Esta historia del poeta, narrador y ensayista Tomás Hernández Franco, cuenta con ricas descripciones cual si fuera un cuadro impresionista. Sus imágenes casi poéticas nos cuentan de un caballo con una vida muy agitada que a los tres días de nacido “ya defraudaba completamente las esperanzas del dueño de la finca”, ubicada en un pueblo de Puerto Rico.
Ya al año de vida, nuestro protagonista “tenía un nombre propio: El Loco”, y cada día hacía algo para justificarlo.
La esposa del dueño no lo soportaba. “Caballo Loco” dejó pronto a su madre para irse a comer hojas y raíces amargas, pero “su predilección era la ropa mojada, en especial los pantalones, las camisas blancas y los pañuelos rojos que tenían que ser secados con el humo de la cocina para que él no los viera”.
Ya en su cuerpo no cabían más golpes, y aun con este prontuario, fue preparado para venderse en la República Dominicana.
El comprador “había recorrido kilómetros, ríos y valles” y le fue entregado el equino con su carta de “pedigrí” que lo acreditaba como pura sangre. Sin embargo, el nuevo jinete no hizo caso del historial de conducta, sino que se dejó llevar por aquel “saco de huesos sin nombre”, al que llamaron “eso” y así “descubrir que se podía jinetear un relámpago”.
Su relación con el animal, en vez de ser amor-odio, fue más bien de “guerra y aventura” y cambió su nombre a “Deleite”.
El dueño aprendió la psicología del caballo, cuándo y cómo montarlo, qué lo irritaba y qué lo hacía cooperar. “Sus iras, sus resabios, su increíble mal genio eran un secreto entre ellos”.
Todo iba marchando, hasta que el animal hizo daño a uno de los trabajadores y tuvo que ser vendido a otra persona. Desde ese día, dio tumbos de finca en finca hasta que lo último que supieron de él fue que su locura al fin había terminado, gracias a un rayo, por lo que uno de sus antiguos cuidadores atinó a decir: “Solo de igual a igual podía perder”.
Esta es una historia diferente, más visceral e íntima, donde se plasman emociones, conductas, y sentimientos de un caballo “casi humano”, en una singular analogía.
Tomás Hernández Franco no solo describe las escenas desde fuera sino desde el alma de cada personaje, narrando la trama que en ocasiones parece convertirse en poema.
Su final no es el esperado: Un caballo feliz con su nuevo dueño, adaptado y sumiso. Pero si es un relato que permite al lector (joven o no tanto) pensar, sacar sus propias conclusiones y descifrar si lo que hay que “domar” en la vida es mucho más que un animal huesudo y rebelde, o si es al revés.
Esta historia es parte de la Antología “Caballo Loco y otros Cuentos”, de Andrés Blanco Díaz (compilador).