(Fragmento de Voces de Tomasina Rosario, novela inédita del autor)

Autorretrato del autor.

El caserío de La Cumbre fue la guarida de culebritas sabaneras que yo, retozando con tapitas y botellas vacías, arrastrándome, temerario, perseguía bajo los pisos montados sobre pilotillos de madera, socavando, además, con una varita de guayabo, los refugios secos de las hormigas y húmedos de las lombrices. La impronta, también, de aquellos insectos de alas invisibles, sublevados en la levedad de las sombras, o atrapados entre los destellos mortecinos del alumbrado, allá, arriba, en lo alto del poste. Farolitos de luz animando el cielo, ocultos en la brizna tenue de mi memoria. El tintín de la campanita que golpeaba el bomberito con una hachita, montado en el estribo de mi carrito de cuerda, alertando el vecindario por el fuego. O la cuerda que le daba a los rodillitos que preparaba Peñita con los carreteles de hilo y la cera que le robaba a su mamá Petra, la costurera del pobladito, y quien a los pantaloncitos kaki nuestros, brincacharcos, según crecíamos, estirábales los ruedos para que las canillitas, secas, no se entrevieran. El abecedario durante las rutinas escolares, y las sílabas ma, me, mi, mo, mu, que la profesora Ligia afanaba para que yo aprendiera, en tanto la advertencia de mi madre Secundina:

—¡Más sabe el burro que tú! —muerta de risa hasta la última muela.

Entre las ringleras del caserío, extendíase una amplia sabana, en la que acometí mi bicicleta contra mi amiguito Peñita, quien, en el horizonte, se desplegaba sobre la grama verdosa del villorrio, apostando a que por rápido que yo fuera nunca lograría arrollarlo con las gomas macizas de mi aparato.

—¡Eeeh! ¡Pendejo!, —grité, cuando atropellé su pierna derecha.

Sobrevino el aspaviento cuando a socorrerlo saltó su madre, Petra, propietaria de una selva fabulosa atestada de pájaros y animales, dispersos, en la sala, sobre el angosto territorio de una mesita de madera, ataviados con lustrosos trajes de loza blanca.

¡Vaya la panzota!, manchada de blanco y negro, que tenía la chiva a punto, en medio de un bosquecito, de traer un nuevo retoño.

—¡Alumbró la chiva!, ¡alumbró la chiva! —se destapó, desenfrenada, la cocinera  Bartola, y a quien largo a largo encontraría, pasados muchos años, tendida como res muerta en un matadero hospitalario, cuyo cirujano rehusó operarla de una pierna fracturada por falta de plata para pagar una obligada cuota.

—Tengo presión alta, el corazón grande, anemia crónica, retengo líquido en el cuerpo, hambre, y una úlcera que me está matando —Patético sumario que rebotó en la superficie sórdida del matasano.

—¡Váyase a su casa sino no tiene cuartos para pagar!

—¡Pero mi hijo!, ¡yo no puedo ni pararme!, ¡no aguanto este dolor!, espera, mis hijos fueron a hipotecar la casa.

—¡Váyase y vuelva cuando los consiga! —la espetó, inmutable, de nuevo el galeno, displicente, cogitabundo, celular en mano, prestando ojos y oídos, navegando por la red, a la cháchara del Señor Presidente, Lic. Ángulo Catalina, en cuyo mandato piñata de corrupción, ocio y boato, familiares y partidarios, trullas de aurívoros pokemones, comierónse desde la luna llena hasta frutas secas y  animales vivos.  De hecho, ¡susantísimo!, bebierónse, igualmente, la sopa de los leprosorios en lo que el Lic. Catalina brincaba, en expedita coartada, un charquito, o montábase en un penco, entreteniéndose, de pasadía en el campo.

La brecha digital, al margen del capital contra el trabajo, constituye el verdadero origen de la pobreza.  

Abocándose de tomo y lomo el converso a la creación de una aplicación móvil para que los pobres, respondiendo al instinto hambriento de las tripas, se apoderasen  de la realidad virtual y aumentada, concurrente con los picapollos colaterales y otros rastrojos que, pujándolo con denuedo, la República Digital caga. Y como si esto fuera poco, dada las atribuciones que le confiere un pedazo de papiro, añejo y extravagante, el Señor Presidente, Lic. Catalina, simulado varón santo y discreto, decretó, considerando lo que nunca se había hecho, un bonopepita, para que las chapiadoras se lo pongan estrechito, remendándose la gruta de la codiciada fruta que, precisamente, un dembowsero desprecia cuando sus hojas se dilatan.      

Yo no peleo por cilantro ancho

yo no peleo por cilantro ancho.

Matojo por el que mi abuela, dilatándosele aún más su corazón ancho, había provocado una tremenda asonada ante la ausencia del codiciado aderezo en la sopa boba que tomaba, previo a estirar la pata.

—¡Cojollo! ¡Tanta gente! —prorrumpió, apurada, ante la ausencia de su preciado cilantro ancho en el consomé que a lo largo del trayecto le sujetaría el hambre, pero que en su agonía terminal lo expulso, obrándolo negrecito.