La Habana. El turista ya tenía rato pateando La Habana. En la mano derecha cargaba su celular para registrar ese particular universo tropical y revolucionario. Fotos a todo y todos. Llevárselo todo a golpe de fotos y videos. Una ciudad congelada en el tiempo merece ser registrada sin dejar nada, por más nimio que sea.
Caminó bajo un sol que disparaba flechas de fuego sobre su cabeza cubierta por una gorra descolorida de las Águilas Cibaeñas. Todo a su alrededor le parecía altanero y extraño. Hasta los gestos de las personas.
Le llamó la atención la manera como lo miraban cuando preguntaba una dirección. Alguien de la nada le dijo Pa lo que sea, pa lo que sea Fidel. No hizo caso y siguió su ruta. Total.
Sintió un gran peso sobre su cabeza no solo por el calor sino por las señales emocionales que la ciudad le ofrecía a cada paso. Señales que no lograba descifrar pese a tener tres días de estancia en el antiguo esplendor ya lejano de la “Paris del Caribe”.
Esa mañana salió de su habitación alquilada a 30 euros la noche en El Vedado. Caminó toda una avenida cuyo nombre no recordaba ante la urgencia de beber algún líquido que calmara su fuego interior.
Lo único que sabía el aguilucho turista es que la sed lo consumía y que ahora luego de recorrer La Habana Vieja, se acercaba al Palacio de la Revolución, ese museo de las vetustas heroicidades ocurridas cuando él todavía no había nacido. Recorrer salas de ilustres muertos armados no le interesó. Lo suyo era el trago y la langosta al mediodía en la plaza situada frente a la catedral, disfrutar las noches rumberas y sórdidas en el malecón y pasar dos días en algún hotelito en Varadero -playa y ron- y, claro, ver lo que se mueve con aquella muchacha que le sonrió varias veces en la calle Obispo y que le garantizó una noche de placer siempre y cuando sea discreto. Papi, a mi no me dejan andar con extranjeros.
Pero ahora tiene sed y el que tiene sed busca el agua. Un lugar común nunca mejor dicho. ¡Bingo! Casi al lado del museo revolucionario se topó con una pequeña cafetería que prometía una botellita de agua y algo más.
Solo caminó tres pasos dentro del local cuando los dedos de un niño de cinco años se colgaron de su mano izquierda ¡Oh y este muchachito de dónde salió!
Como un fantasma que camina en el aire apareció la madre del niño y de inmediato sin que nadie la autorizara le ordenó a la dependiente de la cafetería un paquete de sobres de leche.
-Y usted caballero de dónde es. Cubano no es. ¿Palestino?
-No, yo soy dominicano, responde el turista perplejo ante el atrevimiento de esta amante platónica de Ventura que todavía tiene la cachaza de no pedir de por favor que le compre leche a su nene.
– ¡Dominicano! ¿de la tierra del compañero Johnny Ventura? Asere, las cubanas de mi edad amamos a Johnny por su música y el filin. Qué negroooooooo, asere
– Sí, soy dominicano, responde el turista aguilucho entre aturdido y molesto. Se percata de que la dependienta ya está empacando los sobres de leche, unos veinte o veinticinco. Piensa que los lácteos son para alimentar al niño de los dedos tiernos que hace un rato lo miró desde su estatura con carita de no saber qué estaba pasando con su madre.
-¡Mónica, el caballero aquí pagará los sobres de leche!-ordenó la señora, toda vestida blanco igual que el turbante que envuelve su cabeza, y empezó a cantar Patacón Pisao, del Caballo Mayor mientras bailaba frenéticamente frente al mostrador.
El dominicano detrás de ella la miraba con una sonrisa agria y rígida. El niño esta vez agarraba la mano derecha de su madre cuando la euforia descendía de nivel.
La del turbante tomó la bolsa con el alimento y desapareció con su hijo por donde mismo había venido. Ni gracias ni hasta luego ni que pases unas felices vacaciones en Cuba. Nada. La señora se esfumó casi arrastrando al niño. El resto de los clientes siguió en lo suyo. A nadie le importó, se hicieron los locos o no se dieron cuenta de la escena. Quién sabe.
-Por favor, una botellita de agua y me cobra los sobres de leche.
-Compañero, todo le cuesta 32 CUC.
-¡¿Cómooooo?!…