La autora de este texto es Susan Mézquita, artista visual dominicana, vive y trabaja en Suiza
En Ciudad Nueva no había telecable. Algunos conseguían comprar “la cajita” con algún primo o amigo de fuera que viajaba, y otros se conectaban a su vez a la de estos, robándole “el cable” o inventando una antena especial que, con muchísimo trabajo, terminaba funcionando. El telecable era más de las zonas de los jevitos. En casa no teníamos ninguna de las anteriores. Sin embargo, después de que los vecinos consiguieron su “cajita”, se empezaron a ver algunas imágenes de “fuera” si se sintonizaban los dos botones: el de arriba, que era el que se usaba normalmente para cambiar de canal y que llegaba hasta el 13, con el de abajo, el que tenía muchos numeritos y que hasta ese momento no se sabía para qué servía. Eran imágenes que se veían casi siempre mal, como si la señal viniera de un mundo fantasmal, con uno o varios espíritus del más allá moviéndose en una imagen llena de puntitos. Sin embargo en otras ocasiones, supongo que el clima podía influir, algunas imágenes se veían bien, incluso a color. Porque eso sí, la televisión no era a control remoto pero sí a color.
Si se sincronizaban bien los dos botones (acabo de encontrar en Google que se llaman “perillas”) entraban algunos canales importantes de películas como HBO que, según decían, era lo mejor de lo mejor. Recuerdo que llegué a ver alguna película del “cable” por pura chepa, porque mi madre no permitía ver cualquier película así por así en la televisión. Mucho menos en el cine, pero eso es otra historia. Supervisaba tenazmente cada programa que se veía en casa, y sobre todo dudaba de todos esos canales gringos que pasaban películas no aptas para menores a cualquier hora del día. Ella estaba en los años más activos de su vida: trabajaba como laboratorista para varios médicos y estaba muy comprometida en diferentes grupos de la iglesia: participaba en los grupos de la renovación carismática; en los grupos de evangelización cristiana de las parroquias y diferentes comunidades, en nuestro barrio y sabrá Dios en dónde más. Yo tenía que tener unos 11 años y comenzaba a cuestionarme muchas cosas, pero no había forma de discutir algunos temas con ella: era inflexible.
Lo último de la bolita del mundo, lo más interesante y nuevo que “aparecía” aunque muy raras veces en la televisión de mi casa gracias al “cable” del vecino era el canal de música: un canal en donde sólo ponían música, mejor aún, videos musicales, la música hecha película, porque era la época de contar historias con cada canción. Genial. Nada de tipos parados como estatuas tarareando una canción, sino más bien actuando en un escenario que parecía real; y poderlo ver en mi casa era la maravilla o algo parecido, sobre todo si mi madre no andaba por esos lados.
En una de esas extraordinarias ocasiones que entró MTV apareció de repente el video de Blue Jean: ¿De qué iba todo eso? Quizás de magia, de burla, de desparpajo, de doble moral, o algo por el estilo. Era especial, único, indescriptible… No importaba que no entendiera ni jota de lo que cantaba el tipo ese raro del que había oído tenía las dos pupilas diferentes, importaba que estaba ahí, en la televisión de mi casa y a color. Y para colmo se escuchaba perfectamente bien, nada de shhhhhhhh en el fondo como casi siempre sucedía. ¡Qué emoción sentía! El cielo era poco al lado de eso.
Y así estaba yo: sentada en la mecedora de la sala e hipnotizada con el MTV cuando entró de repente mi madre a la casa. No recuerdo la cara que puso cuando vio mi embelesamiento “mirando” la canción y sobre todo a ese tipo raro que nos desafiaba con su mirada. Recuerdo solo que me dio un susto del carajo, como cada vez que aparecía para inspeccionar las cosas que yo hacía y los pasos que yo daba, pero esta vez mayor porque en cuestión de microsegundos se abalanzó hacia la televisión con dos saltos gritando: “¡ESO ES DIABOOOLICOOOOOOOO!!!!”
Y la apagó.
La “pelelengua” y las oraciones pidiendo perdón a Dios por yo estar viendo esas cosas sí las recuerdo. Estuvo durante varias horas con comentarios sobre “los ojos de ese hombre” y sobre esa música. Para ella existía la música del “aleluyeo” y la clásica, que al final era más o menos lo mismo. Así que estaba claro que “eso” no era música.
Y lo cierto es que “eso” no era música. Era mucho más. Supongo que esa fue también una de las razones por las que nunca hubo telecable en mi casa.
Pero ya era tarde. A partir de ese momento comenzaron mis amores escondidos con el Bowie. Y más adelante, con otros, por supuesto. Aunque no estoy segura de que alguno le haya podido superar.
Susan Mézquita es artista visual, vive y trabaja en Suiza