Lo transido

“El ser humano ha creado, desde que es humano, mitos, imágenes, palabras, lenguas, artes, técnicas (y, más recientemente, ciencias) con las cuales ha podido ir sobreviviendo durante milenios, aunque siempre más o menos “transido”, como gustas de decir tú, aplicando con agudeza y ternura esa palabra a vuestro modo de ser, a la dominicanidad. Me parece muy acertada, y heurística, esa expresión, “dominicanidad transida” y creo que puede ayudar a pensar, a interpretar, lo que os está pasando a la luz de lo que os ha pasado y de lo que os puede pasar”.

(AM): El discurso filosófico de Gadamer se sitúa más allá de una teoría del lenguaje que se reduce a conjunto de enunciado para colocarse en el lenguaje cognitivo y ontológico, “en el que el espíritu se encuentra ya siempre implicado con lo otro de sí (realidad y otros humanos) y del que surgen, entre otras cosas, enunciados. Comprender un enunciado no es captar sólo lo que dice, la opinión del autor o su referente, sino también lo que quiere decir, esa voluntad oculta en lo dicho a la que se accede a través de lo que quiere decirme, es decir, introduciéndose en el diálogo en el que ha surgido, y dejándose llevar y decir por é1” (p.17).

Por lo que, de acuerdo a Gadamer, el individuo que posee un lenguaje que está insertado en una tradición de valores, de creencias que entran en “una determinada relación con el mundo, con los otros hombres y consigo mismo”. (p.18). El sujeto se ha formado, ha crecido en esa relación lenguaje -lengua, cultura, a través de cierto discurso saber -poder – sociedad, tal como lo expongo en mi libro Conversaciones en el lago. Narraciones filosóficas (2005). ¿No se puede ver la teoría del lenguaje- sujeto- lengua- cultura- sociedad- poder, desde la universalización de la hermenéutica?

Libro de Andrés Merejo: La Dominicanidad Transida: Entre lo virtual y lo real

(LG): Esa universalización es, me parece, lo que pretende la Hermenéutica de Gadamer, precisamente. Su obra capital, Verdad y método (1960), se centra en el problema de la interpretación y nos propone hablar sobre lo que nos ocurre cuando interpretamos. Y lo primero que ocurre cuando interpretamos algo es que, al mismo tiempo, nos estamos interpretando a nosotros mismos (aunque no nos demos cuenta). Pues la interpretación no es concebida por Gadamer, que sigue en esto toda una tradición, como un modo de conocimiento particular entre otros muchos posibles, sino como algo ontológico: como nuestro modo de ser. Somos lo que somos interpretando nuestro mundo e interpretándonos a nosotros mismos.

Pues bien, para elaborar esta teoría de la interpretación, con la que pretende dar cuenta de lo que nos ocurre cuando interpretamos y, al mismo tiempo, también del modo de ser de aquello que interpretamos (nuestro mundo y nosotros mismos), Gadamer hace una apuesta interesante. En vez de seguir la línea que ha dominado en la filosofía moderna tomando como referente y modelo, a partir sobre todo de Descartes, a la nueva ciencia que estaba surgiendo, la Física (y a su explicación mecánica de los fenómenos de la naturaleza), nos va a proponer elegir otro punto de partida. Por eso Verdad y método comienza planteando en el primer capítulo una pregunta no por el conocimiento científico, sino por el modo de ser de la obra de arte. Es en esa reflexión sobre la obra de arte (y sobre la relación que mantenemos con ella, o que nos mantiene) Gadamer empieza a esbozar una primera respuesta a la pregunta por lo que nos ocurre cuando interpretamos (en este caso una obra de arte).

En vez de tomar como modelo primero la experiencia científica y la primacía que le concede al método (recordemos a Descartes mirando a Galileo y esbozando su Discurso del método), Gadamer nos propone empezar con la reflexión sobre la experiencia estética y con la pregunta por la verdad que acontece en ese contexto. Es en esta reflexión donde Gadamer esboza una primera respuesta a la pregunta por lo que nos ocurre cuando interpretamos (una obra de arte): esta respuesta se formula y condensa como un modelo de lo que es la interpretación que se apoya en nociones de tanto calado como las del “juego” y la “fiesta”.

A partir de aquí, Gadamer traslada ese modelo, en el capítulo segundo, a la reflexión sobre la experiencia histórica y sobre la tradición. Aquí se pregunta por lo que nos ocurre cuando interpretamos el pasado, nuestro pasado, sea a través de las ciencias históricas o de otros modos, así como también cuando interpretamos nuestra propia vida. Pues bien, una vez que ese modelo de interpretación es aplicado, o trasplantado, desde la estética al ámbito de las ciencias humanas, en el tercer capítulo Gadamer se propone trasladarlo a la problemática del lenguaje. Así, la reflexión hermenéutica se universaliza, se extiende hasta abarcar la totalidad de la experiencia humana del mundo, la cual estaría mediatizada, precisamente, por el lenguaje. La Hermenéutica se presenta, pues, como una reflexión universal sobre nuestro mundo y sus diversas interpretaciones.

(AM): Este libro tuyo de “Introducción a la Hermenéutica contemporánea”, abre todo un redescubrimiento del simbolismo en estos tiempos, el cual cobra importancia porque rastrea, desde Nietzsche, a los precursores de la “problemática gnoseológica, ontológica, ética y cultural que se deriva de la toma en consideración del papel que ejerce el simbolismo en la vida del ser humano” (p.88). Sin embargo, el simbolismo como realidad psico- antropológica deviene más que concepto. En su modalidad científica el simbolismo se fundamenta en “la elaboración de un material empírico que se realiza a través del simbolismo lógico-teórico”. Pero, la científica no es la única modalidad del simbolismo, pues de acuerdo con Cassirer, al que tú haces referencia, se pueden distinguir otras modalidades como el simbolismo lingüístico, el simbolismo artístico o el simbolismo mítico: “Mito, lenguaje y ciencia constituyen las tres formas simbólicas fundamentales a través de las cuales el ser humano entra en contacto con la realidad” (p.89). ¿Cuál es la visión de lo simbólico e inclusión de lo hermenéutico en esta era del cibermundo, de lo transido? ¿En estos tiempos de pandemia mundial del coronavirus?

De izquierda a derecha los filósofos Andrés Ortiz- Oses, Luis Garagalza, Paul Ricoeur y Patxi Luceros.

(LG) En esta era del cibermundo, de lo transido, de la pandemia de Covid-19 (y de todo lo que se quiera añadir), lo simbólico sigue siendo, me parece, lo mismo que ha sido siempre: aquello que hace posible que el ser humano sea en el mundo. Pues el ser humano sigue siendo lo mismo que ha sido siempre, según afirma Cassirer: un “animal simbólico”, un animal o (igual para no ser tan restrictivo -y excluyentes respecto al mundo vegetal, por ejemplo, habría que decir, más bien) un “ser” que crea cultura, es decir, que crea diversas formas culturales, simbólicas, con las que, al modo de redes, va configurando su mundo, o mejor, sus mundos; su universo, o, quizás habría que decir, sus multiversos.

El ser humano ha creado, desde que es humano, mitos, imágenes, palabras, lenguas, artes, técnicas (y, más recientemente, ciencias) con las cuales ha podido ir sobreviviendo durante milenios, aunque siempre más o menos “transido”, como gustas de decir tú, aplicando con agudeza y ternura esa palabra a vuestro modo de ser, a la dominicanidad. Me parece muy acertada, y heurística, esa expresión, “dominicanidad transida” y creo que puede ayudar a pensar, a interpretar, lo que os está pasando a la luz de lo que os ha pasado y de lo que os puede pasar. De todas formas, creo que no hay que perder de vista que aunque los dominicanos tengáis un peculiar modo de estar o de ser “transidos”, transidos lo estamos todos y cada uno de los seres humanos, desde que empezaron a ser humanos. 

Quizás, extrapolando la cuestión, podría decirse que el ser humano es un “ser transido” (transido de distintos modos, en múltiples versiones, pero siempre, más o menos, transido) que, precisamente por estar transido, crea una enorme diversidad de formaciones culturales, con las que pretende dar respuesta a su situación transida y ayudarse a vivir con dignidad. Esto, a veces lo logra, generando ámbitos de cuidado recíproco, de convivencia y colaboración, pero otras muchas veces más bien lo malogra, generando sufrimientos añadidos, alienaciones múltiples y desvaríos sin cuento (haciendo que resulte legítimo preguntarse si no fue peor el remedio que la enfermedad), que pueden provocar hasta la autoaniquilación de la vida humana en el planeta.

(A.M): En tu ensayo “Hermenéutica del lenguaje y simbolismo” (2005), dices que el filósofo de la hermenéutica Ortiz-Osés se centra en el lenguaje como objeto y sujeto de interpretación, pero que va más allá de la episteme para situarse en lo antropológico, : “lenguaje dice diálogo ético-reflexivo (espiritual) y consenso racional, pero desde una apalabramiento anímico-existencial y un consentimiento interpersonal”.  La riqueza del símbolo consiste, según esto, en que no se puede verter en palabras, no se agota en estas, de lo contrario dejaría de ser símbolo, se muere. De ahí, que tú digas que: “La conciencia ha de respetar el misterio del símbolo, ha de aceptar, en todo caso, que no puede agotarlo, que no puede comprenderlo totalmente, adoptando una actitud simbólica.”

¿Cuál es el valor del símbolo en sí, su capacidad en lo cultural y social? ¿En la Cibercultura de estos tiempos?

(LG):

Haces aquí alusión a Andrés Ortiz-Osés, que es efectivamente uno de los pensadores actuales que más ha insistido en resaltar la importancia y la eficacia que tiene el simbolismo dentro de la filosofía, como no podía ser menos, si tenemos en cuenta la enorme influencia que dicho simbolismo ejerce tanto en la vida individual como en la vida social. Ortiz-Osés fue el introductor de la Hermenéutica en el mundo hispanohablante al propiciar la traducción al español, en 1977, de la obra central de Gadamer, Verdad y método, mediando entre Gadamer y la editorial Sígueme. Yo tuve la suerte de que me dirigiera la tesis doctoral en la Universidad Deusto. Por cierto, entre vosotros hay un profesor de la UASD, Edickson Minaya, que demostró con su tesis, que yo tuve la ocasión de dirigir, que es uno de los mejores conocedores de su obra, y en particular de su hermenéutica simbólica. Espero que el profesor Minaya continúe con su labor de difusión de la Hermenéutica en esta versión simbólica y pueda hacerla fructificar al aplicarla creativamente a las problemáticas específicas que se plantean a este otro lado del Atlántico.

Hans-Gerg Gadamer

Pero, para contestar a la cuestión que me planteas ahora, voy a intentar aplicarla a nuestra situación concretar, a nuestra actualidad, sacudida por la pandemia que nos tiene “transidos”, para desde ahí reflexionar sobre el simbolismo en su relación con el amor y con el miedo. Esa pandemia, con su cortejo de muerte, de dolor, de aislamiento y de destrucción de gran parte de nuestro mundo, nos recuerda la necesidad de los procesos de la naturaleza y de sus leyes, una necesidad que rige su expansión por todo el mundo sin hacer distinciones.

Al recordarnos algo sobre la naturaleza exterior, este virus también nos recuerda algo sobre nosotros mismo. Nos recuerda que no estamos fuera, o sobre, la naturaleza, sino que somos seres naturales, aunque también seamos, en cierto sentido, “sobrenaturales”, ya que somos seres culturales (o “innaturales, como quería A. Gehlen, por naturaleza”). En este sentido cabría decir que (además de ser síntoma) el virus nos transmite no sólo la enfermedad, sino también un desengaño radical. Este desengaño que, por decirlo así, nos contagia el virus, nos hace tomar conciencia de la contingencia radical de nuestro mundo, al que ingenuamente habíamos considerado como necesario, confundiéndolo así con la naturaleza.

Ahora caemos en la cuenta de que nuestro mundo no tenía mucho fundamento, de que sus cimientos no descansaban sobre la roca, sino en el barro o en la arena, de que se apoyaba, como el propio dinero que lo articula y dinamiza, en ciertas figuras o figuraciones, en determinadas ficciones, en un conjunto de símbolos, de formas simbólicas que se entrelazan entre sí y nos mantienen entrelazados con ellas.

Descubrimos, constatamos o reconocemos, pues, el mundo como el reino de la contingencia articulada, bien que mal, bien y mal, por nuestras figuraciones que son, entre otras muchas cosas, las que le conceden el valor al dinero, el más universalmente reconocido de los valores (al menos en este mundo). Pero detrás de esas figuraciones podemos descubrir dos fuerzas radicales que las alientan: el amor y nuestro miedo.

Las figuraciones o simbolizaciones basadas en el miedo son (o al menos parecen) más robustas, más firmes y vinculantes, forzosas, necesarias, automáticas (se quieren eternas, intemporales): son patriarcales, defensivo/agresivas y, separándonos de lo que se nos presenta como un peligro, nos hacen tomar conciencia del peligro, preparándonos para atacar o huir. Generan corazas, murallas, lanzas y espadas, fronteras, mazmorras, controles. Resultan útiles, en especial para los poderosos, para los vencedores. “El miedo -según nos asegura el refrán- guarda la viña”, y lo hace negando aquello que, de un modo u otro, puede negarla, dañarla, ponerla en peligro.

Por su parte, las figuraciones o simbolizaciones que se sustentan en el amor son más bien sutiles, no obligan, sino que nutren e incitan a crecer, a aprender, a ejercer la libertad, a ser conscientes de lo que somos y a reconocernos, en nuestras relaciones con los otros, como humanos que compartimos nuestra común humanidad. Generan puentes, moradas, refugios, espacios comunes, ventanas, porosidades. “Buen amor y buena muerte -sentencia otro refrán-no, hay mejor suerte”.

Pues bien, el miedo, surge por sí mismo en cuanto nos creemos seres separados, reclama control, poder, pues nos hace creer que así podremos escapar de él. Nos pide que luchemos y que nos aislemos del enemigo invisible, que se (puede) encarna(r) en nuestro prójimo, el cual se convierte, así, en (potencial) enemigo visible. Ese miedo al enemigo invisible se fomenta cuando se emplea una terminología (y la correspondiente simbología) bélica. Las imágenes de la lucha heroica pueden servir para expresar, articular y figurar el miedo y la angustia que la amenaza de muerte suscita, conteniéndolo en mayor o menor medida. Además, esa simbología tiene otra característica: hace que la energía y la atención se vuelquen hacia fuera, se focalicen en aquello a lo que nos incita a combatir, presentándonoslo como el enemigo (monstruoso).

La adopción de una actitud belicosa, heroica o guerrera resulta, así, eficaz también para combatir nuestro miedo. Nos desconecta de él, dejamos de prestarle atención al dirigirla hacia el enemigo. Por eso parece que nos alivia, pero, al proyectarlo en la imagen de un monstruo, lo hace con una carga de agresividad (patente o latente, consciente o inconsciente) que fácilmente se transforma en odio. Y el odio tiene dos salidas: o bien acaba encontrando un enemigo visible en el que descargarse, temporalmente (y si no existe, puede crearlo) o bien se vuelve contra uno mismo de un modo autodestructivo.

Sólo el amor consciente, el amor humano, es capaz de asumir el miedo, reconocerlo como tal, aceptarlo e integrarlo como algo propio nuestro, como algo común, que, como la verdad, es de todos. El amor consciente no niega el miedo, lo acoge, lo escucha y ayuda a encontrarle nueva expresión, nuevas figuras o figuraciones, imágenes que lo hagan visible, y aun tangible, y que, de algún modo, transformen la energía que el miedo contiene para ponerla a disposición de la creación consciente. El miedo puede servir para guardar la viña de posibles daños y amenazas, como afirma el refrán, pero no la hace crecer, ni le puede ordenar que lo haga. La viña crece porque crece, porque el crecer está en su naturaleza, mientras que no haya algo que se lo impida. En parte, en una pequeña parte, el miedo puede ayudarnos a “cuidar la viña”, pero es sobre todo nuestra acción de preparación y cuidado consciente e inteligente lo que posibilita que la viña nos regale sus frutos, embellezca nuestros campos y nos proporcione el oxígeno que nos mantiene vivos, mientras vivimos.

No hemos venido, como pretende hacernos creer el neoliberalismo imperante, a comprar la felicidad, es decir, a ser grandes y felices consumidores (sin alma ni profundidad alguna), sometidos a la tiranía de los mercados, a la dictadura de las grandes corporaciones y a los caprichos o veleidades de los capitales financieros. Esa clase de felicidad, individual e individualista, se propone eliminar lo que la niega: la tristeza, el dolor, el miedo, la inseguridad y en definitiva, la oscuridad del mal. Se trataría, según esa ideología imperante, de lograr la felicidad de la victoria, del triunfo, acallando y ocultando nuestra debilidad e inseguridad, nuestra vulnerabilidad y contingencia, es decir, todo aquello que nos hace humanos y que nos ofrece la ocasión, en la medida que lo asumimos, lo articulamos y lo expresamos, de compartirlo, de comunicarlo, de reconocerlo y, con ello, de irnos humanizando, de ir aprendiendo a ser humanos.

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