Andrés Merejo (AM):
Vamos a iniciar este diálogo filosófico con la publicación de la tesis filosófica que presentaste en la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) a mediados de los ochenta del siglo pasado: “El concepto de poder en Nietzsche” .
La estrategia de presentar este libro después de más tres décadas (2021).¿A qué apunta?
José Mármol (JM):
Quisiera, Andrés, agradecerte, en primer lugar, la oportunidad que me brindas de formar parte de este selecto grupo de autores y pensadores con los que llevas tiempo dialogando, para beneficio de la difusión del pensamiento filosófico en nuestra cultura. Un inmerecido privilegio para mí. Para responder tu pregunta, te ruego permitirme contextualizar antes la época. Cuando presenté el tema y esquema de investigación sobre Nietzsche, la UASD era, en buena medida, un antro de intolerancia ideológica, que desdecía sus propios principios democráticos y de cuyas penumbras escapaban solo algunas mentes críticas y auténticamente revolucionarias, social y políticamente comprometidas y transformadoras. Esto así, al menos, en la escuela de Filosofía. Lo esperado, para estudiar Filosofía, no era el espíritu crítico, sino el adocenamiento pseudo marxista. Fui expulsado, en distintos momentos, de dos asignaturas por sendos profesores que no admitían el disenso respetuoso y crítico de un estudiante. Ya había sido purgado, además en mi labor de coordinador del Taller Literario “César Vallejo” y acusado, sin fundamento alguno, por el entonces decano de la Facultad de Humanidades, de promover el irracionalismo y de llevar al seno de la universidad “ideologías extranjerizantes”. Esto presupondría, ridículamente, que el marxismo que él profesaba se había originado a orillas del Ozama. El director del Departamento de Filosofía rechazó mi propuesta de investigación de tesis, sin siquiera leerla, de manera unipersonal, y me sentenció con la frase: “No te graduarás en esta universidad mientras yo dirija este departamento”. Su antecesor en el cargo, temperamentalmente impetuoso, quiso, incluso, agredirme físicamente durante un acto electoral en el Aula Magna por el simple hecho de adversar su candidato y, arengando contra mi persona a sus estudiantes, en una ocasión arrojó por el balcón de la segunda planta de la Facultad de Humanidades mi único libro de poemas publicado hasta entonces, El ojo del arúspice (1984). Yo presencié ese penoso espectáculo en un ámbito que se suponía académico.
En medio de esa circunstancia, seguí adelante con mi propuesta de tesis hasta ir superando los obstáculos, que tuvieron otro lamentable desenlace el día mismo de la defensa. Aun así, mi tesis salió airosa, fue muy bien calificada por el jurado examinador y, por si fuera poco, empezó a ser fotocopiada por los estudiantes de distintas carreras, lo cual quiso contener el director del departamento, ordenando que se escondieran los volúmenes depositados en la Facultad de Humanidades y se prohibiera su préstamo, además de rebajarme, mediante subterfugios arteros, el grado honorífico que había conquistado. Puedo asegurarte de que, pese a las limitaciones bibliográficas de entonces, buena parte de los pensadores allí sustentados eran desconocidos por mis críticos acervos. Transcurrido el tiempo, se ufanaban de citarlos. Más tarde me llegó una propuesta de la misma UASD para publicarla como libro. Me negué.
Opté porque el tiempo diluyera aquellas ofensas. Ahora, 37 años después, y porque el pensamiento de Nietzsche sigue siendo palpitante en la filosofía y la cultura universales, decidí dar el texto a la estampa y que los lectores interesados conocieran su contenido, que he dejado intacto. Esto es una prueba más de que los individuos y las posiciones pasan, mientras que las ideas permanecen en constante movimiento, además, se transforman en su propio eje o núcleo, con el paso del tiempo. Como señalé en el breve prólogo del libro, es la curiosidad, es el asombro que invitan a quien se ejercita en el pensamiento a volver a sí o sobre sí, en términos conscientes, lo que a su vez implica volver sobre los pasos de su propia escritura, sus propias reflexiones. Ese es, pues, mi primer Nietzsche. Henri Lefebvre logró publicar dos, sobre el argumento de que el primero era de juventud.
Lo que más me reconforta es el hecho de que las nuevas generaciones de responsables del Departamento de Filosofía o la Facultad de Humanidades de la UASD, incluyendo miembros de mi promoción y a ti, Andrés, no se contagiaron de aquellas mezquindades ni de aquellos déficits de conocimiento. Solo uno de ellos, incluso, los más jóvenes de hoy, ha aportado más a la actividad filosófica, en la academia y en las publicaciones con calidad, que aquel insufrible grupúsculo de aquella época, con honrosas excepciones, por supuesto, que huelga mencionar aquí. Pese a todo aquel estupor, percibo la UASD como mi Alma Mater, y tengo de mis buenos profesores, que sin duda allí los tuve, la gratitud más honda y el mejor de los recuerdos.
(AM): Para ese tiempo, me resultó interesante la referencia que hiciste sobre su libro: Mas allá del Bien y el Mal. Retomo textualmente de esa tesis la cita que hiciste de Nietzsche, que dice que un filósofo “es un hombre que constantemente vive, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias, alguien al que sus propios le golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos, gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí, pero que es demasiado curioso para no volver a sí mismo una y otra vez” (ibid. 52-53). ¿El filósofo y la filosofía de Nietzsche te retumban, en cuanto sus definiciones o son recuerdos de un ayer?
(JM): El tema de la modernidad me llamó poderosamente la atención desde aquellos tiempos juveniles. Sigue siendo una constante, variantes incluidas, en mi trayectoria como ente que procura pensar. El filósofo es, desde una perspectiva orteguiana, el individuo que cultiva el conocimiento, el saber, el espíritu, hasta llegar a poseer una conciencia hiperestésica, es decir, extremada sensible, y marcadamente estética, acerca de la realidad de su propio tiempo. Nietzsche se adentró en la complejidad de la modernidad, para presentarse ante ella como la encarnación de un descontento, de una inconformidad. Se trata, pues, de una actitud hiperestésica que ve su propio tiempo como una época de disolución, en la que el sujeto, incluyendo el filósofo, no es en ningún modo una meta, sino un puente. El discurso filosófico, que se había presentado en pensadores como Kant y Hegel, por ejemplo, como sistema y como absoluto, también experimenta un proceso de transformación, desplegándose en Nietzsche, y como precedente en Schopenhauer, como discurso fragmentario, aforístico y tendencialmente poético o estético; más cerca de la revelación que de la verdad, última que se afirma como saber establecido. La poesía temprana y la filosofía posterior de Nietzsche son un interesante ejemplo de lo que luego se llamará intertextualidad. Las obras filosóficas suyas están minadas de textos poéticos escritos años antes. El tipo de conciencia con extrema sensibilidad, no solo táctil, sino especialmente conceptual, hará que el filósofo aparezca en Nietzsche como un sujeto poseso de acontecimientos inquietantes, una mente que sueña con cuestiones extraordinarias, como por ejemplo, procurar la transmutación de todos los valores, a fin de revolucionar el mundo y cambiar la vida. Se trata, en consecuencia, de un pensamiento muy vivo, que más que con el pasado, tiene que ver con una teoría del presente y con la perspectiva de una futurición. Nietzsche retumba siempre en mí, porque fue punto de partida esencial para la construcción de una no pretensiosa cosmovisión, de una forma individual, y por ello susceptible de ser errónea, de ver y pensar el mundo y sus avatares.
(AM): En esa tesis hay muchas influencias del discurso de Gilles Deleuze, con relación a su interpretación del discurso filosófico de Nietzsche, de manera puntual el concepto poder y las fuerzas activas y reactivas. En el texto Nietzsche y la filosofía (2016), Deleuze, puntualiza que la voluntad de poder, para este filósofo deviene en el elemento genealógico de la fuerza, en donde “Genealógico quiere decir diferencial y genético. La voluntad de poder es el elemento de las fuerzas, es decir, el elemento de producción de la diferencia de la cantidad entre dos o varias fuerzas supuestas en relación” (ibid.78).
¿Este texto de Deleuze fue crucial para comprender en ese tiempo la concepción de poder en Nietzsche?
(JM): Sí, por supuesto. Deleuze y todo cuanto pude conocer de la corriente de pensamiento neonietzscheana francesa, que en España va a repercutir en la coyuntura que tipifica el final del franquismo y el inicio de la transición democrática, fueron elementos pivotes para la construcción de esa visión juvenil del problema del poder en el autor de Así habló Zaratustra (1883-1885). De esa escuela francesa habría que mencionar, además, pensadores y autores como Bataille, Blanchot, Klossowski, Derrida, Foucault, Lefebvre y Cioran, entre otros. En la versión española destacan Trías, Savater, Rubert de Ventós, Escohotado y de Azúa, por solo citar algunos. No es en nada casual que varios de estos nombres figuren en mi ensayo como referentes. De hecho, recuerdo haber devorado con fruición el ensayo Nietzsche y la filosofía, que Deleuze considera su primer Nietzsche, y luego otros ensayos e investigaciones como Spinoza, Kant y Nietzsche, así como El Antiedipo, escrito en colaboración con Félix Guattari. Conceptos como voluntad de poder, fuerzas activas y reactivas, poder, superhombre, entre otros que conforman la nervadura del pensamiento nietzscheano que consolida el deshielo de arquetipos epistemológicos y culturales precedentes, son analizados con el rigor que hasta ese momento pude manejar. Una de las grandes enseñanzas de Deleuze y su relación con Nietzsche, para mí, fue comprender la importancia de asumir la filosofía como una disciplina capaz de crear conceptos; ver al filósofo como un especialista en conceptos. Y esto lo aprende el filósofo francés del filósofo alemán, porque Nietzsche advirtió a los filósofos que ya no debían contentarse con seguir con los conceptos, sino con destruirlos para poder crear nuevos conceptos, nuevas ideas y nuevos valores. Más allá de la reflexión, de la meditación, de la contemplación y de la comunicación u opinión, la filosofía crea conceptos. La filosofía produce conocimientos a través de la explotación de los conceptos. Sin embargo, pensadores como Michel Foucault y Eugenio Trías, para solo citar dos, fueron más importantes para la exploración del concepto de poder en Nietzsche.
(AM): Sobre la voluntad de poder tú dices en esa tesis que esta “es voluntad de vida que se afirma en el juego y la lucha de las fuerzas cuantitativamente diferentes. La voluntad de poder es el espacio de la afirmación de la diferencia” (ibid., 91).
La voluntad va contra otra voluntad, no contra sí misma y busca elevar su potencia al máximo, como diría Spinoza, y como bien afirmas en el texto la voluntad de poder, tiene la facultad de crear valores, cuando su predominio es de fuerza afirmativa.
Más adelante reafirmas esto cuando citas el texto La genealogía de la moral de Nietzsche, cuando este se refiere a la medida de las fuerzas, las cuales conceptualizas como quatum de fuerza, que es propia de los sujetos y de acuerdo con este filósofo, y citado por ti textualmente (ibid.93): “es justo un tal quatum de pulsión, de voluntad, de actividad, más aún, no es nada más que ese mismo pulsional, es mismo querer, ese mismo actuar” (…). ¿Esta pulsión se manifiesta en fuerzas activas y reactivas al mismo tiempo en el sujeto?
(JM): Aun con las limitaciones de nuestra sociedad, con las mías como lector o estudiante y las del tiempo en que me tocó redactar el ensayo, mi propósito fue colocar sobre la mesa de diálogo filosófico, muy estrecha y con pocas sillas entonces, a Nietzsche y su pensamiento como un problema, no como una panacea o salvación de nada ni nadie. El significado relevante para mí era, y continúa siendo hoy, el de ver a este pensador y su obra como un reto, un desafío, un problema, un horizonte que comprendía el paso arriesgado de ser percibido como literato, desde una zona de confort de la crítica, a ser entendido y profundizado como filósofo. Ver al propio Nietzsche como un puente conceptual y vital, y no, precisamente, como una meta. Se trata, pues, como invitó en su momento Eugene Fink a través de su ensayo La filosofía de Nietzsche (1982), de pensar o repensar a Nietzsche a partir de su propia obra. Esa tarea se convierte en un proyecto perpetuo, es decir, en algo que no termina, que está en permanente movimiento, pálpito, latido; porque la voluntad de poder, en tanto que quantum de fuerza activa, subvierte lo establecido y promueve la transmutación de todos los valores dados. La sentencia “Dios ha muerto”, que poco tiene que ver con el anticristianismo nietzscheano, no es indicativa de un final. Por el contrario, abre las puertas y los caminos del filosofar para buscar nuevos horizontes partiendo de lo que el propio Nietzsche denomina inocencia trágica del devenir.
En la noción de voluntad de poder Nietzsche logra articular, como parte de su estrategia de socavar la metafísica occidental y de subvertir el saber y la noción convencional de verdad al margen de la imaginación, por un lado, la fuerza instintiva que conlleva el amor por el saber, como definición de la filosofía, y la estrategia de poder y dominio que el saber mismo entraña. Antes que Nietzsche, su maestro Schopenhauer reconoce en la voluntad, en tanto que instinto, la capacidad para, no solo interpretar, sino, sobre todo, construir un mundo. De ahí el poder de verdad que hierve en el registro metafórico de su máxima “A cada voluntad un mundo”. Si embargo, Nietzsche, distinto a Schopenhauer, no concibe la voluntad como una esencia natural, como una verdad absoluta distanciada de la inteligencia. Nietzsche cuestiona toda filosofía que, desde una perspectiva socrática, instaure verdades, mucho menos cuando se trata, como en Schopenhauer, de verdades absolutas, porque de esta forma la filosofía se torna paráfrasis de la religión. Al definir la filosofía como “un platonismo al revés”, Nietzsche se distancia de toda pretensión metafísica, incluso, la de Schopenhauer. Niega, pues, nuestro filósofo, la voluntad como lo es ente o esencial, lo puro de toda existencia que actúa sobre los nervios o la materia o el conocimiento. No. Nietzsche asume que la voluntad actúa, en efecto, solo sobre otra voluntad. Actuar o acción significa, en el lenguaje nietzscheano, movimiento hacia el incremento de la voluntad de poder, de su quantum de fuerza. En consecuencia, se trata de una voluntad de poder, superior o inferior, que actúa sobre otra voluntad de poder. Filósofos posteriores como Michel Foucault o más reciente aun, Byung-Chul Han, van a entender el poder como la proyección, desde un sujeto sobre otro, de su propio yo, su propio saber-poder y su propia pretensión de dominio. Para Nietzsche, en definitiva, el ser del mundo es la voluntad de poder. Nietzsche se instaura así como el filósofo del valor y del poder, dado que todo lo existente, en cuanto que resultado o expresión de una tensión, de un desequilibrio de fuerzas, es permeado por el valor y el poder. Y los valores establecidos no son más que nuestras propias valoraciones convertidas en poder-saber establecido.
La voluntad es, en definitiva, voluntad de poder. Ese aserto concuerda con la idea nietzscheana según la cual, desde una visión perspectivista, el mundo es una metáfora que deriva de la capacidad de ficción del individuo a partir de las cualidades mismas del lenguaje como entidad simbólica por excelencia. La poesía y la filosofía son, pues, un mismo orbe metafórico e ilusorio. La voluntad de poder es un pathos, un sentimiento en cuya dinámica se abre la posibilidad de construir el devenir.
En un trabajo muy interesante del doctor Adolfo Vásquez Roca (2013), un estudioso de Nietzsche, se sustenta que el pensador alemán no pretende, en su concepto del yo, reemplazar la conciencia, como instancia primaria y sede de la identidad del sujeto, para instalar en él la noción de instinto, pura y simple, o la de voluntad de poder inconsciente. Subraya, por el contrario, que en Nietzsche no encontraríamos una inversión materialista de lo espiritual reducido a reacciones biologicistas o meramente orgánicas. Tampoco, desde su óptica, en una lectura coherente de Nietzsche se podría hablar estrictamente de los instintos como base constitutiva de la naturaleza humana. Aunque, situándonos en el horizonte más allá del bien y del mal, Nietzsche admite que la ambición de todo instinto es dominar (poder), y para dominar, intenta filosofar (saber).
En el contexto de su obra La genealogía de la moral (1887), además del establecimiento del método genealógico de análisis de las relaciones y tensiones de poder y dominio, así como la profundización del concepto “pathos de la distancia”, Nietzsche logra algo fundamental, que consiste en diferenciar el poder y el dominio. De ahí que se asuma que el establecimiento del dominio, que conlleva un uso degenerado de las fuerzas, delate una debilidad, una impotencia que redunda en no-poder. Para Nietzsche, el concepto de dominio remite al triunfo de los instintos reactivos del rebaño, de su resentimiento sobre la valoración como resultado de la transmutación de todos los valores, imponiendo sobre la cultura el registro histórico del predominio de lo negativo sobre lo afirmativo.