Diógenes Céspedes, en su columna Archivos Secretos (Acento, 24 de abril, 2020), arremete, apelando a una supuesta pureza gramatical, contra el uso del término “chapiadoras” en lugar de “chapeadoras”, transformándose de esta manera el hiato ea en favor del diptongo ía. Citamos: “… cortesana, llamada despectivamente por la sociología barata…como “chapiadoras”, cuando en puridad gramatical debería denominárselas como “chapeadoras”, del verbo “chapear”…Pero hay que conceder un grado de libertad al uso, que siempre termina imponiéndose para destruir la combinación ea y cambiarla por el diptongo ía.” 

Un curso de fonética elemental nos enseña que cuando hay dos vocales fuertes o abiertas juntas, (ea) formamos un hiato porque esas dos vocales pertenecen a dos sílabas distintas. Pero cuando hay dos vocales juntas y una de ellas, o las dos, es débil o cerradas (ia), hablamos de un diptongo porque las dos vocales forman una sola sílaba. En el caso del uso generalizado del vocablo “chapiadoras”, asistimos a la conversión de la vocal abierta [e] en vocal cerrada [i], acaso respondiendo al mecanismo de emisión de sonidos, o aparato fonador, el cual ordinariamente recurre a la ley del mínimo esfuerzo o menor gasto de energía en término de esfuerzo físico o relajación orgánica. De ahí que los hablantes prefieran la vocal cerrada [i] en lugar de la vocal abierta [e], evitando así, a través de la diptongación, la conformación de dos sílabas distintas. Pero más importante aún es el hecho de que el uso de la expresión “chapiadoras” en lugar de “chapeadora”, no envuelve en modo alguno un cambio de sentido, semántico, sino una variación estrictamente articulatoria. En otras palabras: no hay un cambio fonológico, sino una modificación sencillamente fonética. 

El autor de Archivos Secretos se ha erigido en un consuetudinario montero de los transgresores de unas supuestas normas que atañen a las estructuras y uso de la Lengua Española. Sin embargo, los “vicios de dicción” o defectos comunes que a menudo el estudioso de lengua descubre en los textos de los escritores dominicanos implican, necesariamente, estandarizar o regular el idioma en conformidad con la gramática normativa y su criterio fosilizado de corrección y propiedad, poniendo en reparo la acreditación de lingüista que abraza o le profesan al Dr. Céspedes. 

De hecho, en su artículo Bordes de la dominicanidad, de Lorgia García Peña, ¿un libro inaugural? (Areíto, Hoy, febrero 13, 2020), el Dr. Céspedes reafirma su vocación prescriptivista de la Lengua cuando sostiene lo siguiente: “El hablante o el escritor dominicano no se percata de que expresa un contrasentido al usar el gerundio con verbos en tiempo pasado o futuro”. Según otro connotado escritor, citado por el Dr. Céspedes, en la frase, por ejemplo, “Llegué a la tienda, comprando unos zapatos”, no se “llega comprando”, sino que primero se llega y luego se compra. Sin embargo, el Dr. Céspedes no advierte que el sentido de la frase anterior, sintácticamente bien formada, no se corresponde con un estado físico, lineal, de causa-efecto, sino, más bien, con un estado mental o sicológico del hablante, En otras palabras: el significado de la frase lo define la intencionalidad del hablante o escritor, y no un breviario o conjunto predeterminado de preceptos.  Bien visto el punto, existen instancias mediante las cuales el contexto social no requiere una extensiva verbalización de las ideas, en virtud de que el sentido  de la representación mental descansa sobre la base de determinados códigos sociales, implícitos en el conocimiento general compartido por los hablantes.

En ese tenor, ¿cómo explicaría Diógenes Céspedes, de acuerdo con su sistema o modelo gramatical que el término pelear sea, intrínsicamente, mejor que pelear, roto en vez de  rompido, coconete en lugar de conconete, pocilga mejor que pocigla, carta mejor que caita, cogollo en lugar de cojollo, revolú, en vez de revulú, esparadrapo en lugar de esparatrapo, o verraco mejor que varraco? Asistimos aquí, más bien, a la presencia de vocablos, objetos abstractos, que coexisten dentro de una comunidad lingüística determinada,  sin necesidad de apelar, para su uso, al arbitrio de las capillas lingüísticas o a la autoridad de los cenáculos infalibles, puristas, de la Lengua de Castilla.

Las preocupaciones de un Lingüísta existen al margen de catalogar como erróneos determinados usos de la Lengua. Más bien trataría de explicarlos en torno a las complejidades y funcionamiento de un idioma dado. Obviamente, dentro del criterio lingüístico propuesto por el crítico de marras, las expresiones  antes mencionadas acusan formas incorrectas, corruptas, tanto en el habla como en la escritura de la Lengua. En consecuencia, tales “vicios de dicción” simplemente no se corresponden con los principios pertinentes a la Lingüística. Solo existen, sin ningún poder explanatorio, bajo el recetario prescriptivo de una autoridad virtual, incompatible con el contexto sociolingüístico de los hablantes y la preservación de su diversidad lingüística, cultural y, en general, humana.

En ese orden de ideas, sería de mayor provecho recurrir a la sociolingüística para descubrir o explicar los mecanismos y las limitaciones de las variedades lingüísticas, dentro o entre grupos sociales. Es bien harto conocido que las diversidades dialectales de las lenguas constituyen complejos códigos lingüísticos en cuanto a la variedad de palabras, estructuras sintácticas, fonéticas, fonológicas y semánticas. En se sentido, resulta inquietante  que un Lingüísta como el Dr. Céspedes apele a una oscura “puridad gramatical” para arremeter contra el vocablo “chapiadora”,  variedad dialectal y popular del pueblo dominicano.

Probablemente, el Dr. Diógenes Céspedes, como crítico literario también, recurre, para explicar los fenómenos de la Lengua, a la tendencia que albergan  algunos académicos en cuanto extrapolar el material literario al ámbito de la lingüística general, y así poder, de esta manera, validar o apuntalar las afirmaciones de esta disciplina. La oposición, por ejemplo, entre “lenguaje poético” y “lenguaje no poético” bajo el criterio de que la relación entre las funciones literarias y no literarias de la lengua es de palmaria oposición.