A Delmis Hichez, incansable activista social

I. Guacanagarix, sal de esos cuerpos

Yo entiendo que en España haya calles, avenidas y plazas llamadas Cristóbal Colón (o Bartolomé o Diego, sus parientes), o Nicolás de Ovando, o Fernando el Católico, o Carlos V…

También entiendo que los estadounidenses respiren llenos de orgullo, que se les infle el pecho de emoción cuando pisan una calle que lleva el nombre de John F. Kennedy, George Washington, Abraham Lincoln. Y lo mismo cuando un francés transita una vía que le recuerde a su noble paladín Charles de Gaulle; o un inglés que recorre una espléndida avenida llamada Winston Churchill. Debe de ser hermoso, ¿verdad? ¡Y cuánto orgullo sentirán esos ciudadanos! Lo mismo sentimos los dominicanos cuando transitamos una calle que homenajea a un héroe o heroína de la patria. Es el orgullo nacional de cada país que se hace sentir en cada ciudadano cuando sus ojos leen o sus oídos escuchan esos nombres ilustres que escribieron páginas gloriosas de su historia nacional.

Lo incomprensible, inadmisible desde cualquier punto de vista, es que los dominicanos reservemos las zonas más exclusivas de nuestras ciudades, las calles y avenidas más concurridas y prestigiosas, para honrar la memoria de esos grandes personajes de la historia de su país de origen (España, Francia, Estados Unidos, Inglaterra). Con relación a nuestra historia colonial, parece que se nos hace difícil comprender que en un escenario histórico en el que se enfrentaron dos bandos irreconciliables (en nuestro caso, opresores y oprimidos) el resultado final será vencedores / versus vencidos, y, en consecuencia, lo que será glorioso para una de las facciones será detestable para la otra. Y el héroe que lo sea para una de las facciones será el villano para la otra. Esa es una de las lecciones históricas que aún nos falta por aprender. O quizás la lección que nos ha faltado aprender es la de la dignidad, el sentido de nuestro propio valor, asociado al reconocimiento de nuestra verdadera identidad nacional.

Identifiquemos nuestros principales espacios públicos con nombres menos sonoros, pero más meritorios, por ser más nuestros: Anacaona, Caonabo, Lembá, Duarte, Sánchez, Mella y todos los trinitarios; Luperón, Espaillat, Bonó, los Henríquez y Carvajal, Américo Lugo, Concepción Bona, Salomé Ureña, María Trinidad Sánchez, Evangelina Rodríguez, Ozema Pellerano, hermanas Mirabal…  El caso de Eugenio María de Hostos está más que justificado, pues aunque no fue dominicano de nacimiento, actuó como un hijo de esta patria, dejándole uno de los más preciados legados, decisivo en nuestra formación política, cultural y científica. Hay héroes sumidos en el anonimato que podríamos empezar a sacar de nuestro ingrato olvido. El universalismo es bueno, siempre y cuando no lesione nuestro orgullo patriótico y nuestra dignidad colectiva.

Es algo así como la revolución de los pendejos, esos que un día despiertan de su prolongado letargo para convertirse en sujetos de la historia.

Y si vamos a bautizar una calle, una plaza o un parque con el nombre de un español, llamémosle Antonio Machado, o Miguel de Unamuno o Francisco de Quevedo, o Pablo Picasso, o Joaquín Rodrigo (ya tenemos sendas calles /avenidas nombradas Lope de Vega, Miguel de Cervantes, Ortega Gasset y Francisco Villaespesa, el poeta que nos visitó y se solidarizó con nuestra causa durante la ocupación ilegal de nuestro territorio, 1916-1924). ¿Y por qué no bautizar una plaza o calle importante con el meritísimo nombre del vasco Jesús de Galíndez, víctima de la represión trujillista? También hay una calle llamada Isabel la Católica, no menos desmerecida que las que citamos al inicio, por más buena intención que llegara a mostrar la catolicísima reina para con nuestros indígenas, pues eso no bastó para evitar el genocidio que sepultó la población indígena de nuestra isla.

Y hasta podríamos conceder un espacio a los padres Las Casas (ya hay un municipio que lleva ese nombre) y Montesino. España tiene personajes dignísimos, que honrarían nuestras calles al asignársele su nombre para identificarlas. Estados Unidos también; pero deben asegurarse de que sea gente que haya aportado realmente a la humanidad en general o a la dominicanidad en particular. Si vamos a rendir tributo a un estadounidense, que sea a Martin Luther King, tal vez a Walt Whitman. El caso de Abraham Lincoln (ya tiene asignada una importante avenida de Santo Domingo) podría discutirse. Y Sumer Wells también. Pero que ningún extranjero se convierta en epónimo de ninguna de nuestras grandes avenidas o plazas, las cuales deben ser reservadas para honrar a nuestros más ilustres héroes y heroínas.

El mismo criterio deberá aplicarse a los nombres de las estaciones del metro, donde el presidente que dio origen al proyecto creó un arroz con mango. Porque eso de que allí cohabiten nombres tan honorables y luminosos como los de Florinda Soriano (Mamá Tingó), Amín Abel Hasbún, Francisco Alberto Caamaño, Pedro Mir, Juan Pablo Duarte… junto con los de Joaquín Balaguer y Manuel Arturo Peña Batlle, por ejemplo, constituye no sólo un contrasentido, sino –sobre todo– una aberración y hasta una provocación. Es evidente que ese presidente, como buen renegado, quiso igualarnos a todos: al honrado y al deshonrado, al patriota y al antipatriota, al justo y al inicuo, al verdugo y a su víctima… En este punto es difícil no pensar en el célebre tango de Enrique Santos Discépolo, titulado “Cambalache”, que fue compuesto en el año 1934, pero cuya vigencia a dos décadas del siglo XXI es incuestionable.

Lo mismo pasa en el Panteón Nacional. No me extenderé en este punto, sólo diré que allí donde reposan los que enarbolaron de manera coherente los más altos principios libertarios no puede estar también aquel que aun habiendo compartido los pormenores y rigores de nuestra contienda independentista al final cometió alta traición contra la República recién instaurada. Hablo de Pedro Santana, una de nuestras espadas más firmes en la guerra contra Haití, que 17 años después de haberse proclamado nuestra independencia entregó de manera inconsulta (como lo expresa nuestro Himno Nacional) los destinos de la joven República al imperio español para que restituyera el orden colonial. La presencia de los restos de Pedro Santana en el Panteón Nacional es el resultado de una funesta decisión del presidente Balaguer. Ya se ve de quien heredó el instaurador del Metro de Santo Domingo su tendencia a la igualación de todos, a fundir en un mismo crisol al noble y al villano. Pero Santos Discépolo nos lo dice con mayor desenvoltura: “Es lo mismo el que labura / noche y día como un buey, / que el que vive de los otros, / que el que mata, que el que cura, / o está fuera de la ley”.

Los pueblos solo deben ser agradecidos con otros pueblos que en el pasado les han respetado y les han dado muestras evidentes de solidaridad y aprecio. Ya está bueno de que el complejo de Guacanagarix, tan extendido entre nosotros, siga determinando nuestra relación para con los demás pueblos y naciones del mundo, tanto en cuanto concierne a la actualidad como en lo concerniente a nuestra memoria histórica. ¡Tanta pleitesía para con quienes nos han atropellado e irrespetado! El pueblo, esa gran diversidad que somos, tiene que alfabetizarse en el mayor de los aprendizajes: el respeto y la lealtad hacia su propio ser. El encuentro hacia su dignidad, profundamente lacerada por su inconsciencia perenne. Eso, por sí solo, constituirá nuestra gran revolución social. De ella dependerá la subsiguiente revolución política.

Por eso digo, nuestra próxima revolución tal vez será menos política (como la de Abril, muy digna y meritoria, pero truncada en el momento de mayor altura), deberá empezar por la cultura, dado el enorme potencial que tiene esta para incidir en la conciencia de los ciudadanos. Las demás revoluciones serán hijas suyas. Será una revolución destinada al rescate de la dignidad mutilada, del orgullo abatido, de la identidad menoscabada.

Será una revolución que no llevará siglas partidarias, que partirá del corazón y la conciencia  de millares de hombres y mujeres entusiastas, que no necesitarán llevar cachuchas e iniciales de salvadores de la patria, porque la patria la salvamos todos o no se salva.

II. Una canción para desadormecer la esperanza

Sonia Silvestre: “Adagio de mi país”

Sonia Silvestre.

En nombre de esa revolución que vendrá, comparto una canción emblemática, que canta al futuro con optimismo: “Adagio de mi país”. Sus letras están cargadas de hondas resonancias poéticas y de guiños esperanzadores. Su autor y principal intérprete es el cantautor uruguayo Alfredo Zitarrosa, que la canta estupendamente, pero que para mí no es la mejor versión, sino la de Sonia Silvestre. Nuestra artista hizo de esta canción una verdadera gema, una obra maestra de la música social-popular. La voz exquisita de Sonia, un arreglo musical inmejorable, unas letras maravillosas y una melodía dulce y triste al mismo tiempo (a pesar del propósito esperanzador) hacen de esta versión un ejemplar único.

Soy un ser profundamente sentimental, y confieso que en más de una ocasión la emoción que produce esta canción me ha sacado lágrimas. Una canción que es tan vieja como mi infancia, pero que es tan actual como el ahora y tan imperecedera como el tiempo.

En mi país, qué tristeza,
la pobreza y el rencor.

Dice mi padre que ya llegará
desde el fondo del tiempo otro tiempo,
y me dice que el sol brillará
sobre un pueblo que él sueña
labrando su verde solar.

En mi país qué tristeza,
la pobreza y el rencor.

Tú no pediste la guerra,
madre tierra, yo lo sé.

Dice mi padre que un solo traidor
puede con mil valientes;
él siente que el pueblo, en su inmenso dolor,
hoy se niega a beber en la fuente
clara del honor.

Tú no pediste la guerra,
madre tierra, yo lo sé.

En mi país somos duros,
el futuro lo dirá.

Canta mi pueblo una canción de paz.
Detrás de cada puerta
está alerta mi pueblo;
y ya nadie podrá
silenciar su canción

y mañana también cantará.

En mi país somos duros,
el futuro lo dirá.

En mi país, qué tibieza
cuando empieza a amanecer.

Dice mi pueblo que puede leer
en su mano de obrero el destino,
y que no hay adivino ni rey
que le pueda marcar (abarcar en la versión de Sonia) el camino
que va a recorrer.

En mi país, qué tibieza,
cuando empieza a amanecer.

En mi país brillará, yo lo sé,

el sol del pueblo arderá

nuevamente alumbrando mi tierra.

La canción inicia con un dejo de tristeza por la pobreza del pueblo y por el rencor, ese sentimiento que tanto daño hace cuando se aposenta en los corazones. Como es una canción de la década del setenta, situémonos en esos años de grandes represiones, de dictaduras militares y civiles, de golpes de Estado, de exilios, de presos políticos… Mientras un grupo muy selecto se repartía privilegios y riquezas, la inmensa mayoría vivía confinada en los espacios de pobreza. Eso, inevitablemente, genera resistencia y de ahí nace el rencor de los oprimidos hacia los opresores. Ese rencor que es producto de la impotencia ante la injusticia se convierte en indignación, que es una reacción muy lógica y natural. Es, quizás, el único rencor comprensible y justificable. Pero el poeta-cantor no se queda en la simple lamentación, sino que pasa de inmediato a la esperanza: “Dice mi padre que ya llegará / desde el fondo del tiempo otro tiempo, / y me dice que el sol brillará / sobre un pueblo que él sueña / labrando su verde solar”. Es una hermosa anticipación de un tiempo de grandes realizaciones que vendrá y que ayudará a transformar las viejas estructuras sociales, renovándolas y poniéndolas al servicio de la equidad y la justicia social.

Luego la voz pasa a unos versos en los que la preocupación se universaliza, desplazando por un momento la atención hacia toda la humanidad: “Tú no pediste la guerra / madre tierra, yo lo sé”. Las guerras, salvo las que se hacen con el propósito de conquistar o reconquistar derechos, son desde todo punto de vista deplorables e indignas de las sociedades civilizadas. Son una forma inaceptable de autodestrucción, de negación de la racionalidad que hemos conquistado a través de un largo proceso evolutivo.

Hay en la canción una continua referencia al padre del sujeto lírico, que es en términos metonímicos, una representación del pueblo. Dicen que en los ancianos reposa la sabiduría, por el cúmulo de experiencias atesorado y porque, una vez enfriadas las grandes pasiones que caracterizan los primeros años de la vida, queda el reposo y la reflexión. Todo lo miran los viejos con ojos desapasionados, por lo que pueden alcanzar a ver más lejos y a pensar con frialdad y serenidad. ¡Ay de los pueblos que menosprecian a los mayores, tachándolos de inútiles!

Es muy significativa la siguiente estrofa en que se evoca al padre del sujeto poético, quien advierte sobre el daño que a cualquier causa puede hacer un traidor, dado el gran poder destructor que desata, que puede echar a perder todo un proyecto colectivo. Y se queja el padre, se queja de ese pueblo que ha sufrido tanto y que, tal vez temeroso por causa de ese dolor que ha arraigado en su ser, “hoy se niega a mirar en la fuente / clara del honor”. El dolor continuo acobarda, y hace vacilar aun al más osado. No obstante, nada ni nadie puede detener ni retrasar el futuro. Como dijo el escritor francés Víctor Hugo: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su hora”. Por eso, el futuro del que hablo es inevitable. El señor evocado por el sujeto lírico confía en ese futuro, pues sabe que “en mi país somos duros, el futuro lo dirá”. Si la frente continúa en alto, si el pecho permanece erguido, si la dignidad no se arredra ni retrocede, entonces nadie impedirá que nuestros proyectos se realicen. Derechos que hoy se niegan mañana serán alcanzados, quizás arrebatados; propósitos que hoy parecen utópicos, en unos años seguramente alcanzarán una definitiva concreción. “El futuro lo dirá”.

Los pueblos cantan en la alegría y en el dolor. Hay cantos de desahogo y de tristeza; y los hay de celebración. La danza y el canto han acompañado a la humanidad desde sus orígenes. Han estado presentes en los rituales espirituales y en los festejos. En la paz y en la guerra. El sujeto lírico exhorta al pueblo a cantar a la paz. Pero la paz debe instaurarse luego de que se hayan dado todas las batallas para lograr las transformaciones sociales y políticas. Es entonces cuando llega ese estadio en que las fuerzas del pueblo se repliegan, sin bajar la guardia, manteniéndose alertas para evitar ser sorprendidas en su buena fe. Las voces del pueblo cantarán para celebrar la alegría de un pueblo que está en posesión de su destino. Es la canción del presente y del futuro, aquella que ya ninguna fuerza opresora logrará hacer callar (“…y ya nadie podrá / silenciar su canción / y mañana también cantará”).

La canción expresa una visión del país y del futuro que parte de la mirada sufriente y a la vez esperanzada de los hombres y mujeres que laboran durante largas jornadas al servicio del gran capital y que reciben como compensación míseros estipendios. Por eso nos dice el sujeto poético, que se asume como voz y representación del pueblo, que éste puede leer su destino en su mano de obrero. Y ese destino es tan grande y trascendente que no hay adivino ni rey que pueda anticiparlo. Observemos que ambos personajes –el adivino y el rey– son figuras de la sociedad tradicional y representan dos polos de poder que casi siempre actuaron unidos en oposición al pueblo. Siguiendo el orden en que son citados en la canción, digamos que el segundo se corresponde con el poder temporal de la aristocracia, rica y poderosa, y el primero es el encargado de asuntos relacionados con la espiritualidad (el poder intemporal). Y aquí es oportuno recordar que quien tenía el poder de adivinar el futuro tenía también la facultad de interpretar la voluntad de la divinidad. Era algo común en las sociedades antiguas que el adivino era también el responsable de dirigir el culto a las divinidades. Y en la canción actúan como referentes de ese viejo orden social, cuyos remanentes aún permanecen, bajo otras identidades y otras formas, y a los cuales es necesario, si no derrotar, por lo menos debilitar, para que el pueblo logre alcanzar el destino prefigurado en la canción.

Cuando llegue a su mayor punto de ebullición la revolución social que ya iniciamos (que nadie se llame a engaño), que tiene varios años gestándose y realizándose; que ha estado presente en la lucha amarilla por el 4% para la educación pública, en las movilizaciones a favor de la preservación de Loma Miranda, en la Marcha Verde contra la corrupción y por una justicia independiente, en las concentraciones de jóvenes en la Plaza de la Bandera para reclamar elecciones transparentes y en otras pequeñas batallas cotidianas… cada uno se verá forzado a definirse, algunos tendrán que abandonar su falsa neutralidad para sumarse a uno u otro bando. O estarán con los que desean perpetuar un sistema social y político basado en privilegios y prebendas, en la disfuncionalidad institucional, en el generalato corrompido, en las representaciones irrepresentables de los poderes públicos, en las cofradías y complicidades entre el Estado, como representación de lo público, y otros poderes del ámbito privado, en la justicia selectiva, en el desquiciamiento del orden público bajo la responsabilidad de una institución moralmente degradada. O bien estarán junto a los sujetos sociales que luchan por romper los viejos moldes para reestructurar el corrupto e ineficaz orden social y político a fin de hacerlo funcional y equitativo. Esa y no otra es la revolución de la que hablamos. Es algo así como la revolución de los pendejos, esos que un día despiertan de su prolongado letargo para convertirse en sujetos de la historia.

El yo poético lo expresa de un modo más brillante en los versos finales de la canción. Con ellos concluimos:

 

“En mi país brillará, yo lo sé,
el sol del pueblo arderá
nuevamente alumbrando mi tierra”.

Notas:

Para escuchar “Adagio de mi país” en voz de Sonia Silvestre pueden acceder al siguiente enlace: