Alberto se levantó despacio de su asiento en los acantilados de la avenida 30 de mayo. Una masa de cartones six pack cerveza Bohemia, algunas resecas cáscaras de guineo resecas sirvieron de acomodo para su anatomía durante un buen rato.
El mar Caribe lucía plano y plateado tras dos días de lluvia generadas por la tormenta Olga. De pie, puso sus brazos en cruz. La brisa golpeaba suave su pecho desnudo. Cerró los ojos. La concentración no le permitía escuchar el fastidio incesante e inagotable de los bocinazos en la avenida o el estruendo mecánico de dos patanas echando carreras. Dos animales de hierro cargados de gravillas llamando a la muerte que nunca se hace esperar en las calles, carreteras y avenidas de la media isla.
El mundo detrás le era indiferente. Nada distraía sus propósitos: reencontrarse con el dragón rojo de lengua azul y mirada mansa. Aquel gigante escarlata salido de las profundidades marinas, la tarde de la ingesta de té de hongos alucinógenos recogidos en la orilla del rio Fula en Bonao, entre boñigas de vaca y fango.
Alberto, Mario y Ringo probaron por primera vez la infusión de los psilocibios en esta misma franja de rocas.
Se quedó seducido por la mirada mansa y ha retornado a reencontrarse con la bestia de ojos oblicuos ojos grises. Cabalgar sobre su lomo púrpura y largarse lejos de esta ciudad hostil, de plataneras, patanas y estrés. Quiere huir, perderse en los oscuros mundos oceánicos o el mismo centro de la Tierra.
A diferencia de él, la nota caminó por la mente de sus amigos en versiones menos pasionales. Mario embelesado disfrutó los colores de un brillantísimo mar transparente como una piscina en un día sin nubes.
Al borde de los arrecifes asistió al espectáculo de los tiburones y las mantarrayas paseando de un lugar a otro de las sirenitas con colas de fuego lanzándole besos. Un coro de sirenitas de todos los colores enamoradas de Mario.
A Ringo le cogió con recoger hojas y uvas de playa, restos de caparazones de cangrejos, caracolitos negros huesos porosos de perros y latas de todos los tamaños carcomidas por el salitre. Acumuló los desperdicios y se sentó a mirarlos durante las horas de su trip. Solo le dio con eso, nada más, observar lo recogido. ¿Su fogata de basura para meditar?
Solo Alberto se conectó con la mirada mansa del Dragón Rojo surgido de las aguas. El gigante se acercó sin prisa a los arrecifes. Lo rodeaba una estela de coágulos y agua de mar ensangrentada.
Alberto no se inmutó ante la llegada del animal. Solo se miraron por breves segundos. Un leve parpadeo de sus ojos grises a manera de despedida. De nuevo la bestia se zambulló en las interioridades del mar Caribe.
Ahora, con los brazos en cruz y el pecho desnudo, espera su retorno. Si vuelve le pedirá un viaje lejos de esta ciudad hostil, de plataneras y patanas fórmula 1, de nada que hacer que no sea flotar en la insularidad, en el desgano simulado de nación sodomizada, de sus bebentinas y su hipocresía doctor merengue de “pueblo más feliz del mundo”.
Pasan los minutos y no llega el dragón rojo de mirada mansa. Alberto ha decidido ir a su encuentro. Se lanzó al mar como lo hacen los clavadistas mexicanos. Tan seguros de su sobrevivencia por su condición de profesionales del nado, solo que Alberto nunca aprendió a nadar.
Cumplida su meta, ahora cabalga en el lomo del Dragón Rojo y su estela de coágulos y agua ensangrentada, lejos de la ciudad de las patanas asesinas, las plataneras y las bebentinas de pueblo feliz sodomizado.