocados por manos nerviosas de entusiasmo.
-¡Si, son mis instrumentos!¿Pero de dónde vienen?…
Los acordeones, las tamboras, las güiras, solo surgían de los cantones, entre los fusiles y las cartucheras de los soldados.
¡Y del bullicio de las galleras!
¡De los callejones!
De los “bojíos”…
Ya no rechazaban su música, pero sus notas sonaban a guerra fratricida, a rebelión, a tumulto; y él no deseaba que fuera así.
Se calmó, un rato, pero después exclamó como un triunfo, tan excitado como antes:
-¡Ahora sí! ¡Es mi música!¡Y cuántos instrumentos!¡Y caminos!¡Y ciudades!¡Campos!¡Mis acordeones! Ni “azules” ni “rojos”; ¡la Patria!…
Para el venidero 30 de marzo voy yo a hacer un merengue con una letra que diga cómo nos quitamos de encima a los haitianos.
-¡Muy bien!
-¡A bailar! ¡Música!
Y más adelante, así prosigue el libro de Jiménez:
Era la apoteosis de aquellas notas que habían nacido de su corazón y del alma de otros artistas como él.
¡Las notas salían de aquí y allá, y eran amor, trabajo, paz, vida!
-¡Mis acordeones! ¡Muchas cosas grandes!¡El país!¡La Virgen de la Altagracia! ¡Siembras!
Se estaba muriendo el padre del merengue, un músico del pueblo, el autor anónimo…
El libro de Miguel Ángel Jiménez termina con una triple exclamación sobre el género musical que tomaba cuerpo en esos días:
-Brunilda: ¡nuestra música!¡La oigo en todas partes!¡Merengue!¡Merengue!¡Merengue!
Los Diarios de Martí
Se levantaba con el canto de los gallos y se iba a recorrer los caminos. Dicen que los vientos del norte lo veían pasar y sonreían.Fue a Santiago, a La Vega, a Esperanza, a Dajabón, a Guayubín. Fue a todos lados y en cada uno quedó extasiado con la campiña cibaeña, con los amaneceres, con los ríos que encontraba en su camino. Caminando de un lugar a otro, miró siempre muy adentro.
“De la Esperanza-escribió el 14 de febrero de 1895-, a marcha y galope, con pocos descansos, llegamos a Santiago en cinco horas. El camino es ya sombra. Los árboles son altos. A la izquierda, por el palmar frondoso, se le sigue el cauce al Yaque. Hacen arcos, de un borde a otro, las ceibas potentes. Una, de la raíz al ramaje, está punteada de balas. A vislumbres se ve la vega, como chispazo o tentación de serena hermosura, y a lo lejos el azul de los montes. De lo alto de un repecho, ya al llegar a la ciudad, se vuelven los ojos, y se ve el valle espeso, y el camino que a lo hondo se escurre, a dar ancho a la vega, y el montío leve al fondo, y el copioso verdor que luengo hilo marca el curso del Yaque. (Diario. De Montecristi a Cabo Haitiano. José Martí. Obras Completas, Tomo 19, pág. 189. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975).”
Y un día después, ya en la ciudad de Santiago, “trabajadora y épica”, como la definió: ”El sol enciende el cielo, por sobre el monte oscuro. Corre ancho y claro el Yaque”(Ob. Cit., pág. 191.).”
Y el día 16 de ese mismo mes, desde el asombro de las veredas, apuntó: “Nos rompió el día, de Santiago de los Caballeros a la Vega, y era un bien de alma, suave y profundo, aquella claridad. A la vaga luz, de un lado y otro del ancho camino, era toda la naturaleza americana: más gallardo pisaban los caballos en aquella campiña floreciente, corsada de montes a lo lejos, donde el mango frondoso tiene al pie la espesa caña: el mango estaba en flor y el naranjo, maduro, y una palma caída, con la mucha raíz de hilo que la prende aun a la tierra, y el coco, corvo del peso, de penacho áspero, y el seibo, que en el alto cielo abre los fuertes brazos, y la palma real. El tabaco se sale por una cerca, y a un arroyo se asoman caimitos y guanábanos. De autoridad y fe se va llenando el pecho.”(José Martí, Ob. Cit., pág. 192).
Aquellos atardeceres únicos que sabe lucir el noroeste lo impresionaron profundamente. El primero de marzo, desde un lugar donde termina una patria y empieza otra, plasmó Martí en su Diario: “Salimos de Dajabón, del triste Dajabón, último pueblo dominicano que guarda por el norte la frontera. (…) Se pasa el río Masacre, y la tierra florece.”(José Martí, Ob. Cit., pág. 195).
En todo se fijó Martí en sus recorridos por tierras dominicanas. Hasta en los geranios y los jazmines y las rosas que llevaban las muchachas para lucir su belleza:
“…Y Joaquina, que rebosa de sus dieciocho años, sale del umbral, con su túbano encendido entre dos dedos y la cabeza cubierta de flores. Por la frente le cae un clavel, y una rosa le asoma por la oreja: sobre el cerquillo tiene un mono de jazmines: de geranios tiene un bazo a la nuca, y de la flor morada del guayacán. La hermana está a su lado, con su penacho de rosas amarillas en la cabellera, cogida como tiesto, y bajo la fina ceja, los dos ojos verdes. Nos apeamos, y se ve la mesa, en un codo de la sala, ahogada de flores: en vasos y tazas, en botellas y fuentes; y a lo alto, como orlando un santo, en dos pomos de aceitunas, dos lenguas de vaca, de un verde espeso y largo, con cortes acá y allá, y en cada uno, un geranio.”(José Martí, Ob. Cit., pág. 194).
El Diario de José Martí, considerado por Andrés L. Mateo, Celsa Albert y otros intelectuales dominicanos como un valioso levantamiento de información antropológica sobre la cultura dominicana, es un derroche de belleza, un documento que contiene en cada línea la poética de los caminos.
En uno de sus viajes a Santo Domingo, el escritor cubano Eduardo Heras León hizo una sentida exaltación de esos Diarios. “Yo pienso que la prosa de Martí se fue estilizando y llega al colmo y al punto álgido, máximo, en los Diarios de campaña. Yo creo que es la quinta esencia del idioma. Sencillamente son una maravilla, tal vez, incluso, obligado por las circunstancias de tener que escribir breve, sintético. Pero la descripción del campo cubano por la noche que Martí propone en ese Diario de campaña es sencillamente genial.”(Entrevista con VM).
Tres veces estuvo el prócer cubano en la República Dominicana. En 1892, 1893 y 1895. Vino como delegado del Partido Revolucionario Cubano a recabar apoyo para la causa anticolonialista y a coordinar acciones con el general Máximo Gómez, que nació en Baní y se fue a vivir a Montecristi. Y al final firmaron el Manifiesto de Montecristi, el histórico documento que proclamó a los cuatro vientos los objetivos de esa lucha.
Un poeta metido a libertador
José Martí era un poeta metido a libertador, un prometido del futuro. Se dejaba llevar por la brisa y por la historia, y la Independencia de Cuba era su religión. Las brisas se echaban a llorar, y a veces llovía. Y Martí miraba la lluvia, y esperaba. Hasta que un día dijo ¡Libertad! y todos los caminos se le abrieron, y, con la luz de mayo pisándole los talones, cruzó los manglares del noroeste y se fue a encontrar con su destino. Dicen que a su paso todos los vientos se reunieron a mirarlo. Dicen también que los mares se abrieron para dejarlo pasar.
Su tierra estaba humillada por el dominio español, que en ese tiempo era la ley y no respetaba fronteras, y todas las trompetas llamaron a degüello. Y él, que era hombre de paz y que llevaba encima las prisas de la historia, se fue a su tierra en son de guerra y, entre gritos de ¡Viva la Revolución!, cayó abatido el 19 de mayo de 1895 a la una de la tarde en Dos Ríos,un lugar situado en el hoy municipio Jiguaní, provincia Granma, entre los ríos Baire y Maestre.
Un día antes de su muerte, cuando las brisas se les escondían a las tardes de mayo, escribió su última carta, fechada en el campamento de Dos Ríos. Estaba dirigida a su amigo Manuel Mercado y en ella decía:
“No se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones.”(Epistolario. José Martí Obras Completas. Tomo 4, pag. 161. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.)
Pedro Henríquez Ureña dijo de él:
“Martí sacrificó al escritor que había en él –no lo hay con mayor don natural en toda la historia de nuestro idioma- al amor y al deber.”
Y Max Henríquez Ureña:
“Martí dijo que la libertad americana era un poema comenzado en 1810, cuya última estrofa había de ser la Independencia de Cuba.”
Y Máximo Gómez, general de todas las batallas:
“Yo no he conocido a otro igual en más de treinta años que me encuentro al lado de los cubanos en su lucha por la independencia. Martí fue cariñosamente admirado en la tribuna, desde donde flageló siempre a la tiranía y se hizo amar del pueblo cuyos derechos defendía con tesón incansable. (…) Predicó la escuela, como la panacea que curará todos nuestros males. Siempre fue Martí altivo y rebelde contra todas las tiranías y usurpaciones.”
José Martí, poeta indómito que se le metió en el medio a la historia, dio su vida por la libertad, y su palabra y su acción alumbraron una patria.
Dicen que el día que murió hasta los vientos se pusieron a llorar.