(AM). La “filosofía de la innovación” (2018) que tú asumes entra en el ámbito de la filosofía cibernética innovadora, en la que algunas de las reflexiones del filósofo Friedrich Nietzsche, entran en cuanto a la destructividad que deviene la otra cara de la innovación y hay que afrontarla, para no caer en la repetición, en lo ya sabido, en lo que nos produce nueva perspectiva, de ahí que te expreses con relación a esto que este filósofo alemán acertó al decir: ‘El que crea, destruye siempre’. Innovar es crear.»

¿Cómo concibes la filosofía en esta segunda década del siglo XXI?

(JM): En todo acto de creación hay implícito un principio de destrucción. Como gran creador, condición que le viene de su temprana vocación de músico, poeta y luego filólogo, Nietzsche asume con un martillo demoledor el trabajo con el lenguaje, el conocimiento, la cultura y los valores. Filosofa, pues, a martillazos y escribe con sangre. Uno de los pioneros en la llamada filosofía de la innovación, el filósofo español Javier Echeverría (2017), afirma que esta debe asumirse, por lo pronto, como un arte. Propone, no obstante, la Innología como una posible ciencia de los estudios generales de innovación y como una nueva ciencia social, que combina el Ars Innovandi o innovación y el Ars Inveniendi o invención. En un artículo de mi columna Carpe diem, del periódico El Día, publicado en 2018 y a propósito del libro de Echeverría El arte de innovar. Naturalezas, lenguajes, sociedades (Plaza y Valdés, Madrid, 2017) comenté que para este autor una filosofía de la innovación, sea creativa o sea destructiva o disruptiva, tiene su fundamento en una concepción naturalizada del valor de innovar, que le permita trascender las innovaciones tecnológicas, empresariales y sociales, para poder reflexionar en torno a las innovaciones naturales (humanas, vegetales, animales, geológicas, cosmológicas), las tecnociencias y las tecnolenguas (códigos de programación), posibilitando con ello la investigación en los ámbitos de los nanocosmos y los macrocosmos (nuevas naturalezas), más allá del mesocosmos conocido (naturaleza convencional). Aduje, igualmente, que con esa propuesta conceptual se trasciende el paradigma de innovación establecido por el Manual de Oslo, propio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y la Oficina Europea de Estadísticas (Eurostat), que consideran innovación solo aquello que hacen las empresas para el dinamismo de los mercados. En consecuencia, una filosofía de la innovación, en procura de consolidación, se va a ocupar de las innovaciones sociales, naturales y lingüísticas. Además, tendrá como uno de sus temas centrales el de la axiología de la innovación; es decir, la reflexión sobre sus valores y antivalores, que en este campo pasan a ser temporales y contextuales, antes que ideales y eternos.

Ante este escenario, que comprende los avances en los lenguajes de códigos, la revolución tecnológica y la oposición entre los mundos offline y online, el gran reto estriba en que el presente y devenir de la filosofía sean capaces de convertirla, desde la ontología, la epistemología y la axiología, en una actividad de pensamiento innovadora y disruptiva, desde la destrucción misma de lo pre-establecido. La filosofía, que se ha asumido tradicionalmente como evolucionista en sus preceptos, incluso, revolucionaria, de ahora en adelante se coloca ante la disyuntiva de ser radicalmente innovadora y disruptiva, es decir, radicalmente transformadora y destructiva, o tendría que verse ante la posibilidad de su zombificación o su fosilización.

Para mí, la filosofía, si bien debe continuar su profundización como pasión por el saber que construye conceptos y como mandato teorético del espíritu, ante el reto que le significan la hipermodernización y su apalancamiento en la globalización, debe esforzarse en llegar a ser, de acuerdo al reclamo de Wittgenstein, una actividad, pero actividad capaz, sobre la base orteguiana de ser el cuento de nunca acabar, o bien, la heideggeriana de procurar hacer preguntas antes que dar respuestas apodícticas, de transformar constantemente, para su autosuperación y presentización, al individuo, su lengua-cultura, su tiempo y su mundo. Ahora bien, ante la avasalladora carrera de la digitalización y las ventajas y peligros que esta representa para el individuo o el sujeto cibernético, como tú prefieres llamar, y estoy de acuerdo, sobre todo, cuando se la concibe como proceso de automatización que habría de superar la humanización, la filosofía está en el deber ético, en el compromiso crítico de advertir sobre esa peligrosidad, porque implica lo que Mijail Bajtin llamó un riesgo cósmico. La ciencia, la tecnología, el arte y las demás disciplinas humanísticas, así como los avatares mismos del sujeto, la sociedad y la existencia, siguen ofreciendo a la filosofía, como campo específico, la posibilidad de crear nuevos conceptos y a su vez, nuevos conocimientos.

El filósofo del lenguaje Mijaíl Bajtín

En esta, como en cualquier otra época, la filosofía sigue teniendo la ineludible tarea de hacer las preguntas pertinentes, aunque de momento no se vean en el horizonte las respuestas acertadas. La revolución tecnológica y la esfera del ciberespacio, última que entre la simultaneidad y la ubicuidad representa un nuevo tiempo y un nuevo espacio, son fenómenos de la hipermodernidad; o lo que es igual decir, son el resultado de un proceso de aceleración de la misma modernización, que ha derivado en innovación, exposición, disrupción cognitiva y conectividad sin fronteras. Estos fenómenos no conocen precedentes en la historia de la humanidad. Solo Heidegger y Jonas, en el siglo XX, advirtieron acerca de su peligrosidad, por un previsible exceso de autonomía en el proceso mismo de automatización. El siglo XXI, y el jalón de fondo que en el pensamiento, la ciencia y los estilos de vida y cultura implicó la pandemia de la COVID-19, han impuesto un giro radical en las formas de intelección y de prognosis. La filosofía, por su parte, que había hallado su zona de relativo confort en el progreso evolutivo o en las rupturas revolucionarias, que implicaban tradición dentro de las rupturas, a partir de este nuevo tiempo   lleva implícito el dilema de ser radicalmente innovadora y disruptiva, es decir, radicalmente transformadora y destructiva, en términos nietzscheanos, o simplemente habría de morir.

Mediante el arte de innovar sería factible, en los ámbitos de la naturaleza, el lenguaje y la sociedad,  ocuparse del análisis de un elenco de procesos que van más allá de las conocidas innovaciones empresariales, sociales y humanas, para colocarse en un ámbito de nuevas naturalezas, que no la naturaleza en singular o la physis de los griegos antiguos, que nada tiene que ver con la nano-physis o la macro-physis; nuevos lenguajes, por ejemplo, el de la tecno-ciencia y nuevos ámbitos sociales, que son el producto de las transformaciones económicas, científicas, políticas y culturales.

La innovación es la puesta en vigor, desde una perspectiva filosófica, del valor de innovar o innovatividad. Da sentido a lo que la tradición moderna ha entendido como Ars Innovandi o innovación, que en la filosofía racionalista de Leibniz fue el Ars Inveniendi o invención.

Javier Echeverría y Andrés Merejo. San Sebastián

Echeverría crea las bases de una posible filosofía de la innovación, por cuanto, más allá de sus preceptos metodológicos estableció claramente que la innovación conceptual o epistemológica tiene un campo propio. Así, la filosofía hace de vanguardia de la ciencia y la tecnología. De ahí el planteamiento de la Innología como ciencia posible de la innovación, que habrá de trascender los dualismos y maniqueísmos del filosofar convencional.

Ahora bien, como han planteado Helen Beebee y Michael Rush (2019), en toda época y en cualquier circunstancia, lo importante es que la filosofía importe, que adquiera el mérito de ser importante, relevante, sobre todo, para la vida. Insisto, que sea gnoseológica, axiológica y socialmente pertinente.

(AM): En el texto Ética del poeta ( 1997) hay una reflexión que es para estos tiempos,  quizá no sea tan impactante en la cultura- sociedad dominicana en comparación a la década de los noventa del siglo pasado y es la relacionada al tema “Los escritores sin tesis”(pp. 47-54), en el que se explica que el ambiente intelectual dominicano, a diferencia de Europa, hay escritores que no tienen línea de investigación en relación a la práctica escritural literaria y  la cual se produce en medio de “hambruna, pestes, guerras, genocidios y demás plagas del desatino humano”.  ¿La pandemia del COVID 19 que cubre el planeta en este siglo XXI, es para la producción filosófica y literaria por parte de los sujetos que se dicen ser escritores o para ahogarse en lamentaciones?

(JM): Creo que la pandemia elevó a un primer plano la actividad bienpensante, mientras la ciencia parecía puesta contra la pared por la morbilidad y letalidad del virus en la primera mitad del año 2020. Fueron los filósofos, como por ejemplo, Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk, Slavoj Zizek, Byung-Chul Han, Edgar Morin, así como sociólogos, economistas e historiadores como Alain Tourain, Jeffrey Sachs y Juval Noah Harari, entre otros, los que salieron al frente y denunciaron los peligros de orden socio-político y económico, como también ético, jurídico o educativo, respecto del estado de emergencia, el confinamiento y la disyuntiva entre seguridad y libertad que los Estados impusieron en posible detrimento de la libertad individual, pero con el firme propósito de proteger la vida de los ciudadanos. Se produjo, pues, en la fase temprana de la pandemia, toda una efervescencia del discurso filosófico y culturalista, como también del pensamiento que procuraba el sentido ulterior de la ciencia. También la literatura reaccionó temprano frente al impacto que, en términos de desconcierto, incertidumbre y pánico, el nuevo coronavirus imprimió al mundo. Los medios impresos y digitales recogieron esas manifestaciones de preocupación. Creo que más que lamento, que lo hubo sin duda por la morbilidad y letalidad de la pandemia en sus inicios, hubo, más bien, una reacción adecuada de las ciencias humanísticas y las naturales en torno al impacto del nuevo coronavirus y sus secuelas en el pensamiento, los proyectos, la economía, la salud, el uso de las tecnologías y otros ámbitos de nuestro estilo de vivir en la hipermodernidad.

Sin embargo, lo que sustenté en ese trabajo de los años 90 (Ética del poeta, 1997) fue, más bien, la denuncia de un tipo de escritura sin ideas, sin propuestas conceptuales, subyugada a la improvisación y encadenada al lenguaje extremadamente coloquial, que no significaba mayor reto a la simbolización, como precepto básico y central del lenguaje literario, mucho menos representar un enriquecimiento de la tradición lingüística en la creación de habla hispana. Hay que recordar que desde inicios de los años 80 planteé los principios básicos de lo que denominamos Poética del pensar. Nuestra literatura requería un pensamiento, una reflexión acerca del lenguaje como su propia esencia. Había que intentar poner de lado la paraliteratura de mensajes ideológicos para proponer la revolución simbólica y cultural en el lenguaje literario mismo, porque la literatura tiene lugar en el lenguaje, desde el lenguaje y para el lenguaje.

En aquel entonces dije que los escritores sin tesis, es decir, aquellos que rechazaban la originalidad y la reflexión, acomodándose en la mera imitación de lo que practicaban o hacían las literaturas de Estados Unidos y Europa, esos a los que llamé misólogos (que odian el Logos, el pensamiento), acusaban una doble debilidad. Una, la del pensamiento, dado que no se escribía con ideas propias ni con emociones propias, siquiera; la otra, la del estilo. La otra, la del estilo, y si se carece de estilo propio en la creación a partir del lenguaje, entonces, se carece de identidad, de su propio yo, de la relación íntima entre la palabra estética y la vida.

(AM): Hay varios temas en ese libro, que en ese tiempo me resultaron muy interesantes y que te surgió a raíz del Primer Congreso de Jóvenes Escritores celebrado en octubre de 1987, en INTEC. Recuerdo que eras el organizador de ese evento, para ese entonces me encontraba marcado por la emigración y viví la agitación de permanecer aquí (RD) o en la ciudad de Nueva York.  Uno de esos temas es sobre los misólogos, que son los sujetos que desprecian el discurso, el pensamiento, de manera específica en los jóvenes poetas, que en ese entonces “rechazaban aquella fusión, aquella indisolubilidad primigenia de la poesía y la filosofía” (ibid. 84).   Es decir, un desprecio a todas reflexiones que, al estilo de Octavio Paz, conjuga con pasión filosofía y poesía. ¿Cómo sigue convergiendo en ti esa pasión entre la poesía y la filosofía, en estos tiempos cibernéticos y transidos?

(JM): Sí, efectivamente, Andrés. Eran tiempos en los que prevalecía la unidimensionalidad ideológica de lo pensado y lo escrito, que ya había denunciado H. Marcuse. O te ceñías a los límites del pseudo marxismo o quedabas condenado al castigo de ser tildado de pequeño burgués o de antirrevolucionario, y peor aún, de ser un importador de “ideologías extranjerizantes”. Lo que sustenté fue que detrás de ese llamado militante se escondía un no-pensamiento, una negación a la reflexión crítica, un rechazo del análisis y un odio visceral al pensamiento innovador, a la ruptura epistemológica que desde el propio marxismo propiciaba Althusser, pero que era más cómodo no escucharlo, no seguirlo, salvo raras excepciones. Eran más cómodos los panfletos, los libelos y el aprendizaje mediante manuales y folletos. La inventiva, la innovación y la disrupción estaban prohibidas. La división aséptica de los saberes, las humanidades y las artes por un lado y las ciencias por otro, los hacía más especializados, pero, al mismo tiempo, más restringidos, más débiles, más pobres, porque estaban dejando de lado la naturaleza dual, bidimensional del ser humano, que es, al mismo tiempo, emoción y razón, pensamiento y sentimiento, lenguaje y silencio.

(AM): Vivimos unos tiempos cibernéticos, transidos, perplejos, con manto de incertidumbre ante la pandemia del COVID 19, que ha producidos más 5 millones personas fallecida a nivel mundial y decenas de millones que han perdido sus empleos, otros millones con traumas y depresiones por las muertes de familias casi completas. El planeta tierra constituido por lo híbrido de dos sistemas (mundo y cibermundo) se mueven entre distopía, utopía o de acuerdo con Bauman en  retrotopía. ¿Un mundo y cibermundo mejor pueden ser posibles? ¿Cómo también pueden colapsar?

(JM): Esta civilización, y cada vez son más difusas las fronteras entre, por ejemplo, lo oriental y lo occidental, que antes exhibían diferencias abismales, esta civilización, insisto, se ha ido transformando sobre la base de un enorme apetito de riesgo. Bajtin habló del riesgo cósmico. Beck habló de la sociedad signada por un riesgo global. Jonas habló de la peligrosidad de esa sociedad nuestra que juega al juego de ponerse ella misma en juego. Bauman, que con la metáfora de la licuefacción de todo lo que era sólido, muestra la estela, el vestigio de la transformación de la cultura offline a la cultura online y Han, que nos muestra cómo hemos viajado desde una sociedad que descansaba en rituales a la disolución de estos hasta convertirnos en seres cansados, auto explotados, pornográficos, en zombis digitales, en fin. Quiero decir, en otras pocas palabras, que nuestra civilización se ha forjado en medio de un viaje que ha ido desde la sempiterna e irrealizable posibilidad de la utopía, hasta la siempre patente posibilidad del colapso total. La revolución tecnológica reforzó la utopía. La pandemia de la COVID-19 reemplazó el riesgo global por efectos de una reacción nuclear al riesgo de la extinción de la especie humana y de todas sus conquistas económicas, sociales y culturales a consecuencia de un nuevo coronavirus, un bicho microscópico que puso en jaque el milagro de la vida e impuso una, en principio, inexpugnable sombra de pánico, morbilidad y letalidad, que ya la ciencia y el hallazgo de las vacunas, en un tiempo sin precedentes, han podido ir diezmando.

El clamor de Bauman de retrotraer las utopías tiene lugar en un momento de la historia del siglo XXI en que los caminos hacia la libertad, la seguridad, el progreso económico, científico, tecnológico y el crecimiento humano, como finalidad de todo aquello, han parecido ir cediendo frente a las ambiciones geopolíticas de la globalización polarizada y los tsunamis de la pobreza y la indignación a escala global. Si tiene sentido reconocer que la historia del avance de la humanidad se percibe en los eslabones que unen unas crisis con otras, no es menos acertado reconocer que las transformaciones y el progreso humanos han tenido lugar en un movimiento pendular que va de las utopías, en tanto que posibilidad de la ilusión, a las distopías, en tanto que descontento y posibilidad del colapso total. Por supuesto que veo factible la construcción de una sociedad en la que el mundo, como algo en estado sólido, y el cibermundo, en su propia esencia líquida, puedan articularse en beneficio de la una nueva humanidad. La digitalización, por ejemplo, como resultado de esa articulación, ofrece importantes ventajas al desenvolvimiento de la vida cotidiana de los sujetos de la modernidad avanzada que vivimos hoy. El peligro de un colapso o de una experiencia distópica catastrófica podría engendrarse en los excesos de un poshumanismo radical o de un ultrahumanismo inconsecuente con el legado de la humanidad. Hay que tener cuidado con ese huracán, ahora aplicado a la tecnociencia, al que Walter Benjamín llamó progreso, que podría convertir en pesadilla distópica el sueño dorado de las utopías.

Es en esa órbita de pensamiento y prognosis que gira el libro póstumo de Bauman titulado Retrotopía (2017), que muestra el abismo entre el sueño de Tomas Moro (1478-1535) y su Utopía, como pretensión de instaurar un paraíso en la tierra, y la desesperanzadora realidad del mundo hipermoderno. Las retrotopías son “negación de negación” de la ensoñación de Moro, deviniendo en mundos ideales que se ubican en un pasado perdido, robado, abandonado, pero, que se resiste a morir, antes que en un incierto e impredecible futuro por nacer.

(AM): En el texto Decir y hacer. Entrevistas sobre literatura y pensamiento (2021), aparecen unas ideas interesantes sobre literatura y filosofía, que son de los saberes que para ti cuentan en la vida y los cuales te han apasionado desde que eras un adolescente. Estas ideas que expusiste a la periodista Emilia Pereyra, se encuentran en la sección “Ruta de Letras” de Diario Libre (/2/7/2021), donde expresas que la filosofía y la literatura entran en el plano de complejidad, que no te quedas atrapado en una de estas disciplinas; ambas literatura y filosofía van de acuerdo a ti por “una relación adúltera, ante que un matrimonio fiel” (ibid.31).

Ese enfoque filosófico literario forma parte de un pensamiento complejo (Edgar Morin), ya que en estos tiempos no se puede reducir el saber a una dimensión, aunque se parte de una disciplina del conocimiento, no se puede reducir a esta. El pensamiento es interdisciplinar, multidisciplinar y transdisciplinar.

¿Además de estos saberes, en algunos de tus ensayos salen a relucir reflexiones ciberculturales, que forjaron el cibermundo?

(JM): Lo que he podido conocer de las culturas griega clásica y helénica o grecorromana me enseñaron, muy temprano, que las artes y el pensamiento eran atributos inseparables del ser humano. La apelación, de tu parte, a la noción de pensamiento complejo de Edgar Morin es más que pertinente para poder comprender las sendas gnoseológicas o epistemológicas del siglo XXI y de una sociedad globalizada y en constante proceso de modernización. Morin metodiza, sistematiza y diversifica, acorde con el avance en cada disciplina, el sueño de Paul Feyerabend de hacer de las ciencias naturales y de las humanidades, artes incluidas, un solo pensamiento, sin desmedro de las especificidades o particulares de cada saber. Los de la tecnociencia y el humanismo digital, por ejemplo, son campos en los que no llegó a incursionar la filosofía de la ciencia de Feyerabend. Sin embargo, son parte fundamental para comprender y lograr transformar la realidad de un mundo globalizado, que se mueve a horcajadas entre las culturas offline, en decadencia, y online, en vertiginoso auge, donde tiene lugar la condición transida que tú has establecido en tu ensayo Dominicanidad transida. Entre lo virtual y lo real (2017) como disyuntiva angustiante entre la realidad concreta y la realidad virtual; o bien, entre mundo y cibermundo. El pensamiento complejo acuñado por el filósofo francés de origen sefardí es una suerte de nuevo método cartesiano, que repone y la voluntad de reflexión la duda como principio de toda razón posible.

José Mármol y Andrés Merejo.

Lo que traté de decir en ese diálogo con la periodista y escritora Emilia Pereyra fue algo más simple. Ella me preguntaba acerca del tránsito entre el escritor y el pensador. Yo le contestaba que, en mi caso he tratado, siguiendo una sugerencia de J.L. Borges, de explorar las condiciones filosóficas que lleva consigo la literatura, y viceversa, explorar en la literatura unas condiciones filosóficas que le serían inherentes. La Poética del pensar tiene parte de su fundamento en esa máxima. Lo que ocurre es que la filosofía me llevó por las sendas de la academia, desde estudiarla, como mi profesión elegida, hasta enseñarla por más de una década en distintas universidades del país. La literatura, en cambio, he tratado de mantenerla como algo muy personal, una suerte de actividad lúdica, aunque muy seria, que no asumiría jamás como algo profesional y que nunca he enseñado en ninguna universidad. De ahí el empleo en el diálogo con Emilia Pereyra de la metáfora del novelista uruguayo Juan Carlos Onetti, en torno a la relación matrimonial con la filosofía y adúltera con la literatura. Él se refería, en una entrevista con el escritor Mario Vargas Llosa, a llevar una relación adúltera con la literatura y no una relación precisamente matrimonial, como sí la ha llevado el autor de La fiesta del chivo (2000) y Premio Nobel de Literatura 2010.

Ahora bien, lo importante, en relación con tu pregunta, es el hecho de que trabajo los vasos comunicantes, antes que las fronteras, entre la filosofía y la literatura, lo que me ha dado paso a esas reflexiones en el ámbito de la filosofía cultural y la sociología a que haces referencia.