El ultraderechista y presidente de Brasil Jair Messias Bolsonaro  pretende desmantelar  toda la estructura en que ha descansado el pensamiento humanista de ese país, de manera específica suprimir la filosofía y la sociología, que en su segunda fase sería enviar a los filósofos, a los sociólogos y a todo pensador crítico a la clandestinidad, al exilio o al paredón.

(A.M): Antonio Hermosa Andújar, filósofo y traductor de obras de algunos de los pensadores de la ilustración, dice cómo los “Escritos Políticos” (1989) de Diderot fueron ignorados e incomprendidos y que en los manuales de historia de las ideas políticas solo aparecían los nombres de Locke, Montesquieu, Rousseau, Voltaire. Es después de dos siglos de su muerte que el Diderot político ha sido rescatado de ese olvido  y que, de acuerdo a Hermosa Andújar, “la forma de  pensamiento en que se expresa DIDEROT  se debe al hecho de ser éste uno  de los más preclaros exponentes de esa orientación  experimentada por el pensamiento durante el siglo XVIII”… (El nombre completo en mayúscula no es mío, A.M).

Juan Carlos Mieses y Andrés Merejo.

El pensamiento político de Diderot, critica, reconoce los límites de los soberanos, ya que según él   “son aquellos a quienes la voluntad de los pueblos  ha conferido el poder necesario  para gobernar la sociedad” (ibíd., p.25). Sin embargo, estos soberanos tienen sus límites, porque de lo contrario se convierten en déspotas. Para Diderot: “Cuando un soberano absoluto se arroga el derecho de cambiar a voluntad las leyes fundamentales de su país, cuando ambiciona un poder arbitrario sobe la persona y las posiciones de su pueblo, se convierte en déspota” (ibíd., p.28). ¿Con el resurgimiento de los ultranacionalismos y el neopopulismo en Europa, y en parte de Latinoamérica, cobran fuerzas algunas de las ideas políticas de Diderot?   

(C.L): La postura de Diderot frente a la monarquía absoluta era clara: el riesgo de que se convirtieran en tiranía era evidente para él, por eso era imprescindible no olvidar de dónde provenía su poder. Los llamados «déspotas ilustrados», los monarcas europeos que pretendían gobernar «para el pueblo, pero sin el pueblo», llamaron y acogieron en sus cortes a los filósofos franceses. Ya he comentado que Diderot viajó en 1773 a Rusia, atendiendo a una invitación de Catalina II. El filósofo mantenía una conversación diaria con la emperatriz, y parece que preparaba cuidadosamente sus guiones. El filósofo recurre a la conversación, no sólo como mayéutica, sino también como método para analizar sin prejuicios y con sinceridad su propio pensamiento.

En La Haya, en 1774, Diderot tomó notas acerca de la Instrucción de la Emperatriz de Rusia a los diputados para la confección de leyes o Nacaz, lo que nosotros consideramos una Constitución, que Catalina II había redactado en 1765. Con objeto de recordar a la autora que sus proposiciones habían sido redactadas desde el trono en el que la monarquía se confunde con la tiranía, punto por punto va repasando infinidad de temas políticos. Diderot cita el artículo 21 de dicha Instrucción, donde Catalina II indicaba la necesidad de elaborar leyes que permitieran amonestaciones y que establecieran por adelantado las órdenes que debían ser obedecidas y el modo de ejecutarlas. Diderot anota que «leyes como ésas no vuelven firme e inalterable la constitución de un Estado», añadiendo: “El lema inicial de todos los que suben al trono es: Paz entre mi pueblo y yo; uno tras otro, todos lo han pregonado en voz alta: aún está por ver quién mantendrá su palabra: es el Mesías. Pueblos, no os apresuréis en decir: «Helo ahí, ha llegado»; esperad los milagros que deben revelarlo”.

Los biógrafos de Diderot coinciden en señalar la desilusión del filósofo al comprender que la mayoría de sus propuestas políticas no eran aceptables en un régimen tiránico, como él mismo comprobó más tarde. Se trataba de una cierta «pátina filosófica» con la que los monarcas ilustrados cubrían su interés en mantener su poder, que veían amenazado. Diderot creía que estaba en Rusia para instruir a una zarina, dado que consideraba, como buen «ilustrado», que el progreso social debía promulgarse desde arriba, y, por lo tanto, los reformadores debían conseguir ser oídos por los poderosos. El nuevo orden social construido por la Razón debía ser,

indudablemente, el Estado, el Estado racional cuya constitución regulara los tres órdenes rectores del comportamiento social e individual, y, además, sin gobernar demasiado, ya que la sociedad feliz sólo se da si se reconocen los derechos individuales, si se recompensa socialmente el mérito, y si divide y controla el poder: en pocas palabras, el Estado de la felicidad que adoptará el Estado liberal del siglo XIX.

(A.M): El ultraderechista y presidente de Brasil y Jair Messias Bolsonaro (2019/05/11)   pretende desmantelar (recorte presupuestar al sistema educativo) toda la estructura en que ha descansado el pensamiento humanista de ese país, de manera específica suprimir la filosofía y la sociología, que en su segunda fase sería enviar a los filósofos, a los sociólogos y a todo pensador crítico a la clandestinidad, al exilio o al paredón. Su concepción escolástica militar, de corte pragmática, desprecia el espíritu de la libertad, y afianza la ideología de la intolerancia, el fanatismo y las supersticiones. La ideología ultraderechista de Bolsonaro tiene como objetivo llevar a Brasil al oscurantismo y a la vuelta a la Nueva Edad Media (Minc,193). ¿No fue contra ese espíritu totalitario que lucharon los representantes de la Ilustración, con Diderot y Voltaire a la Cabeza?

Juan Carlos Mieses, Cristina Laso y Andrés Merejo

(C.L): Sin lugar a dudas. Tenga presente que la educación era uno de los pilares fundamentales del proyecto ilustrado. Fíjese en que, en democracia, cuando se intenta establecer pactos parlamentarios estables, que no dependan de la ideología del partido en el poder, uno de ellos suele ser el educativo. Y, por eso mismo, suele ser el primero que se intenta modificar: la escuela es un arma cargada de futuro. ¿Qué está sucediendo en nuestros días? Que la política, reducida a gestión, nos considera a los profesores “recursos humanos” que hay que gestionar (controlar) con eficacia: se nos piden números y se nos evalúa, nuestra docencia se mide en créditos, nos ofertamos en ferias… ¿Cuándo ha entrado ese discurso mercantil en la educación? ¿Cómo lo hemos consentido? La ultraderecha hace muy bien su trabajo: degrada la escuela pública, dejándola sin recursos y en precariedad, para implementar la escuela privada. Así de simple. El objetivo no es ya, como en el siglo XVIII, volver al pensamiento medieval: el objetivo es enriquecerse aún más. Da igual cómo y a costa de qué. Estamos en pleno auge del capitalismo, con su ley de la oferta y la demanda. El amo actual no tiene rostro.

Voy a comparar esta cuestión con lo que planteaba Diderot en su época. Partiendo de una posición filosófica escéptica, los filósofos se autodenominaban “eclécticos”, tal y como quedó recogido en la Encyclopédie la entrada “Éclectique”, ya que únicamente el ecléctico puede sostenerse sin obedecer a un solo amo, “y osa pensar por sí mismo”. Piense usted qué concepto se tiene en la actualidad de un ecléctico: alguien que sabe “de todo” pero que no sabe “de nada”. Es justamente lo contrario de lo que pide en la actualidad el discurso hegemónico, con su demanda de más y más especialistas, y cada vez menos lectura, menos educación de la sensibilidad, menos interés en otras disciplinas, en fin, nada de sapere aude. Pero no hay que olvidar el objetivo del discurso capitalista: la plusvalía. Así de claro. Y, ciertamente, su demanda es insaciable, y puede llegar a enviarnos al destierro (no sería la primera vez). Así las cosas, querrán sustituirnos por Wikipedia, que contiene muchísimos más conocimientos que cualquiera de nosotros y de nosotras, pero fracasarán, porque el saber que cuenta sólo se obtiene cuando la experiencia de un sujeto y sus conocimientos, articulados, se elaboran. Tiempo al tiempo. Ya se ha puesto de moda “contratar” a un filósofo o una filósofa en los Consejos de Administración de algunas empresas. ¡Ojo al nuevo papel que podemos jugar en esos lugares! Atención al discurso del amo actual (el mercado). Mientras tanto, cuidemos nuestras escuelas, no las dejemos “morir” a manos de la competencia especializada.

(A.M): Su discurso sobre las posibilidades utópicas de un mundo globalizado, rastrea el término utopía como el lugar donde habita la distancia entre ser y deber ser, entre las quimeras y los mitos, que aparece con la obra de Tomas Moro (Utopía, 1518) hasta entrado el siglo XX, en la que dicho concepto, luego de la primera y segunda guerra mundial, va perdiendo legitimidad para darle paso a la distopía, que es lo opuesto a lo utópico o mundo feliz y paradisíaco.

La distopía es la no proyección en el futuro del mal, de lo infernal, sino que ya tiene su punto de partida apocalíptico en el presente, no está en un más allá, como la utopía. Ante la utopía de Moro se le opone la distopía de George Orwell, 1984. Contrario a Zygmunt Bauman, que habla de Retrotopía (2017), que no es de un presente, ni de un futuro, sino de un pasado abandonado, nostálgico, revivido. Se ha perdido la fe en los grandes proyectos utópicos del futuro y el presente es aterrador (distópico), solo la vuelta al pasado, a lo que se puede asegurar ante la incertidumbre, que, de acuerdo a este sociólogo y filósofo, es una “vuelta aquel mundo de Hobbes” (p.53), el cual junto con la vuelta a las tribus y al seno materno “tienen su origen más o menos en la misma fuente: el miedo al futuro incrustado en un presente exasperantemente caprichoso e incierto” (p.147). De ahí que invoque el dialogo, ante un mundo y cibermundo que tiene más preguntas que repuestas, que, ante la complejidad de los problemas de nuestro tiempo cibernético, no hay soluciones ni alternativas parciales. ¿El diálogo, Diderot, Él y el filósofo, tema dialógico de nuestro tiempo?

(C.L): El diálogo diderotiano pone sobre la mesa los grandes temas que, al menos desde que contamos con fuentes escritas, se ha planteado la humanidad. Esos temas no han cambiado, ha cambiado la manera de formularlos y los síntomas que producen en cada momento. La utopía de Moro surge precisamente queriendo afrontar las dificultades en una época de grandes conflictos religiosos, y su ficción proponía un modo de seguir creyendo en que las cosas podían ser de otra manera, en otro lugar, en otro tiempo. Es un producto de la imaginación, del deseo. Por eso considero que el lugar de la utopía es la literatura. Ciertamente, una sociedad perfectamente armonizada y organizada, como una colmena o un hormiguero, no necesita de la política, del arte de gobernar. Es fruto de la fantasía de un autor, de sus ideales y expectativas. Todo intento de llevarlo a la práctica ha dado resultados negativos, por supuesto; en el caso de las utopías socialistas del siglo XIX, tenemos la descalificación marxiana de “socialismo utópico”, en oposición a lo que Marx consideraba “socialismo científico”. Es decir, ni la vuelta al pasado, ni la desaparición de los conflictos en las instituciones que hemos creado, ni el amor incondicional y desapasionado al prójimo pueden ser realidades efectivas. Por eso me interesa la utopía como género literario, en la medida en que ofrece, a través de una experiencia estética, una visión de los conflictos concretos de un sujeto y de una colectividad. Pero, como bien señalaba usted en la pregunta, estamos en un momento de auge de las distopías, o “lugares funestos”, que yo pondría en continuidad con las utopías clásicas, ya que presentan la otra cara de ese supuesto orden perfecto. Distopía es un concepto asociado al pesimismo, a una expectación catastrófica arraigada en lo más profundo del ánimo. Las distopías en el siglo XX tenían enfrente al totalitarismo; las actuales plantean que el futuro es lo peor, y que está a la vuelta de la esquina. Un futuro sin historia, propio de una sociedad de consumo. A menudo linda con lo post-apocalíptico. Al ser un producto de ficción, la distopía ensaya una pintura parcial del futuro a partir de la crítica del presente, una sociedad alterna que resulta una metáfora efectiva. Si la utopía era la representación imaginaria de una sociedad benéfica, la distopía describe un mal lugar, sin necesidad de tecnología, leyes o atrocidades imaginarias. La evolución se traduce hoy en un retroceso hacia formas inconcebibles de salvajismo, hacia un aterrador medioevo tecnificado. La distopía ha dejado de ser una noción académica y permea todas las clases sociales. Lo fundamental: es un aviso. Pero, implícitamente, sostiene una creencia a la que no debemos renunciar: las cosas pueden ser de otra manera.

(A.M): De ahí, que en la línea de tu discurso distópico, sale a relucir la novela  “El día de todos” (2014) del poeta y novelista dominicano Juan Carlos Mieses, donde se narra  un supuesto conflicto sangriento y aterrador  entre  la República Dominicana y Haití, por cuanto lo distópico  hace acto de presencia. De acuerdo al filólogo Gonzalo Martín de Marcos (2017), el texto narra la distópica como posible estallido del conflicto domínico-haitiano. “Jean Pierre, una suerte de mesías político haitiano (transfigurado en Papá Yoyó), dirige una acción terrorista contra la Basílica de Higüey, que alberga la Virgen de la Altagracia, de enorme valor simbólico en la República Dominicana” (p.283). ¿Cómo valora la novela “El día de todos”, en la relación utopía –distopía – retrotopía?

El novelista Juan Carlos Mieses, conversa con los doctorandos.

C.L.  El día de todos es una distopía que cumple las condiciones del género: se refiere al poder y a sus complejos entramados; hace alusión a las circunstancias histórico-sociales desde donde la contempla el lector, o la lectora; los personajes de la obra han sacrificado su libertad, aunque desde posiciones éticas diferentes: todos ellos son “ficciones” de la crisis; y, un rasgo diferenciador en las distopías del siglo XXI está siendo el protagonismo de las mujeres. En el caso de la obra que nos ocupa, Tit´Karine, la niña haitiana, es la que, recogiendo y repitiendo un saber tradicional de su abuela, adivina el final del recitado que nombra los días de la creación. En esta construcción distópica, como en todas, algo no funciona como se espera: por una parte, está la memoria, que recorre toda la obra. La memoria, tejida de recuerdos y de olvidos, es asaltada por un olor familiar, por el sonido de la brisa, por un destello en la ventana, por el repique de las campanas o por la percusión de los tambores, de modo que todos los personajes desobedecen el precepto fundamental: “El olvido era la norma” (p. 154). La memoria actualizada de sus historias explica la posición ética que adoptan, uno por uno, ante los acontecimientos. Por otra parte, los personajes que ostentan algún tipo de poder en la novela tienen, o sueños sin sentido, u oyen voces ancestrales personificadas en ritos mágicos, de modo que, por ejemplo, el personaje mesiánico, Jean Pierre, el párroco renegado convertido en Papá Yoyó, tiene la certeza de que “ el tiempo se le acababa, pero la seguridad del final establecía un orden perfecto en su vida” (p. 116). El líder encarna la pulsión de muerte al desnudo. Y, entre esos dos extremos, entre la memoria singular de cada personaje, marcada por las huellas de un pasado reciente, y la promesa de redención por el sacrificio, ofrecida por el iluminado, se juega todo el despliegue del odio y la culpa ancestrales, de los deseos y expectativas ocultos bajo los discursos: “Tal vez el orden era una pared de papel que escondía un mundo caótico y perverso dedicado a destruir las certidumbres” (p. 61)

A pesar de ser una lectora “extranjera” del conflicto y desconocer muchas de las referencias geográficas, idiomáticas y simbólicas que recorren el texto, he disfrutado con su lectura, ya que la prosa poética de Juan Carlos Mieses es magnífica. Y su posición ética, también. Uno de los personajes de la novela, el Cardenal, cuando es asaltado por sus recuerdos infantiles en un momento en el que tiene que tomar una decisión difícil, “su niñez le parecía una historia leída en un libro; la placidez de la mañana, una trampa; el futuro, un lugar inhóspito” (p. 125); así las cosas, tiene que encontrar una salida cuando “las viejas expresiones vengativas que reclamaban ojos y dientes al prójimo recuperaban sus estatutos bíblicos” (p. 125). El Cardenal siente sobre sí el peso de la responsabilidad, cuando reflexiona: “El lado oscuro del corazón, el que empujaba a identificar a los culpables y a hacerlos pagar por sus males, amenazaba con ganar la partida; en tiempos de crisis moral basar los actos en los estados de ánimo de la multitud correspondía a abrazar la barbarie” (p. 127) Quizá, es mi interpretación, la custodia del lienzo de la Virgen es una decisión simbólica importante para encauzar un dolor que, sin recursos simbólicos, sólo puede convertirse en violencia infernal. Y el recuerdo de un detalle, aparentemente anodino, de algo en lo que había reparado al entrar en la Basílica, adquiere el valor de huella, de signo. En esos momentos, la naturaleza, que ha sido una protagonista más durante todo el relato, también deja abierta la puerta a una nueva significación: “La naturaleza parecía indecisa entre el final y el comienzo. Quizás porque era lo mismo” (p. 156). Un libro de lectura imprescindible.