Cenotafio en honor de la familia Frierdetalle. Foto: Apolinar Moreno.
Cenotafio en honor de la familia Frierdetalle. Foto: Apolinar Moreno.

Cuando Altagracia Frier Troncoso le escribía a su mentora, Salomé Ureña, desde Nueva York en la última década del siglo XIX, estaba muy lejos de imaginar la tormenta que, literalmente, arrasaría con su familia. La joven se quejaba con estoicismo de una serie de infortunios de los cuales el más doloroso era la pérdida de su pequeño hijo tras una enfermedad que casi había arruinado a la familia. En el reparto fortuito de desgracias que nos tocan en la vida, parecería que a Altagracia ya no podían caberle más.

También estaba zarandeada por la enfermedad la vida de la destinataria de esas letras, a quien Altagracia tuteaba y llamaba por su diminutivo, Memé, prescindiendo de convencionalismos usuales todavía hoy entre personas de diferentes edades y posiciones. Se recrudecía la tuberculosis que hacía mella en la salud de Ureña, que había tenido que clausurar, tras doce años de labor abnegada, el Instituto de Señoritas, fundado en 1881 para formar maestras y proporcionar a las mujeres dominicanas una educación racional y laica, un auténtico hito por diversos motivos.

Existía un vínculo poderoso entre ambas mujeres, que se trataban como madre e hija. Altagracia (Tatá) había sido una de las primeras alumnas del Instituto de Señoritas, aunque parece que no llegó a graduarse. Según Pedro Henríquez Ureña, tenía «un don especialísimo para el estilo epistolar», y sus cartas se leían con deleite en casa de Salomé, que mantenía una relación muy cercana con sus discípulas. Altagracia no fue la excepción, ni mucho menos, y llegó a convertirse en un miembro más de la familia Henríquez-Ureña.

Por otra parte, tanto la directora del plantel como las alumnas eran auténticas pioneras en un medio y en un tiempo en que las mujeres estaban limitadas al reducto del hogar, lo cual debía contribuir a crear una mística que las enlazaba. El propio Eugenio María de Hostos, artífice de la reforma educativa en la República Dominicana y epítome de la vocación magisterial, se sorprendía de la ascendencia de Salomé entre sus discípulas: «Gracias a la sinceridad de su enseñanza y al cariño realmente fraternal con que trataba a sus discípulas, formó un discipulado tan adicto a ella y a sus doctrinas, que bien puede asegurarse que nunca en parte alguna y en tan poco tiempo, se ha logrado […] formar un grupo de mujeres más inteligentes, mejor instruidas y más dueñas de sí mismas […]». Una de esas alumnas, Mercedes Laura Aguiar, la caracterizó como «educadora, redentora y madre», pues todo eso representaba para ellas. Creo que no se ha resaltado lo suficiente el carisma y el prestigio de quien concitaba tantos elogios entre sus contemporáneos. Además de intelectual, era la suya una figura moral, como reflejan múltiples testimonios.

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La casa de Salomé en la calle Duarte fue el lugar elegido por Altagracia Frier para celebrar su boda con el brillante ingeniero cubano Juan de Dios Tejada Alloa el 4 de octubre de 1890. Tenía entonces alrededor de 21 años. El matrimonio se marchó a Nueva York en 1893 y allí la familia creció rápidamente hasta completar cinco hijos, lo usual en la época.

En 1897 la pareja decide volver a la República Dominicana (la incomodidad y peligrosidad de las travesías marítimas en ese entonces no parecía ser un elemento que disuadiera a los viajeros). Al parecer no les había ido bien en Estados Unidos, pues a Tejada se le dificultó la búsqueda de un trabajo que les permitiera vivir dignamente. Entre las motivaciones del regreso, estaba también la intención de Altagracia de confortar a Salomé en su agonía, sin sospechar que eso ya no sería posible. Primero, porque el mismo día que embarcan en Nueva York en el vapor Ville de Saint Nazaire, el 6 de marzo de 1897, muere en Santo Domingo Salomé Ureña. Y segundo, porque Altagracia Frier nunca llegaría a la República Dominicana.

 

El 8 de marzo una tempestad hizo naufragar el barco en mitad de la noche a la altura del cabo Hatteras, en Carolina del Norte, uno de los grandes cementerios marinos del Atlántico. Hacinados en un bote con más de treinta personas, Altagracia y su familia esperaron un rescate que se demoró seis días. Uno tras otro, la madre y sus cuatro pequeños hijos fueron sucumbiendo por inanición y congelamiento ante un impotente Juan de Dios Tejada, que, más muerto que vivo, debió asistir al aniquilamiento de su familia.

Estos y otros datos aparecieron el 19 de marzo de 1897 en el New York Times, que narró en detalle el horror descrito por los únicos cuatro supervivientes rescatados por la goleta Hilda. Según el diario, el barco llevaba 71 tripulantes y solo 11 pasajeros. Esta misma fuente afirma que muchos de los tripulantes eran «San Domingans» (pudiera referirse a dominicanos o a haitianos) y destaca su comportamiento cívico durante el naufragio a pesar del durísimo régimen de trabajo al que estaban sometidos. Realizaban la penosa tarea de alimentar las calderas del barco a temperaturas infernales. Eran seres humildes y anónimos cuya muerte debió pasar totalmente desapercibida en la isla de Santo Domingo.

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Mientras Altagracia se acercaba a su trágico final, tenían lugar en Santo Domingo las honras fúnebres de Salomé Ureña, que constituyeron todo un acontecimiento social y literario por el renombre y la incidencia del personaje. A él acudieron gran cantidad de niñas y mujeres, y, por supuesto, todas las discípulas. Aunque se considera el primer acto civil en que desfilaron por primera vez las dominicanas (la aseveración procede de Pedro Henríquez), lo cierto es que eran meras figurantes que llevaban las cintas del ataúd y portaban las coronas, pues los discursos los pronunciaron los hombres.

Un párrafo de El Eco de la Opinión, correspondiente a la edición del 20 de marzo de 1897, recoge escuetamente la noticia del naufragio, obtenida vía telegrama, y menciona a Tejada entre los rescatados. Probablemente, la redacción del periódico no había tenido tiempo de atar cabos y desconocía la relación de las víctimas con la escritora y educadora. Justo debajo de ese párrafo aparece una fe de erratas correspondiente a una colaboración del intelectual Miguel Ángel Garrido con motivo del fallecimiento de Salomé. La casualidad juntaba en una columna las dos tragedias cuando todavía se ignoraba que la catástrofe del Saint Nazaire enlutaría a destacadas familias de la capital dominicana.

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Nueve meses después de esos fallecimientos, el 24 de diciembre de 1897, el viudo de Altagracia, que ya se ha vuelto a casar, le escribe una carta a Ramona Ureña, la hermana incondicional de Salomé, muy ligada también a la joven. En ausencia de Salomé, a la que consideraba una madre, Tejada busca la comprensión de Ramona pues la noticia de su boda ha sido piedra de escándalo en Santo Domingo. El último eslabón que queda de una red de afectos cruzados está a punto de quebrarse por ese segundo matrimonio.

Desconocemos si Ramona Ureña pudo complacerlo. Era una mujer de mucho carácter, como se deduce de la correspondencia familiar (se refiere a un miembro de la familia como una histérica rematada, y de Madre culpable, la novela de Amelia Francasci, dice que debió ser otro parto de su neurosis). Por su temperamento y su esmerada formación, debió ser un gran apoyo para Salomé, así como lo fue después para su hijo Pedro, huérfano a los 12 años de quien había sido «la guía espiritual consultada a cada minuto», como él mismo afirma en las precoces memorias que escribió en México cuando tenía 24. Ramona recogió, en la medida que pudo, el testigo de la madre, y de eso dejó constancia Pedro Henríquez Ureña: «me apoyaba en mis tendencias y me ayudaba con sus indicaciones en mis trabajos literarios: pues aunque ella nunca escribió para el público, había compartido en su juventud las aficiones literarias de mi madre, había leído los mismos libros y formado las mismas ideas y tenía el don de los consejos técnicos hijos del buen gusto».

Más comprensivo que Ramona se mostró el joven Pedro cuando revivió el hecho en sus memorias. Con la sensatez y la bondad que lo caracterizaban (cualidades que distinguían también a su madre y que esta reconoció en él ya en sus primeros años de vida), reflexionaba así: «el impulso de la vida suele sobreponerse a las más penosas fuerzas de destrucción, y Tejada, cuando recobró sus fuerzas físicas y mentales que el desastre había afectado, buscó solución a su caso; se dedicó a enterrar el pasado, y se casó de nuevo, seis meses después del naufragio. Ya se comprende que […] recibieron como escándalo semejante matrimonio; pero yo, que en aquel tiempo no veía modo de aceptarlo, comprendo hoy que esa solución era la única».

No solo buscó refugio Tejada en ese matrimonio, sino en su inteligencia e inventiva. El incansable y acucioso investigador Andrés Blanco me facilitó un artículo publicado en la revista cubana El Fígaro en el que se registra la labor incesante desplegada por Tejada en poco tiempo, pues murió en 1910, a los 45 años: múltiples inventos (generadores de gas acetileno, armas, motores, máquinas y aparatos diversos) que obtuvieron numerosas patentes internacionales, publicaciones sobre diferentes temas en revistas de Inglaterra, Estados Unidos y Cuba, etc. De no haber fallecido tan joven, quién sabe a qué cimas le hubiera llevado esa actividad febril con la que posiblemente buscaba tapar sus grietas y mantener la cordura.

Cenotafio en honor de la familia Frierdetalle. Foto: Apolinar Moreno.
Cenotafio en honor de la familia Frierdetalle. Foto: Apolinar Moreno.

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Salomé y Pedro no solo compartieron ciertos rasgos de carácter y la sed de conocimiento (verdadera voracidad en el hijo), sino también la vocación por la enseñanza. Ella le transmitió sus valores y su concepción del mundo con el ejemplo, como hacen los verdaderos maestros, y ambos hicieron lo propio con sus alumnos. Aquí no queda más remedio que acudir a las archicitadas palabras de Borges en relación con Pedro Henríquez Ureña, «Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. […] Su método, como el de todos los maestros genuinos, era indirecto. Bastaba su presencia para la discriminación y el rigor».

Esas mismas palabras se podrían aplicar a Salomé, cuya labor describió como «un contagio sublime» el escritor Gastón Fernando Deligne. Madre e hijo eran socráticos en todo el sentido de la palabra; no por casualidad, los colegas de su estancia mexicana le decían a Pedro «el Sócrates».

Ambos fueron, pues, muy reconocidos en esta y otras facetas. Cuando el genio se acompaña de modestia y sencillez, asombra todavía más. Pero también sufrieron lo suyo. En el caso de Salomé, ejerció el magisterio en medio de fuertes resistencias de los sectores conservadores, que rechazaban los nuevos métodos educativos y la enseñanza laica, todo lo cual encarnaban la colaboradora de Hostos y su esposo, y que provocaron polémicas que mal se avenían con el carácter conciliador de esta. Un contemporáneo, Federico Benigno Pérez, se refirió a la recepción desigual de las dos facetas de Salomé, la de escritora y educadora: «Si recogió esta señora inmarcesibles lauros en el vasto campo de la prensa, ha recibido en las arduas tareas del magisterio ingratitudes, decepciones y amargas penas […]».

«No quiero saber si la ignorancia me ha regalado con los dicterios de su encono», afirmaba Salomé en 1888, optando por ignorar los ataques. Sus avanzados planteamientos respecto a la enseñanza de la religión causarían escozor todavía hoy a los dogmáticos que abominan del laicismo. Qué no sería a finales del siglo XIX. Pero la realidad es terca y termina imponiéndose: pese al acoso que sufrieron, los maestros normalistas continúan siendo hoy un referente moral y educativo como pocos.

Los obstáculos que el hijo encontró en Argentina, donde vivió casi veinte años, fueron de índole muy distinta, aunque con idéntica base de prejuicio y estrechez de miras. Muchos de sus colegas lo miraban por encima del hombro por su fenotipo y su condición de extranjero, lo que, sin duda, le hizo la vida difícil.

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Apenas Juan de Dios Tejada logró recobrar algunas fuerzas, viajó a Santo Domingo con el fin de encargar un cenotafio de mármol para su familia, lo que debió suponerle un sacrificio dada su precaria situación económica. Ramona Ureña describió así el monumento en una carta a Pedro fechada el 3 de diciembre de 1897, es decir, a los pocos meses del naufragio: «un tronco de árbol quebrado por la copa y por él sube una enredadera de relieve, en la base un botecito que combaten las olas». La simbología no puede ser más alusiva.

La imagen de ese botecito permite también ilustrar los esfuerzos de la Escuela Normal y del Instituto de Señoritas para mantenerse a flote ante los embates del poder político y eclesiástico, que se ensañó especialmente con Hostos. El tirano Ulises Heureaux, temeroso de que los nuevos enfoques pedagógicos agrietaran los cimientos de su régimen, le profesaba verdadera animadversión, a la vez que hostilizaba a sus seguidores. En carta a un ministro, llegó a objetar al cuñado de Salomé, el reconocido intelectual Federico Henríquez y Carvajal, bajo el alegato de que no era un buen cristiano para dirigir la Escuela Normal. El mundo al revés.

Algunas décadas después, otra tiranía, la de Trujillo, se empleó a fondo en barrer todo rastro de hostosianismo. Curiosamente, en ese régimen desempeñaron puestos cimeros los dos hijos de Salomé (en el caso de Pedro, por breve tiempo) y un sobrino de Altagracia, Julio Ortega Frier, que llegó a ser rector de la Universidad de Santo Domingo, frutos los tres intelectuales de los métodos de la Escuela Normal.

En cuanto a la jerarquía católica, su inquina todavía se hacía sentir a finales del siglo XX cuando se opuso al traslado al Panteón Nacional de los restos de Hostos, del que para Pedro Henríquez Ureña era «un hombre espiritualmente perfecto».

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El cenotafio en memoria de los Tejada-Frier se conserva casi intacto en la calle principal del viejo cementerio situado en la avenida Independencia de Santo Domingo. Se conoce popularmente como «la tumba de los niños naufragados», como si quedara algún resto de quienes mueren en tales circunstancias en medio del mar. La socióloga Eulalia Flores, una de las personas que mejor conoce el lugar, me orientó en su localización. Aunque la tragedia que evoca lo convierte en parada obligada de los visitantes, pocos reparan en el hecho de que uno de los nombres grabados en la tarja es el de una hija adoptiva de Salomé y que ese episodio sobrecogedor sacudió a la familia Henríquez-Ureña cuando acababa de perder a su principal pilar. Así lo contó Pedro: «era protegida de mi familia, de la cual había llegado a considerarse miembro cercanísimo. […] Esta espantosa noticia, tan a raíz de la muerte de mi madre, produjo verdadero desconcierto en todos nosotros».

El destino, la fatalidad, se cebó con Altagracia Frier y sus hijos. De su efímera existencia solo quedan ese monumento y algunas líneas en cartas y memorias. Son apenas una nota al pie en los anales de una familia irrepetible, los Henríquez-Ureña, cuyos miembros continúan deslumbrándonos.

* Clara Dobarro es licenciada en Geografía e Historia, con especialidad en Historia de América, por la Universidad Complutense de Madrid. Cursó un posgrado en Procesos Editoriales en la Universidad Oberta de Catalunya y una maestría en Comunicación en la Universidad de Barcelona. Se dedica a la edición.