La filosofía de bufón consiste en “desenmascarar como dudoso aquello que hasta entonces había valido como indiscutible; descubrir contradicciones en aquello que parecía evidente e incontestable; mostrar lo ridículo de lo que hasta ahora se había llamado evidencia de la razón y descubrir lo razonable que pasa por absurdo”
(A.M):Hay un texto muy interesante del filósofo polaco L. Kolakowski, el cual leí cuando era estudiante de filosofía, “El Clérigo y El Bufón” y lo he releído luego de leer las reflexiones tuyas sobre “El Saber del Bufón “ y que forma parte de la reflexión de la narrativa dialógica del Sobrino de Rameau, y cómo este buscaba el cobijo de los grandes, haciendo profesión del viejo oficio del bufón, el cual, como oficio medieval, diera paso en el siglo XVIII, al bufón intelectual que pone su saber al servicio del rey, el cual quiere mostrarse ilustrado (2010,Pp..84-85). Para Kolakowski, el bufón pone en duda todo lo dado, lo existente, no soporta lo evidente, por eso lo cuestiona,” trata con la buena sociedad, pero no pertenece a ella, se dedica a decirle impertinencias; cosa que no podría hacer si perteneciera a la buena sociedad”. De acuerdo a tu discurso Diderot intuyó del intelectual bufón en su época y “que mantuvo, con los recursos de un buen comediante, la distancia entre el saber y el poder” (ibíd., 94). Diderot mantuvo una estrecha relación con la emperatriz Catalina II ¿Al parecer no mantuvo tal distancia con el poder de esta emperatriz de Rusia? ¿Llegó también a ser el bufón de ésta?
(C.L): Yo diría que no. Yo diría que Diderot “actuó” como un buen comediante: representó el papel del intelectual, del nuevo bufón, pero sin identificarse con él. Diderot era un gran amante del teatro. En aquella época se había puesto de moda expresar los sentimientos en escena. Los mejores actores y actrices eran aquellos que lloraban, gemían, se desmayaban en mitad de la actuación. Pero Diderot se dio cuenta de un problema, que formuló en su Paradoja sobre el comediante: no se trata de “ser” en escena, sino de “representar un carácter”: no hay que ser un avaro para representar al Avaro de Molière, ni un hipócrita para representar a Tartufo, no; lo que hay que saber es cómo habla, cómo piensa, cómo se mueve, cómo sienten un avaro o un hipócrita. El buen comediante es el que sabe representar esos rasgos del personaje, no el que los siente, pues los afectos son volubles y no habría modo de saber, de antemano, cómo se van a sentir los actores y actrices cada día. Esa idea es la que yo relaciono con el saber del bufón, entendiendo que el bufón lo es por oficio, no por elección. Era un oficio que había que hacer bien, que había que saber hacer, pero que se ejercía para sobrevivir; no era una posición crítica con el amo, no cuestionaba el orden establecido: sólo le decía al monarca, con el que pasaba muchas horas, lo que nadie más le decía, y cobraba por ello.
(A.M): Siguiendo el discurso de Kolakowski, en cuanto a que reivindica el bufón y critica al filósofo Georges Sorel, el cual consideraba que éstos fueron meros juguetes de las aristocracias. Para Kolakowski, “No hay duda de que los filósofos han divertido a los señores, pero no olvidemos tampoco que sus juegos han contribuido de un modo decisivo a desencadenar algún que otro terremoto”, de ahí que la filosofía de bufón consiste en “ desenmascarar como dudoso aquello que hasta entonces había valido como indiscutible; descubrir contradicciones en aquello que parecía evidente e incontestable; mostrar lo ridículo de lo que hasta ahora se había llamado evidencia de la razón y descubrir lo razonable que pasa por absurdo” (p.73). Si partimos de que en cada época histórica juega el papel de poner en duda todo lo que es evidencia y toda pretensión de eternidad del poder y los poderosos, tal como dice Nietzsche, poner como mentira la verdad y la verdad como mentira. ¿Diderot pasó por las de Caín al jugar dicho papel de Bufón, con tal de que hoy lo pudiéramos leer?
(C.L): Diderot viajó a San Petersburgo en 1773, cuando ya había superado los 60 años, y estaba muy preocupado. Él sabía que la zarina no había llegado al poder de un modo muy legítimo, y conocía sus ambiciones. Catalina La Grande intentó atraer a Diderot a su corte, primero, con el objetivo de finalizar allá la Encyclopédie, como ya he mencionado, y más adelante, comprándole al filósofo su biblioteca personal y nombrándole encargado de proveer al “Hemitage”, al museo que estaba construyendo la zarina, de colecciones de cuadros y obras de arte pertenecientes a aristócratas europeos arruinados, entre otras razones, por el primer “crack” financiero que conocemos, de principios del siglo XVIII. La cuestión económica, que pocas veces se menciona, forma parte de muchos avatares históricos. Me parece que es el momento de aportar algunos datos aproximativos de los precios y de los salarios de la época:
Una doncella llegaba a cobrar unos 60 francos/año; el sueldo de un obrero en París se situaba entre 300-500 francos/año; el de un profesor de la Sorbona, o el de un magistrado, 1900 francos/año; el médico de moda podía ganar entre 8.000 y 10.000 francos/año, pero los obispos y responsables de grandes monasterios, entre 40.000 y 100.000 francos/año. En lo que respecta a los precios, sabemos que, por una comida sencilla, se pagaba 1 franco; por una peluca barata, 10. El Emilio de Rousseau se vendió, antes de su prohibición, a 18 francos; después, a 20. Los diez últimos volúmenes de la Encyclopédie se vendieron a 200 francos cada uno.
Diderot tenía una hija, Angélique, a la que tenía que “dotar” para la boda. Era el uso de la época: las mujeres tenían que aportar una dote al contrato matrimonial, ya que las bodas eran, precisamente, contratos mercantiles, no se celebraban “por amor”. Con esa finalidad decidió Diderot vender su biblioteca, por 16.000 francos, a Catalina La Grande. En la relación epistolar que mantuvieron se puede leer que Diderot no se engañaba acerca del verdadero interés de la zarina entonces: mientras él la ayudaba en la redacción de una Constitución para Rusia, ella tenía puesto el interés en ocupar Polonia. Diderot pensó que, manteniendo conversaciones diarias con ella, podría influir en su política y atraerla hacia la causa ilustrada. Pero no se engañó. Eso sí, simuló que creía en las aspiraciones de la zarina de resultar una regente culta y justa. Pero en una carta a su amiga, la princesa Dashkoff, en 1771, confiesa su miedo: «Es mil veces más fácil, estoy convencido, que un pueblo ilustrado vuelva a la barbarie, que un pueblo bárbaro avance un solo paso hacia la civilización».
(A.M): El filosofar de Diderot, no respiró aires de libertad, fue censurado, las obras que publicara en vida fueron condenadas al fuego ardiente esparcido en cenizas, como fueron “Pensamientos filosóficos”, de 1746 y el “Parlamento y el clero”. Se encargaron de que no saliera de la imprenta el texto “El paseo de un escéptico “(1747). La obra “Carta sobre los ciegos” (1749), le costó la cárcel por su concepción materialista y atea del universo. Muchas de sus obras fueron escritas bajo seudónimos y otras se publicaron luego de su muerte en 1784; tal es el caso del voluminoso libro de casi tres mil páginas que se publicó en 1780: “Historia de las dos Indias”, donde después de más de un siglo y medio de su muerte se investigó que parte de” los textos más sólidos, contundentes, radicales y brillantes del libro eran, efectivamente, de Diderot, quien habría contribuido con más de doscientas aportaciones, que suponían en total unas setecientas paginas”(Ponton, 2011, p.9). En esos textos que escribiera Diderot se encuentran las críticas sobre la forma de dominación y esclavitud ejercida por los imperios occidentales a los pueblos indígenas y a los negros esclavos. ¿Quiénes de los enciclopedistas, aparte de Diderot, hicieron tal crítica a occidente por su barbarie y sojuzgamiento a los negros e indígenas? ¿Corrieron la misma suerte?
(C.L): He ido señalando a lo largo de este diálogo que, a mi modo de ver, Diderot luchó, entre otras cosas, por sortear la censura. Él defendía que suele ser la posteridad la que decide sobre el valor de una obra, no los contemporáneos. Eso, por un lado. Por otro, en la medida en que avanzaba en mi estudio de la correspondencia que se conserva de Diderot, encontré que, en muchas cartas suyas, aparece el que fue uno de sus autores fundamentales: Michel de Montaigne, el gran humanista del siglo XVI.
La idealización del «buen salvaje», que encarnaba una sociedad más humana, más igualitaria y feliz, relanzó los discursos filosóficos, políticos y antropológicos que ya habían presentado una visión crítica de la expansión colonial y de sus prácticas. A los filósofos ilustrados no les resultaba fácil justificar cómo sus aliados déspotas practicaban la “política natural”, esto es, las invasiones de las provincias que les convenían, o los asesinatos de los pretendientes al poder. Cuando apareció la nostalgia de sociedades aparentemente más elementales, se planteó el mito del “buen salvaje”; pero ya no se trataba del salvaje sin ley y sin modelo ideal, del bárbaro, sino del «primitivo». El primitivo, sencillamente, encarnaba el mito del salvaje con ley, pero sin corrupción; con ideales, pero sin sentirse aplastado por ellos. En los momentos de grandes cambios, en las transiciones, cuando los ideales se tambalean, se suele producir una llamada a la vuelta al estado salvaje para crear un nuevo ideal «primitivo».
La obra de Bartolomé de las Casas, Breve relación de la destrucción de las Indias (1542), había sido traducida al francés en 1579, y fue reeditada constantemente durante el siglo XVIII. El que fuera obispo de Chiapas había denunciado por escrito los abusos de la conquista española, «hazañas que los tiranos inventaron y han llamado Conquistas, por toda ley natural, divina y humana, condenadas, detestadas y malditas», y defendía, siempre a partir de los valores cristianos, algo que en el Siglo de las Luces se formuló como principio: la igualdad fundamental de todos los hombres. Junto a la traducción de la obra de Bartolomé de las Casas, los lectores franceses ilustrados contaban con los textos de Michel de Montaigne, quien, prácticamente en la misma época que el dominico, había introducido una perspectiva fundamentalmente crítica de la conquista colonial en dos ensayos suyos: «Sobre los caníbales» y «Los carruajes». En el primero de ellos, de 1580, se plantea, de manera explícita, el relativismo cultural: “Me parece que nada hay en esa nación que sea bárbaro o salvaje, por lo que me han contado, sino que cada cual llama «barbarie» a aquello a lo que no está acostumbrado”. A medida que avanza la narración, Montaigne se muestra cada vez más crítico con la superioridad de los «civilizados», hasta anunciar, con gran atino, el precio que iban a pagar los «salvajes» por aquella “visita”: su ruina.
Esa «ruina» que aventuraba Montaigne a los pueblos colonizados es retomada, dos siglos más tarde, por Diderot, en una obra de ficción, y puesta en boca de un anciano de Tahití que, a la llegada de los europeos, no había mostrado interés alguno en hablar con ellos: se había retirado a su cabaña y había permanecido en silencio todo el tiempo que había durado la visita. El anciano toma la palabra para dirigirse a los isleños, que, al despedir al “visitante”, a Bougainville, lloraban: “Llorad, desgraciados tahitianos, llorad, pero que sea por la llegada, y no por la partida, de estos hombres ambiciosos y malvados. Llegará un día en que los conoceréis mejor. Llegará un día en que retornarán y traerán, en una mano, ese trozo de madera [la cruz] que ahora veis atado a la cintura de este hombre, y en la otra, el hierro que ahora veis al costado de ese otro. Con ellos os encadenarán, os ahorcarán u os obligarán a someteros a sus extravagancias y vicios”.
En el Suplemento al viaje de Bougainville, o diálogo entre A y B acerca de la inconveniencia de adjudicar ideas morales a ciertos actos físicos que no se sujetan a ellas (1772), Diderot hace preguntar a uno de sus interlocutores ficticios si es preciso civilizar al hombre, o abandonarlo a su instinto. La respuesta es condicional: si se quiere esclavizarlo, hay que civilizarlo; hay que desconfiar siempre de aquel que quiera imponer un orden, porque ordenar es siempre convertirse en el amo de los demás.
(A.M):Algunos de los textos no lograron siquiera aparecer en el volumen “La Historia de las dos Indias” por su crítica radical al clero y que presagia la nacionalización de los bienes de la Iglesia, en estos encontramos el “Discurso de un Filósofo a un rey” en el que expresa: “Señor, si queréis sacerdotes, es que no queréis filósofos, y si queréis filósofos , es que no queréis sacerdotes, pues unos son amigos de la razón y promotores de la ciencia, mientras que los otros son enemigos de la razón y autores de la ignorancia; si los primeros obran bien , los segundos obran mal, y vos no queréis el bien y el mal al mismo tiempo” (ibid;p.57). ¿Estas persecuciones constantes por el clero y el poder de su época contribuyeron a que el pensamiento de Diderot solo se redujera a la coedición de la enciclopedia, marginándose así sus obras?
(C.L): Por lo que he leído en sus biografías, Diderot lo pasó muy mal los meses que estuvo encerrado en Vincennes. Y, en un momento determinado, decidió que “ni un día más”, y firmó un documento por el que se comprometía a no volver a escribir nunca contra la Iglesia católica. Y cumplió su promesa. Tenga en cuenta que había sido encarcelado por escribir un breve ensayo, en 1749, titulado Carta sobre los ciegos, para uso de quienes pueden ver. Diderot tenía un amigo, el invidente de Puiseaux, ciego de nacimiento y excelente matemático, con quien analizó cómo representaba él, mentalmente, el espacio. Había fabricado un gran ábaco con el que hacia todo tipo de operaciones aritméticas complejas. Diderot sugiere en su ensayo la necesidad de “no ver” para poder “conocer”, enfrentándose claramente con los dogmas cristianos: postuló la inexistencia de ideas innatas, y el hecho de que todo el conocimiento se deriva de la experiencia. Las implicaciones de semejante formulación, no sólo en el campo epistemológico, sino también para la teología, la política, la ética o la estética, hacían cambiar la imagen del mundo porque, ¿y si el sujeto se viera privado de alguno de los sentidos? La respuesta de Diderot fue la siguiente: lo que un ciego de nacimiento pueda contar dependerá de su educación y de su capacidad para llegar a conclusiones lógicas; se trata de saber si ha desarrollado otro modo de «representar» mentalmente las sensaciones; después, sólo es cuestión de lenguaje, de metáforas. Pero fue llevado a prisión, precisamente, por su agudeza teórica. De ahí en adelante, y porque había comprometido su palabra en ello, no publicó nada que pudiera llevarle, otra vez, a la cárcel. Fue prudente. Tenía una familia que mantener, muchos amigos trabajando en el proyecto enciclopédico, y, sobre todo, un firme compromiso ético. Consciente de la debilidad de su posición, en 1774, a la vuelta de Rusia, escribió a Sophie Volland: “Me queda la satisfacción de haber cumplido un deber, y de obtener una poderosa protección en todas las circunstancias de mi vida. Sólo he solicitado a Su Majestad su apoyo en los momentos difíciles, y ella me ha respondido que puedo contar siempre con él.” En esa confianza, Diderot escribió sus novelas “para la posteridad”, y las guardó en el cajón de su mesa de trabajo. Por si acaso.