Resulta un contrasentido que mucho antes o en el momento mismo en que el Almirante Cristóbal Colón pisara tierra en Guanahani, 12 de octubre de 1492, historiadores bauticen, retroactivamente, los territorios del llamado Nuevo Mundo con la expresión “América”.
Pero mucho más absurdo lo constituye el subsiguiente paralogismo de una “América” inventada a través de una cosmovisión mitificada de la cultura del Viejo Mundo de Occidente. En efecto, la crónica indiana del siglo XVI, en cuanto a la invasión, conquista y colonización de Abya Yala, verdadero nombre de los territorios invadidos, representa un vasto y espectacular testimonio no propiamente de los acontecimientos históricos acaecidos, sino, fundamentalmente, por la interpretación de estos, a gran escala, en términos de las fábulas y leyendas proporcionadas por los protagonistas europeos.
En ese sentido, Edmundo O’Gorman (1906-1995), filósofo e historiador mexicano, en su obra “La invención de América”, enfrenta el problema histórico llamado “descubrimiento” desde un punto de vista ontológico, en virtud de que la idea de “América”, locución referencial de todo un continente, empíricamente no existía cuando el Almirante y sus huestes invadieron los territorios de Abya Yala, convencidos, ciertamente, de que, según la historiografía prevaleciente, habían arribado a los litorales desconocidos de las Indias, en Asia. Ficción esta, de acuerdo con O’Gorman, que debe ser pensada y desmontada críticamente, tomando en cuenta no tanto el hecho histórico de la llegada de los europeos al territorio nombrado “América”, sino el proceso, ante todo, de cómo se creó el constructo, o la hipótesis, de que la misma “fue descubierta”.
Precisamente, ese nuevo hemisferio “descubierto” fue el producto de la creación de toda una leyenda, la cual desembocó, como secuencia lógica de la conquista, en la invención histórica e ideológica no solo de todo un continente llamado “América”, sino también de cada uno de los territorios invadidos y designados mediante la lengua de Castilla, el castellano, despojando, en consecuencia, de su identidad lingüística, en franca actitud de dominio, a los aborígenes que ya habían nombrado, previamente, sus lugares autóctonos con los significados pertinentes a sus lenguas nativas. La primera víctima fue la isla de Guanahani, bautizada por su victimario, Colón, con el nombre de San Salvador. El propio Almirante de la Mar Oceánica, ante el asombro de aquellas dimensiones topográficas, se refugió en las fantasías propiciadas por teólogos medievales, con relación a que había encontrado el “Paraíso Terrenal”, situado en las Islas Afortunadas, descrito en las narraciones del Ciclo de Alejandro y en el Reino de Preste Juan, en los Viajes de Mandeville, cuyo río, el Orinoco, el Almirante “descubrió” en su tercer viaje, 1498, “…conforme a la opinión de [los] sacros o santos teólogos”. Para Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, la capital azteca, Tenochtitlán, “parecía cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís [de Gaula]”. Lo mismo para Hernán Cortés, hombre providencial para la cristiandad, cuando describe la misma ciudad, 1520, para el emperador Carlos V.
Si bien la intervención militar de los conquistadores, primero Colón y luego Cortés, en las tierras de Abya Yala, debe incorporarse a lo que el historiador Silvio Zavala (1909-2014) llama Filosofía de la Conquista, también es cierto que los acontecimientos de la conquista y colonización se consolidaron, entretejidos, a través de una maraña que acertadamente podríamos llamar Mitología de la Conquista. Y ello así, dada las interpretaciones e imágenes mentales, preestablecidas, mágico-maravillosas, alucinantes y prodigiosas que conquistadores y cronistas habían desencadenado. En ese orden, Gonzalo Fernando de Oviedo, por ejemplo, recurre a las Islas Hespéridas y los gigantes patagones para referirse, en una extrapolación dialógica de ficción a ficción, a “las Indias”. De igual manera, las novelas de caballerías y los sucesos fantásticos que recogen se ocuparían de alimentar la imaginación de los invasores al servicio de la Corona. Las Ínsulas Afortunadas aparecen en El Caballero Cifar, y la isla de California en el Lisuarte de Grecia, como también en esta reaparecen las amazonas. De la Fuente de la Juvencia nos informa Pedro Mártir de Angleria, como también de los gigantes, a quienes asimismo se refieren Fernández de Oviedo y Américo Vespucio. En el Diario de su primer viaje, Cristóbal Colón menciona las amazonas, lo mismo que una batalla, dirigida por amazonas, entre aborígenes y españoles, descrita por Fray Gaspar de Carvajal en su Relación del nuevo descubrimiento del río Grande de las Amazonas.
Bien visto el punto, la lengua, equivalente, en el caso que nos ocupa, a la trama interpretativa de los conquistadores, constituyó un instrumento más de opresión, reflejado en una visión del mundo basada en sus preconcebidas y falsas denominaciones, aplicadas a los territorios supuestamente “descubiertos”. Así, como España era el pueblo elegido de Dios, los invasores españoles llamaron brujos o hechiceros a los chamanes, infieles a los aborígenes, y mezquitas a los templos mesoamericanos. De ahí que López de Gómara escribiera: “Comenzaron las conquistas de indios, acabada la de los moros, porque siempre guerrearan españoles contra los infieles”. Más aún, como Jesús ordenó a sus discípulos predicar el Evangelio a toda la humanidad, los teólogos, como lo sugiere Fray Bernardino de Sahagún en su Historia General de las cosas de la Nueva España, interpretaron haber encontrado, cifrada, en los textos sagrados, la profecía del “descubrimiento de América”.
Pero como la ideología dominante es la de la clase dominante, dicha conceptualización o recreación mitológica de los territorios invadidos, todavía responde a la deshonra e incompatibilidad con nuestra identidad originaria. Ello así, en virtud de que aún acuñamos las categorías conceptuales eurocéntricas y de despojo: América, América Latina e Iberoamérica. El caso no es que rechacemos el bagaje cultural europeo como parte, forzosamente, de nuestra conformación o idiosincrasia histórica. ¡No! El problema descansa, fundamentalmente, sobre los poderes fáticos en su cometido de mantener la visión y misión civilizatoria europea como la cultura hegemónica, en un espacio multicultural y multiétnico ya instaurado. Herencia, irremediablemente, de “la invención de América”, durante cuyo proceso los colonizadores, bajo el patrocinio del sacro-mercantilista imperio español, originaron el desplazamiento y exterminio de los pueblos originarios del continente de Abya Yala, forjando un mundo “maravilloso” sustentado en valores etnocéntricos.