En cuanto a los sentimientos, la pregunta realmente apasionante hoy no es, mi entender, si las máquinas llegarán a tener sentimientos, sino sus sentimientos serán como los nuestros, si tal vez no acabarán teniendo sentimientos que nosotros no hemos podido siquiera imaginar.
(A.M): En mi libro La República Dominicana en el ciberespacio del internet. Ensayo filosófico cibercultural y cibersocial, hago referencia a su trabajo “Los nombres de la razón “(1997) y de manera puntual a la articulación entre “razón técnica y naturaleza”. En el texto digo cómo los filósofos somos de épocas, y que como tal tenemos que pensarla y repensar conceptos como: verdad, tiempo, espacio y realidad. En tales aspectos enfatizo que “no es despreciando la tecnología, bajo el supuesto de que esta no tiene que ver con el discurso o el logos. Es más bien, comprender, como lo aborda el intelectual Pacho, las concreciones históricas de la razón técnica, indisociable del hecho mismo de la cultura de su forma genuina (p. 20). ¿Hoy más que nunca es imprescindible redefinir todos los espacios filosóficos, tecnológicos y sociales, a la luz de nuestros tiempos cibernéticos? ¿Comprender que no hay sujeto en la historia pre técnico?
(J.P): Aunque el uso aprendido de técnicas y herramientas no es exclusivo de los humanos, es evidente no hay un sujeto humano pretécnico, como no hay un sujeto humano prelingüístico. Ahora bien, la evolución cultural de la técnica sigue ritmos muy distintos de los del lenguaje. Los lingüistas se sorprenden de que el lenguaje parece haber sido dado todo “de una vez”, pues no es justificado, p. ej, suponer que haya habido un lenguaje propio de la Edad de Piedra. Esto, tomado a la letra, no ha podido ser así, sobre todo si por lenguaje entendemos la capacidad lingüística necesaria para hablar cualquier lengua. La adquisición del lenguaje ha sido un proceso tan largo como lo es el proceso de especiación por el que hemos llegado a ser la especie que somos. Pero sí parece que, tras haber adquirido la competencia lingüística que nos caracteriza, se da todo de una vez en el sentido de que no hay revoluciones lingüísticas intraculturales equiparables a las sucesivas revoluciones tecnológicas.
La evolución de la técnica no es sin embargo aleatoria. Uno de sus rasgos más característicos es que la distancia entre las fases revolucionarias es cada vez más corta. La historia de la técnica se halla, al menos desde la revolución neolítica, en un proceso de aceleración constante. La cultura contemporánea se caracteriza precisamente por hallarse en un estado de revolución tecnocientífica permanente. Nunca la mente humana había sido, ni por asomo, tan feraz en la generación innovaciones tecnológicas.
Un papel decisivo juega en ello la digitalización del significado y su aplicación física en las tecnologías de la información. Su trasfondo básico es la inteligencia artificial, cuya fuerza disruptiva es ya constatable en todos los ámbitos de la cultura, desde la adquisición, justificación y difusión del conocimiento hasta la economía industrial y financiera, pasando por las relaciones sociales y políticas, la creación artística, la medicina y, por supuesto, la investigación científica. Nada quedará fuera de su (benéfica o maléfica) influencia. Y nada es aquí nada, sin zonas exentas.
Nuestra mente, es decir, nuestro cerebro, no estaba, por razones evolutivas, preparado para esto. Nuestro cerebro es una máquina adaptativa muy flexible, pero los ritmos de adaptación bajo los que surgió, dictados por los cambios del entorno natural, eran infinitamente más lentos que los ritmos de la cultura.
Es claro que la evolución de nuestra cultura se halla ahora inmersa en una segunda adaptación. Es requerida por un entorno que nosotros mismos creamos. Estamos aprendiendo a sobrevivir en este medio de forma análoga a como aprendimos a sobrevivir en la naturaleza gracias a la primera adaptación. En la segunda adaptación hay dos novedades básicas respecto de la primera: la adaptación al medio es culturalmente aprendida, no heredada, y debe aprenderse siempre de nuevo porque el medio no es estable, pues se halla en permanente mutación.
Debemos en consecuencia ser hoy en extremo flexibles, estar dispuestos a deponer las certezas y hábitos que habíamos adquirido de la primera adaptación o de la herencia cultural. Todas las evidencias recibidas, por muy queridas que nos sean, están amenazadas de obsolescencia. Es el precio a pagar por la feracidad cognitiva que el espíritu humano ha alcanzado en la cultura contemporánea.
(A.M): En ese texto, se dice que el mérito que con mayor consenso hasta ahora puede atribuírsele a la filosofía consiste a fin de cuentas no tanto en haber descubierto verdades, las cuales pertenecen a las ciencias particulares, sino en haber desenmascarado errores o contribuir a evitarlos. De ahí, que cite a Kant en cuanto que la misión de la investigación filosófica en general y, muy especialmente, la dedicada al estudio de la naturaleza de la razón. ¿En el mundo filosófico de Kant se da una relación entre ciencia y naturaleza?
(J.P): Por supuesto. De hecho Kant era experto en algunas cuestiones científicas, como las cosmológicas. Pero hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, la distinción actual entre filosofía y ciencia todavía no era tan clara en la segunda mitad del S. XVIII. Todo conocimiento en su conjunto era considerado desde la Antigüedad como una unidad o, según una imagen frecuente, como un árbol. En la versión cartesiana de este árbol, que no distaría de la que hubiera hecho Aristóteles ni distaba de las versiones que se habían hecho en la Edad Media, la raíz sería la Metafísica (también conocida como “ciencia primera”), el tronco sería la Física, las ramas el resto de las ciencias, naturales y humanas, y los frutos las ciencias prácticas. Nos hay aquí ruptura entre filosofía y ciencia; no hay lugar para las “dos culturas”, según la conocida expresión de Snow. Kant es heredero de esa situación. Pero también ha comprendido, tras la aparición de la mecánica de Newton, que la filosofía, si ha de ser una forma diferenciada de conocer, no tiene atribuciones para explicar el mundo mejor que las de las ciencias particulares. Así que, o se identifica con la ciencia o deja de competir con ella en la explicación del mundo. Por eso reduce la filosofía al terreno normativo, sea en el orden de la moral o de la epistemología. Por eso dice que la filosofía ha de ser “canon” y no “doctrina”. Esto significa que no explica el mundo, sino los límites normativos del conocimiento o, como él dice, las “condiciones de posibilidad” del conocimiento. En otras palabras: qué tipo de cosas podemos conocer y cuáles no, cómo y hasta dónde. Repito: no cómo sea el mundo. En ese contexto puede la filosofía descubrir errores respecto las pretensiones del conocimiento. ¿Cómo? Mostrando falacias estructurales, antinomias y, sobre todo, mostrando la diferencia entre lo naturalmente deseable para nuestro conocimiento y lo posible de forma racionalmente justificada.
(A.M): En el texto tu explicas cómo la tradición filosófica griega, específicamente en Platón y Aristóteles, el saber técnico es discriminado, es impuro ante el saber teórico, para tales fines lo espiritual tiene que sacudirse de todo engaño, de toda apariencia, inherentes a lo material, y que tal liberación de lo aparente inherente a la particularidad material, es capaz de penetrar en el verdadero núcleo de la naturaleza y de realizar por tanto la verdadera naturaleza humana. Tal discriminación del saber técnico ante el saber teórico, dejan entrever que: “Las consecuencias de este extraño supuesto han bastado para condicionar la historia de la filosofía”. ¿Esta visión filosófica encontrada en Platón y Aristóteles deja marcado el desprecio desde la filosofía por los estudios de la tecnología?
(J.P): Ha habido en la historia de la filosofía un cierto supremacismo intelectual de las ciencias humanas sobre las naturales y de las ciencias contemplativas respectos de las prácticas. Esto se debió, ya en la concepción platónica y aristotélica, al dualismo ontropológico según el cual el espíritu o alma, por ser el que toma las decisiones y porque sería en parte independiente de limitaciones materiales, sería más noble que el cuerpo. Pero hay también un fondo sociopolítico. Se considera que la actividad conceptual contemplativa, como la dedicación a la matemática o a las artes, es más noble que el trabajo físico. Aristóteles llega a decir que el trabajo físico es degradante, salvo que se sea propietario de los bienes que se trabajan o se haga para ayudar a un amigo. Pero, ¿quién podía en la Grecia del S. IV dedicarse a la contemplación, a las ciencias teóricas o a las artes? Sólo los ciudadanos libres y, sobre todo, los pertenecientes a lo que hoy consideraríamos alta sociedad. ¿Quién hacía los trabajos de tipo corporal? Básicamente los esclavos.
La primacía de las ciencias teóricas frente a la técnica y el desprestigio ontológico de lo material ha jugado un papel en la historia del conocimiento y de la tecnología. Aún así sería ir demasiado lejos afirmar que en ello radica el desprecio filosófico por los estudios de tecnología. De hecho han disfrutado de muy buena reputación en las últimas décadas.
(A.M): Tus indagaciones sobre la razón técnica y su articulación con la naturaleza deja bien claro cómo ha predominado esa extrañeza de la filosofía ante el saber técnico, que ni “la Ilustración moderna, ni la apología marxista de la reciprocidad dialéctica entre hombre y naturaleza a través del trabajo intelectual y físico hayan podido suprimir esa extrañeza” (Ibíd.,. 64). En estos tiempos cibernéticos de aceleración, velocidad virtual y de un cibermundo caracterizado por redes sociales, inteligencia artificial y realidades virtuales aumentadas y entretejidas través de algoritmo, en el ciberespacio, ¿se puede decir que sigue persistiendo esa extrañeza entre los intelectuales y pensadores sobre extrañeza que tanto le ha llegado a preocupar en sus investigaciones?
(J.P): La extrañeza, palabra que entiendo como sinónimo parcial de “xenofobia”, persiste en el dualismo entre hombre y máquina, en el miedo a compartir el mundo con la inteligencia artificial. Miedo no sólo a que las máquinas nos roben el puesto de trabajo, sino a que esas máquinas tomen decisiones y nos interpelen. Es sorprendente que nos fiemos más de las decisiones que elabora nuestro cerebro, del que no sabemos cómo las toma, que de las decisiones de las máquinas que nuestros cerebros construyen. ¿Por qué esta xenofobia ante la máquina? Porque el cerebro se las has arreglado para hacernos creer que somos “nosotros” y no él quien toma las decisiones.
Nuestras mentes se excitaron en la segunda mitad del siglo XX con la pregunta de si las máquinas podrían pensar. Tuvimos que aceptarlo y que en muchos casos piensan mejor que nosotros. Pero nos consolamos aduciendo que las máquinas sólo hacían cálculos a partir de bancos de datos suministrados por nosotros. Cuando vimos que eso no era así, que las máquinas podían elaborar estrategias, engañar y ganar a los mejores jugadores humanos de ajedrez, nos consolamos aduciendo que el ajedrez es un juego para el que se requiere una inteligencia muy parcial; que, en último término, las máquinas nunca podrían entender un chiste, tener conciencia o sentimientos. Pero cada vez hay menos razones de peso para aceptar estos residuos de extrañeza ante las máquinas inteligentes.
Una de las aportaciones más serias de la inteligencia artificial es que nos está mostrando que teníamos una idea equivocada de qué es pensar. Tenía que ser equivocada porque el cerebro es ciego respecto de sí mismo, y ni sabe ni puede saber experiencialmente, por razones evolutivas muy ventajosas, qué hace cuando piensa. Nos muestra el resultado, su output (significados), pero no los procesos físicos de los actos de pensamiento. La consecuencia es que sólo accedemos al pensamiento a través de otros pensamientos. Imaginemos un mundo en el que hubiera vino y un solo vinicultor todopoderoso. Imaginemos que el vinicultor nos da un excelente vino pero no nos permite saber nada acerca de viñas, uvas, mosto, fermentación. Ni siquiera tener noticia de su existencia. Nuestra idea del vino sería equivocada, determinada sólo por las experiencias organolépticas. Algo así hace el cerebro con su pensamiento: solo nos (o se) permite conocer el output, no el proceso de generación fuera del mundo del significado. Las máquinas inteligentes están cambiando este estado de cosas. El vinicultor nos pasea por viñas y bodegas.
En cuanto a los sentimientos, la pregunta realmente apasionante hoy no es, mi entender, si las máquinas llegarán a tener sentimientos, sino sus sentimientos serán como los nuestros, si tal vez no acabarán teniendo sentimientos que nosotros no hemos podido siquiera imaginar.
En suma, la extrañeza ante la técnica se muestra en que todavía es pertinente esta pregunta: si la naturaleza ha sido capaz de crear, sin ayuda de un diseñador inteligente y externo a ella –otra vez la tesis naturalista–, un organismo tan complejo e inteligente como el cerebro humano, ¿por qué creaciones suyas como la inteligencia artificial habrían de ser menos complejas y capaces que las creadas por la sola naturaleza?