A la profesora Evelyn Rodríguez, amiga y colaboradora, que disfruta mucho
de este tópico.

Este amor que quiere ser

acaso nunca será;

pero, ¿cuándo ha de volver

lo que acaba de pasar?

(“Consejos”, de Soledades, galerías y otros poemas, Antonio Machado) 

I. Ese algo inaprensible que es el tiempo

No vemos el tiempo, pero nada ni nadie escapa a su efecto transformador y destructor. Es como una lima silenciosa que va modificando la superficie de los objetos y desgastando los cuerpos a través de una progresión continua, que no conoce desvíos, ni retrocesos.

El paso del tiempo y los efectos que produce sobre seres y objetos ha sido una constante preocupación de filósofos y escritores. En lo que respecta al mundo de las bellas letras, que es el terreno en el que nos movemos, hay mucha tela para cortar. Está presente en poetas más o menos recientes como Borges o Machado… Pero también aparece en Góngora, Quevedo y Manrique, por citar sólo algunos de los más conspicuos (autores que por falta de tiempo no abordaré en este trabajo). Y, por supuesto, en la literatura antigua. Es el tópico conocido como “tempus irreparabile fugit”, que aborda el tema de la fugacidad del tiempo, la brevedad de la vida. Generalmente se le reduce a la primera y última palabras: “tempus fugit”.

Este tópico literario deriva de las Geórgicas de Publio Virgilio Marón (70 a.C.-19 a.C.), poeta latino, también autor de la Eneida. Fue tomado de estos versos: “Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus, singula dum capti circumvectamur amore”, cuya traducción al español es: “Pero mientras tanto huye, huye el tiempo irremediablemente, mientras nos demoramos atrapados por el amor hacia los detalles”. (Virgilio, 1960: 144).

Al abordar este tópico, los poetas nos recuerdan la brevedad de nuestra estadía en la tierra, pues lo que momentáneamente forma nuestro ahora, adueñándose de nuestros afectos y presidiendo nuestras urgencias, pasará como un latido para entrar a formar parte de la memoria, y, progresivamente, del olvido. Vida y muerte, pues, nos reclaman como madres en disputa. Mientras prevalece una, la otra acecha. Pero todos somos creaturas suyas, de ambas.

Jorge Manrique.

El poeta español Jorge Manrique (1440- 1479), que vivió en el último recodo de la Edad Media, alcanzó su gloria literaria con un poema inspirado en el deceso de su progenitor: “Coplas a la muerte de su padre”. En este poema se resalta la insignificancia de la riqueza y el poder, debido a la transitoriedad de la vida y la inexorabilidad de la muerte. Veamos el inicio de ese importante texto:

Recuerde el alma dormida,

avive el seso e despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando;

cuán presto se va el plazer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parescer,

cualquiera tiempo passado

fue mejor.

(Manrique, 1979: 191)

También Antonio Machado (1875-1939), uno de los más altos referentes de la poesía española, ha trabajado insistentemente el tema de la brevedad del tiempo. El tópico está presente en muchos de sus poemas. Entre ellos se destaca el que aparece encabezando este artículo, que insertamos a modo de epígrafe, y un soneto incluido en su libro Nuevas canciones, del cual nos ocuparemos inmediatamente. 

Antonio Machado.

Esta luz de Sevilla

Esta luz de Sevilla… Es el palacio

donde nací, con su rumor de fuente.

Mi padre, en su despacho. – La alta frente,

la breve mosca, y el bigote lacio –.

 

Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea

sus libros y medita. Se levanta;

va hacia la puerta del jardín. Pasea.

A veces habla solo, a veces canta.

 

Sus grandes ojos de mirar inquieto

ahora vagar parecen, sin objeto

donde puedan posar, en el vacío.

 

Ya escapan de su ayer a su mañana;

ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,

piadosamente mi cabeza cana.

 

(Machado, 1971)

 

El soneto evoca un recuerdo del padre del poeta, don Antonio Machado Álvarez, un reconocido estudioso del folklore español y antropólogo. El yo lírico, que en este caso es el propio poeta, reproduce una escena de su niñez en la casa paterna, situada en Sevilla (recordemos su poema “Retrato”: “Mi infancia son recuerdos / de un patio de Sevilla”). En la escena está el padre del poeta, de quien destaca algunos rasgos físicos: amplia frente, bigote lacio, y una pequeña mosca (bellos faciales situados en el centro del labio inferior). El padre está en su despacho, entregado a sus labores intelectuales, que el poeta enumera: escribe, indaga en sus libros y reflexiona. Por un momento abandona el escritorio y se mueve por el interior de la casa, mientras canta o habla consigo mismo. Como bien sabemos, esos actos –como casi todos nuestros actos– tienen la particularidad de ser sucesivos, es decir, se realizan en un orden temporal no simultáneo. Esto es importante, pues con ello el poeta está acentuando la idea del fluir constante del tiempo.

Pero lo más significativo y novedoso del poema está contenido en los tercetos, y particularmente en el último. Es cuando se produce una superposición temporal, un desplazamiento desde el pasado al futuro: el padre, que mediante el recurso de la evocación es observado por su hijo, de pronto aparece en un tiempo posterior que es a su vez el presente del hijo. Entonces es el padre el que pasa a observar a su hijo, que ahora es tan mayor de edad como lo era él en aquella escena infantil. Los últimos dos versos se cargan de ternura paternal al consignar la mirada “piadosa” del padre hacia los cabellos encanecidos (señal de envejecimiento) del hijo.

II. Federico Bermúdez: Símbolo

Federico Bermúdez

Federico Bermúdez (1884-1921), bardo dominicano reconocido por sus poemas de temática social, se interesó por el tópico del tiempo y sus efectos; y así quedó consignado en el soneto “Símbolo”. Veamos:

¡Aquel viejo enigmático y sereno,
de tristes palideces marfilinas
y miradas de dulce Nazareno,
echose a descansar bajo las ruinas…!

¡Y en el vasto silencio vespertino,
tras un largo suspiro y un bostezo,
cerráronse del sueño al hondo beso
sus ojos de cansado peregrino…!

Cuando la tarde huyó triste y doliente,
con la noche se entró por el oriente
la luna, y al verter sus argentadas

claridades silentes en las ruinas,
bañó con sus miradas argentinas,
¡dos míseras grandezas olvidadas!

(Bermúdez, 1986: 60-61)

En “Símbolo”, como en otros poemas que incluimos en el presente trabajo, se destaca la huella irreversible que deja el tiempo sobre las personas y los objetos. Es el tópico del tempus fugit del que hablamos en líneas anteriores.

En la primera estrofa, el yo poético nos habla de un anciano, al que presenta de manera distante mediante el uso del demostrativo “aquel”, como para guardar la objetividad al presentarse como un observador independiente. Sin embargo, el trazo descriptivo es afectivamente cálido: se trata de un viejo, que si bien se muestra enigmático, proyecta serenidad y dulzura, como quien está en paz consigo mismo y con el mundo. Su aspecto físico es de una blancura tal (“marfilina”), que sugiere la idea de muerte, la cual se refuerza por el adjetivo triste, que aparece matizando el sustantivo palidez. La escena se presenta justo en el momento en que el anciano se tiende en el interior de unas ruinas para entregarse al descanso. La segunda estrofa, como la primera, es rica en descripciones, sólo consigna que el sujeto, estimulado por el cansancio y el silencio, se queda dormido.

Los dos tercetos, también abundantes en adjetivos, son igualmente parcos en la presentación de acciones concretas. En ellos se hace uso de la prosopopeya para presentar una tarde humanizada, que huye “triste y doliente”, mientras la luna, blanca y silenciosa, baña de claridad “dos míseras grandezas olvidadas”. ¿A qué se refiere este último verso? ¿Cuáles son esas “dos míseras grandezas olvidadas”? Una de ellas es el viejo, que si bien una vez fue joven, cuando –como dice Serrat en una de sus memorables canciones– “tuvo carnes firmes”, e ideales y sueños desbordaron sus años juveniles y de temprana adultez, ahora es un ente desgastado por los efectos del tiempo. La otra “mísera grandeza” es lo que el yo lírico define como “ruinas”, que sugiere un edificio o construcción semiderruido, abandonado, que también ha sufrido los embates del tiempo. Uno y otro son ya tristes despojos consumidos por el constante limar del tiempo.

El título “Simbolismo” sugiere la idea de que el cuadro que presenta el poema constituye una insinuación simbólica de algo que el poeta desea comunicar. Visto de ese modo, el viejo y las ruinas no son referentes en sí mismos, sino que sirven de medio para el poeta expresar una inquietud: el efecto del tiempo sobre los seres vivos, racionales o no, y sobre los objetos. Algo que, como ya hemos visto, constituye una de las más obsesivas preocupaciones humanas. La brevedad de la vida y la pronta llegada de la muerte son el anverso y el reverso de nuestras reflexiones filosóficas e inquietudes existenciales.

III. Jorge Luis Borges (1899-1986): Blind Pew

Jorge Luis Borges.

Lejos del mar y de la hermosa guerra,
que así el amor lo que ha perdido alaba,
el bucanero ciego fatigaba
los terrosos caminos de Inglaterra.

Ladrado por los perros de las granjas,
pifia de los muchachos del poblado,
dormía un achacoso y agrietado
sueño en el negro polvo de las zanjas.

Sabía que en remotas playas de oro
era suyo un recóndito tesoro
y esto aliviaba su contraria suerte;

a ti también, en otras playas de oro,
te aguarda incorruptible tu tesoro:
la vasta y vaga y necesaria muerte.

Este poema, rescata a un personaje de Stevenson, un pirata ciego que forma parte de la novela La isla del tesoro. Cruel, despiadado, egoísta… muere en medio de una operación de la que formaba parte, destrozado por los cascos de un caballo, mientras huye para escapar de un cuerpo de oficiales de aduanas. La simpatía de Borges por este personaje, del todo aborrecible, se debe a que ambos –el personaje literario y el poeta– comparten la condición de la ceguera. Pero Borges no se ciñe absolutamente a las circunstancias de la novela, sino que saca al personaje de su contexto novelesco y lo sitúa en otras circunstancias. Aquí Pew está ya retirado de sus afanes bucaneros (“lejos del mar y la funesta guerra”) y vive como un mendigo en un apartado pueblo de su patria: Inglaterra. Tan venido a menos está que es motivo de burla de los muchachos del pueblo y con frecuencia es acosado por los perros callejeros.

No tiene refugio donde albergarse, por lo que vive a la intemperie y duerme en el interior de cualquier zanja. Había dejado su juventud, y con ella sus mejores bríos en lejanos territorios, escenarios de sus muchas aventuras; también allí había perdido su vista. Era un ser mutilado y deteriorado, sólo le consolaba la ilusión de que allende el mar, en los lejanos territorios del Caribe donde en sus tiempos de gloria había puesto en juego sus cualidades de gran bandolero de los mares, había un tesoro que aún le pertenecía. La esperanza es lo último que se pierde, suele decirse. Ella sirve de alivio en la adversidad.

Todo lo anterior es lo que concierne al personaje de Stevenson, desarrollado por Borges en las tres primeras estrofas del soneto. Sin embargo, en el último terceto se produce un cambio brusco. El yo poético abandona la referencia a Pew para dirigirse a un tú que es, presumiblemente, el mismo poeta en un ejercicio de desdoblamiento. Ciego y limitado, él comparte un destino idéntico al del bucanero inglés por lo que busca también un consuelo a su aciaga suerte, y lo encuentra en la esperanza de su segura muerte.

¿Por qué hemos incluido este poema en un trabajo sobre el tópico de la brevedad de la vida y el efecto del tiempo sobre las personas y los objetos? Está claro que Pew es también, como el personaje y las ruinas del poema de Bermúdez, una “mísera grandeza olvidada”. Perverso, sanguinario, ladrón… pero grande dentro del mundo que escogió para ejercitar sus dotes de perversidad. Si no llegó a poseer grandes riquezas, por lo menos tuvo en su juventud la firmeza de ánimo, el arrojo y la temeridad que prestigia a héroes y a bandoleros. Y la vana certeza de que podría alcanzar abundancia de bienes para colmar sus ambiciones.

Pew es “un hombre trabajado por el tiempo”, como dice Borges de sí mismo en el poema autobiográfico “Alguien”, que en su desolado retiro sin albergue vive de lo que la caridad le proporciona. La grandeza es efímera, como pasajeros son los llamativos atributos corporales. Por eso, otro poeta latino –Horacio– contemporáneo y amigo de Virgilio, aconseja en uno de sus poemas que practiquemos la fórmula del carpe diem (aprovecha tu día), que nos preocupemos por sacar provecho del momento, porque el tiempo no se detiene ni retrocede. 

Bibliografía

Bermúdez, Federico (1986). Los humildes. Santo Domingo: Editora Alfa y Omega.

Borges, Jorge Luis (2012). El hacedor. Barcelona: Ediciones DEBOLS!LLO.

Machado, Antonio (1971). Nuevas canciones y De un cancionero apócrifo. Madrid: Castalia.

Machado, Antonio (1998). Soledades, galerías. Otros poemas. Madrid: Cátedras: Letras Hispánicas.

Manrique, Jorge (1979). Obra completa. Barcelona: Ediciones 29.

Virgilio (1960). Geórgicas en Virgilio en verso castellano. México: Editorial JUS.