Doce cuentos infantiles escritos por sendos autores son presentados en esta antología, teniendo como denominador común: la dominicanidad.
Historias que celebran la riqueza de nuestra cultura, en nuestra media isla y en el exterior, en donde tradiciones como la Navidad contrastan con otras fiestas que, en diferentes latitudes y a pesar del frío y la nieve, son igual de brillantes y familiares, puesto que como dice Kianny Antigua en Mía, Esteban y las Luces, “nuestra idiosincrasia tiñe todo el conjunto”. Este es un relato cálido que exalta la diversidad y la amistad.
Por su parte, Elizabeth Balaguer nos cuenta que no hay que temer, ni siquiera a El Cuco, una historia divertida que hace referencia a uno de los íconos que por generaciones ha sido parte de nuestra tradición oral y que magistralmente es presentado como una figura traviesa, al igual que los niños a los que va dirigida.
A Mariola, de Lucía Amelia Cabral, le encantaba ir a la playa, contar las olas, caminar en la arena tibia y dejar que el mar la despeinara y la volviera a peinar. Este cuento es casi un canto que nos emociona y hace tener “mareas de Sol y Luna, en el corazón”.
Yuan Fuei Liao, un taiwanés “aplatanado”, nos habla de un fruto que nos apasiona: las bananas o guineos. Con su maravilloso encanto narrativo, cuenta la historia de Mono Polio y Mono Sílabo, donde el primero era un rey que acaparaba todas las unidades de ese nutritivo alimento, produciendo hambre a sus súbditos. Mientras, el segundo personaje levantó una revolución, con palabras de tan solo una sílaba, y con ésta, motivó al pueblo a reclamar sus derechos y conseguir su comida.
El sueño de Penélope, de Eleanor Grimaldi, era “ver a ese personaje de ojos grandes, que de noche reflejaba la luz del sol”, mejor conocida como la ciguapa. La niña de este relato, ideó un plan para descubrir a tan extraño ser, con sus pies volteados y cabello oscuro y largo hasta el suelo. La autora, con su narrativa fantástica, toma un elemento de nuestra cultura envolviéndolo en detalles vívidos que permiten al lector visualizarse dentro de la misma, como una forma de rescatar nuestras tradiciones, para que “no se pierda en el monte de las leyendas”.
En Sofía y la caja de estrellas, escrita por Yina Guerrero, la protagonista es alguien a quien le gusta jugar a su manera. Su actividad favorita era armar rompecabezas. De forma divertida y llana, muestra elementos como la identidad, la libertad de expresión, la independencia y la relación entre hermanos. Además, refleja cómo con creatividad se pueden solucionar los conflictos.
Por su parte, Margarita Luciano nos habla de Colibrí, Zumbador o Picaflor, que trabajaba “intensamente” cuando “sus días se hacían cada vez más largos y sus noches cortas”. Este personaje “ofrecía besos profundos para el gladiolo, suaves para la rosa y de puntilla para la flor llamada Sangre de Cristo”. La autora plasma de forma poética la maravilla de la polinización y el drama que surge por causa de un eclipse y cómo los animales de distintas especies se conectaron y, desde ese día, “el sol se esconde de cuando en cuando para que el amor renazca”.
En Blanca espuma, Leibi Ng guía nuestra atención hacia los santuarios marinos, contándonos del personaje Océano quien, desde un gran sofá de coral, espantaba a los peces, pulpos y medusas y vigilaba constantemente a su nieta, la sirena “Marinita Nereida”, a la cual quería llevar al Mar Adriático. Pero ella prefería nadar en el lago Enriquillo y jugar con su amigo Tonina y los demás delfines Hocico de Botella, bordeando “todo el litoral dominicano”.
Mediopeje, de Rafael Peralta Romero, es una historia narrada en primera persona, un tanto reflexiva, donde un pez tenía cada órgano incompleto, exceptuando el corazón. Él tenía que vivir con eso, pero no envidiaba a los demás peces. Sabía que, a pesar de sus limitaciones, tenía la ventaja de que nadie quería atraparlo y eso lo hacía sentir especial.
A su vez, César Sánchez Beras nos presenta en El Mago, un ejemplo de perseverancia. Akin, ya en el ocaso de su vida, trató de hacer magia, pero ya sus manos y piernas temblorosas no le daban para sus malabares. En un último intento por hacer uno de ellos, solo logró hacer que el público se riera, y al estallar en llanto, logró el verdadero acto de magia de su vida: que de sus ojos salieran conejitos de colores, mariposas y sapos.
Me llamaron Javier, de Dulce Elvira De los Santos, es una historia que celebra la vida desde sus comienzos, y de cómo sería conocerla desde la voz de un infante que viaja hacia lo desconocido hasta llegar a los brazos cálidos de su madre.
Por último, Avelino Stanley nos deleita con El Topao, haciendo referencia al juego tradicional dominicano, del mismo nombre. En ella nos cuenta de Polín, un jovencito, diferente a los demás del barrio, que era inofensivo pero, “como las olas, reaccionaba según el viento”. Un día, Joselo, otro de los muchachos, pasó el susto de su vida cuando lo vio correr tras de él. No entendía por qué Polín lo perseguía, hasta que cansado, se rindió para luego ser sorprendido con un: ¡topao! Así, el autor nos muestra la importancia de la aceptación, de evitar los prejuicios y lanzarse a la aventura de hacer amigos.
Dominicana nos inspira a celebrar, tanto nuestra cultura como la universal; a encender las luces de la amistad, a deleitarnos en la suave brisa del mar, compartir en equidad, disfrutar la vida en todas sus formas, en esta tierra y más allá y, donde quiera que haya un niño, tomarlo en cuenta con una palabra, una sonrisa, y un refugio en el maravilloso mundo de las historias.
Dominicana. Cuentos Infantiles, de Ediciones Altazor, Perú, (2018).