A medida que el avión iniciaba su vuelo entre Nueva York y Santo Domingo un día de julio pasado, me quedé pensando en la manera curiosa en que se había desencadenado este viaje en particular, y lo mucho que una letra “e” habia tenido que ver con el periplo. Resulta que voy a República Dominicana desde la diáspora neoyorquina a juntarme con un grupo de colegas, en su mayoría más jóvenes que yo, a participar en una corta campaña de búsqueda arqueológica a la que me han invitado y a la que, de diversas maneras, he encontrado prácticamente imposible decir que no.
En la mirilla de la campaña exploratoria, o quizá sea mejor decir en su primer plano, está un personaje archiconocido en el relato y la memoria histórica dominicanos: el antiguo virrey y gobernador colonial español Diego Colón, en la mayoría de los casos conocido o recordado por el palacio o alcázar que lleva su nombre y que, a la vera del puerto del río Ozama, recibe turistas cada día por montones, pero menos conocido en su condición igualmente importante y verídica de dueño, como otras docenas de potentados del Santo Domingo de su época, de plantaciones azucareras o ingenios trabajadas por africanos esclavizados y localizadas en las inmediaciones de lo que entonces era la ciudad, durante el primer tercio del siglo XVI.
Como durante mucho tiempo pasó en muchas sociedades, en La Española del primer tercio del siglo XVI eran los socialmente poderosos como los propietarios o “señores de ingenio”, y entre ellos este virrey-gobernador de la colonia, los que habitualmente participaban de la “cultura letrada” y dejaban su huella en los documentos históricos y, por consecuencia, son los que se conocen y recuerdan más, mientras que los “humildes”, socialmente subalternos o pobres, aparecen con mucha menos frecuencia en los papeles que han sobrevivido del pasado. Sobre “Don Diego”, como se le conocía en su época, han quedado muchos más que sobre otros tutumpotes de su tiempo, mientras que sobre los esclavos que trabajaban sus posesiones, apenas algunas menciones, aunque las suficientes para que algunos hoy en día, quinientos años después, nos afanemos por examinarlas para imaginarnos con cierto razonamiento cómo pudieron haber sido sus vidas.
Sobre esos esclavos de Diego Colón, por ejemplo, sabemos que algunos de ellos protagonizaron en diciembre de 1521 (un diciembre del que, dentro de dos meses, se cumplirá su primer quinto centenario) ni más ni menos que la primera rebelión de negros esclavizados que se conoce en la historia de La Española-Santo Domingo, que fue también la primera del continente americano colonizado, y tal vez también la primera del hemisferio occidental entero en tiempos modernos. Sabemos también que la insurrección comenzó en el primero de los dos ingenios o plantaciones azucareras que Diego Colón y su familia poseyeron cerca de la ciudad de Santo Domingo. De hecho la expedición a la que voy tiene también en primer plano la búsqueda de huellas de esos antepasados esclavizados pero rebeldes que con su sublevación cuestionaron visceralmente tanto el orden esclavista como el orden colonial-imperial, justo cuando comenzaban a convertirse en el panorama humano colectivo que dominaría la isla-colonia y todo el Caribe insular durante más de tres siglos, marcando de manera definitiva y definitoria con su herencia histórica a todos los que somos dominicanos o miembros de cualquiera de las otras etnias nacionales que hoy habitan el continente.
Desde que durante el siglo XVI se escribieron las primeras crónicas ahora clásicas sobre los comienzos de la colonización de La Española se ha sabido que Diego Colón fundó un ingenio, y que luego su esposa la virreina María de Toledo lo relocalizó en algún lugar de la “ribera” o cuenca del Río Isabela que en su tramo final hacia el Mar Caribe bordeaba la ciudad de Santo Domingo por su lado norte. Y gracias a historiadores dominicanos como Amadeo Julián se ha podido establecer, por el tradicional método de la ardua búsqueda documental, que ambos ingenios se llamaron Montealegre. Sin embargo, nunca se ha sabido con certeza donde estuvo cada uno, porque hasta ahora solo se han identificado unas estructuras en un lugar (junto al Río Higüero, en las inmediaciones del Aeropuerto La Isabela) sobre las que hay un consenso dominante de que se trata del “ingenio Montealegre”, pero sin que el consenso aclare dónde se podría encontrar el otro.
Unos meses atrás este mismo año 2021, sin embargo, releyendo y revisando –como tantas veces se hace en el trabajo de investigación histórica—algunas las fuentes existentes sobre los Colón y sus ingenios en La Española, y las citas e interpretaciones que han hecho los historiadores de las mismas, creímos haber encontrado indicios o evidencias documentales que podrían apuntar por primera vez a los dos ingenios Montealegre y a su posible localización diferenciada. Y ha sido en esa re-lectura de manuscritos archivísticos del siglo XVI dominicano, de esos legendariamente preservados en el Archivo General de Indias, donde la letra “e” ha venido a ejercer un protagonismo inesperado, convirtiéndose desde su condición de simple signo entre los tantos de nuestro alfabeto, en posible clave de la respuesta a la pregunta mencionada.
Resulta ser que hasta ahora los historiadores que habían puesto atención al tema de los ingenios de la familia Colón en La Española del siglo XVI habían leído como si fuera “Ybuca” o “Hibuca” el nombre del río junto al cual, según unos documentos de la época, estaba el segundo ingenio Montealegre, y asociando también su ubicación de una manera todavía imprecisa a la “ribera” o cuenca del río Isabela, incluso admitiendo la posibilidad de que se tratara de un afluente de ese mismo río. Creyeron notar también que ese curso de agua aparecía también con ese nombre en documentos ya en el año 1519, asociado a tierras azucareras que podían haber pertenecido a Diego Colón. Esto implicaba que los dos ingenios de Diego Colón, el antiguo donde ocurrió la rebelión de 1521 y el que construyó la virreina María de Toledo con el mismo nombre en la década siguiente después de fallecer Diego Colón en 1526, hubieran estado localizados junto al mismo río, aunque en lugares diferentes del mismo. Pero los historiadores no repararon de momento en esa coincidencia.
Los nombres Ybuca e Hibuca, sin embargo, presentan un problema para el intento de conocer con suficientes evidencias los ingenios de la familia de los Colón y los hechos históricos mencionados. No aparecen prácticamente en ningún otro documento conocido de los que han quedado sobre el siglo XVI dominicano, y esa rareza alimenta la pregunta de si realmente fueron nombres reales y existentes en la época. Esa extrañeza nos motivó a buscar los manuscritos archivísticos originales usados y citados por los historiadores que escribieron los artículos y libros en los que se mencionan. Y el examen que hicimos de los originales nos reveló que solamente en una ocasión (1533) el nombre había sido escrito como “Ybuca”, mientras que en las otras dos ocasiones en que aparecía, en documentos de fechas distintas (1519 y 1533), aparecía deletreado de otra manera, como “Hibuea”, en ambos documentos, es decir, con una letra “e” en vez de una supuesta letra “c”.
La fonética del deletreo “Hibuea” inmediatamente nos provocó nuevas preguntas, especialmente por su parecido con la del nombre del río contemporáneamente conocido como “Higüero” y junto al cual precisamente se encuentran las ruinas de lo que tradicionalmente, en la memoria histórica de Santo Domingo y en parte de la historiografía dominicana, se han considerado como las “ruinas del ingenio de Diego Colón”. Un poco más de investigación nos llevó a una respuesta-interpretación que consideramos bastante convincente en esa dirección.
Varias palabras en el idioma español regional caribeño con el diptongo “ue” precedido de consonantes, como en “bueno”, “abuelo”, “huevo” y “huelo”, han desarrollado variantes fonéticas donde al diptongo se le añade el sonido de “g” delante, como en los casos de “güeno”, “agüelo”, “güevo” y “güelo”. La forma “Hibuea” documentada en el siglo XVI de La Española y la forma contemporánea dominicana “Higüero” parecían un caso similar, con la diferencia de que en el caso del español dominicano, la antigua forma “Hibuea” parecía haber sido desconocida hasta ahora en los estudios de cultura dominicana. Pero los estudios lingüísticos de crónicas coloniales de investigadores puertorriqueños nos proveyeron una confirmación más contundente, pues en las crónicas coloniales tempranas borinqueñas aparece la forma “Hibuera” y los lingüistas puertorriqueños ya habían confirmado que había funcionado como una variante de “Higüera”. Poco después nos enteraríamos por obra del lexicógrafo cubano Alfredo Zayas de que ya los deletreos “Hibueras” e “Hibuero” aparecen meridianamente mencionados por Bartolomé de las Casas en su obra. “Hibuea”, por su parte, parecía demasiado parecida a “Hibuera” para ser casualidad, y el hecho de que se hubiera aplicado al mismo río dominicano que desde el siglo XVIII se llama Higüero no parece dejar lugar a dudas.
El descubrimiento-sospecha de la conexión y continuidad históricos entre “Hibuea” e “Higüero” inmediatamente generó la pregunta de dónde, entonces, habría que buscar, en la cuenca del río Higüero, los posibles restos del abandonado (y aparentemente desaparecido) primer ingenio de Diego Colón, aquel del que salieron los esclavos rebeldes en la Navidad de 1521. Por lo pronto, sabíamos que el cronista Fernández de Oviedo lo ubicaba en un sitio más lejano respecto a la ciudad de Santo Domingo que el segundo ingenio, lo que, al aceptar los indicios de su ubicación en la misma cuenca del río Higüero, hace suponer que habría estado posiblemente en alguna zona más río arriba que las de las ruinas de Duquesa, consideradas contemporáneamente como las del primer Montealegre.
¿Pero por dónde y cómo comenzar una búsqueda que parecería inicialmente bastante (o incluso absolutamente) fortuita? De hecho, había razones para decidirse rápidamente por un lugar concreto que cumplía con la teoría de una ubicación general río arriba respecto a Duquesa: los aparentes restos de ruinas de obras hidráulicas coloniales todavía sobrevivientes en el punto del río llamado “Saltos del Higüero” junto al poblado de Amor de Dios por su lado oeste. Y además se había detectado constancia de un imaginario entre ciertos residentes de Amor de Dios respecto a un legendario origen español de los referidos fragmentos de ruinas.
Cuando compartimos la interpretación anterior con un círculo de jóvenes arqueólogos, geógrafos y antropólogos apasionados por el pasado dominicano, se tardó muy poco en conformar –en conversaciones iniciales literalmente transnacionales, que involucraban tanto a residentes en la diáspora dominicana en Estados Unidos como a residentes en “el País”— una voluntad grupal de intentar comenzar a indagar el tema sobre el terreno. Unas visitas exploratorias inmediatas por los miembros del grupo residentes en República Dominicana revelaron que los residentes de la comarca testimoniaban la existencia de restos constructivos antiguos en las inmediaciones, sepultados por la espesa maleza de bosque tropical húmedo de la zona. Y además había otra motivación contundente al respecto. Los colegas geógrafos habían logrado confirmar a nivel de suelo, pateando la zona, que una serie de topónimos que aparecen mencionados y descritos en un documento del siglo XVIII como asociados a las tierras que originalmente poseyeron los descendientes de Diego Colón, se pueden identificar todavía hoy casi totalmente en la zona, prácticamente con la misma ubicación con que fueron descritos hace dos siglos y medio. Era una serie de coincidencias que provocaban, simultáneamente, ilusión e interés.
De la conversación grupal durante los cinco meses subsiguientes sostenida entre Nueva York, Nueva Jersey y Santo Domingo, ahora facilitada por Internet, salió finalmente una propuesta de investigación arqueológica que encontró acogida en el Instituto de Estudios Dominicanos de la Universidad de Nueva York (CUNY DSI) y autorización de la Dirección Nacional de Patrimonio Monumental de República Dominicana. Y así fue como, justificado por una letra “e” identificada en unos manuscritos donde otros habían leído “c”, impulsado por una curiosidad personal de larga data por la arqueología, y motivado por la insistencia de estos nuevos colegas investigadores más jóvenes, terminé montado en un avión en un viaje arqueológico nunca imaginado que me llevó desde un pueblo del Noreste de “El Norte” donde se ha anclado mi aventura de emigrante hasta la comunidad rural de Amor de Dios en el extremo noroeste de la Provincia Santo Domingo.
Quince días y pico han pasado ahora, acompañando al equipo formado por investigadores, estudiantes y guías y auxiliares locales, siempre cerca unos de otros y vigilándonos con ojos solidarios, pateando el denso monte entre el pintoresco Amor de Dios y el río Higüero, subiendo y bajando entre colinas de tupida vegetación de matorral, árboles diversos y bejucos omnipresentes, resbalando y tropezando por cañadas lodosas y por los pedregales arrastrados durante milenios por las lluvias o por el mismo Higüero en su correr en busca de tierras más llanas de la cuenca de su hermano mayor el Isabela, conociendo de cerca las míticas arañas cacatas en sus distintas variantes y los traicioneros mayis que se revelaron más temibles que los mosquitos, y las avispas negras de nidos escondidos y punción electrizante
Han sido jornadas intensas, largas y sudorosas de reencuentro con muchas cosas, con el monte dominicano albergador de cientos de formas de vida y con la dominicanidad rural prieta descendiente de ancestros africanos que lucha a brazo partido por labrar dignidad y solaz en medio de la modestia o la pobreza. Días en los que también hemos hablado de muchas cosas, del poder de una naturaleza que todavía intenta resistir el golpeo despiadado al que la estamos sometiendo, de la vida del río y sus cambios de caudal y curso con el paso centenario de decenas de huracanes, de lo que ha sido la historia de décadas recientes contada por los lugareños, de lo que pudo haber sido la vida de los antepasados que habitaron la zona hace siglos, y de lo que cada resto encontrado a medida que los paisanos desbrozadores iban aclarando el matorral nos podía estar diciendo de cinco siglos de historia, de pobladores, del lugar.
Ya desde el segundo día, tras la jornada de la caminata más larga y del cansancio más severo atravesando monte, cuando creíamos que todavía quedaba mucho por explorar para encontrar algo significativo, el lugar nos había empezado a hablar de antepasados de años remotos. La gente de Amor de Dios tenía razón: sepultados literalmente por la maleza y la hojarasca pulverizada de quién sabe cuántas decenas de décadas, había por aquí y por allá restos y pedazos de construcciones en piedra demasiado desgastadas y curtidas para ser de estos tiempos. Pero algo más revelador para la curiosidad calculada que espoleaba al equipo entero acaecería también ese mismo día.
A eso del mediodía, enredándote los pasos entre bejucos a flor de suelo que constantemente te retrasan el avance y la subida o la bajada, sientes que ya no das más de ti y crees encontrar un resquicio rocoso donde sentarte a descansar, contorsionando brazos y piernas como las ramas y troncos caídos, nuevos y viejos, te permiten. Aguzando la mirada adivinando entre arbustos alcanzar a ver, decenas de metros abajo, el cabrilleo del Higüero. Oyes murmullos de los compañeros que andan cerca pero que no puedes ver por la espesura del monte. Y entonces ves subir, desde la cuesta que baja hasta al río, zanqueando palos caídos y peñones, al agrónomo Hipólito Guzmán, compañero de búsqueda y guía local principal de la expedición, que llega hasta donde estás tú exhausto mirando la espesura tropical cálida que te rodea, y que te dice “Mire profesor”, tendiéndote algo con la mano, y lo agarras, y te pones a observar el algo todo ennegrecido por la tierra, y le vas dando vuelta entre tus dedos, y ves que es un fragmento de barro cocido, pero no solo eso, sino que también te das cuenta de que tiene el típico perfil del borde superior o labio de las antiguas vasijas o tarros de barro que se usaban por decenas en época colonial, y más probablemente la forma que has visto en algún museo y en grabados y fotos, de la orilla o boca de los cuencos de barro cocido, entonces llamados “hormas” o “formas”, que se usaban en los ingenios coloniales para cristalizar como azúcar, al cabo de varias semanas, la melcocha lograda tras hervir en las
calderas el guarapo de las cañas. Y le dices, mientras te mira atento: “Bueno, Hipólito, para mí que esto puede ser un pedazo de forma o horma de cristalizar melaza, y si estoy en lo cierto, entonces aquí o por aquí cerca debió haber actividad azucarera antigua, sea del siglo que fuera. La presencia de hormas para cristalizar azúcar solo tiene sentido en un sitio donde se hiciera azúcar.”
Guzmán se adentra de nuevo en la espesura y minutos después es Diana Peña-Bastalla, la arqueóloga jefa de la expedición, quien sube escalando más o menos por donde subió Guzmán, llega al lado de donde estás sentado, se agacha y te dice: “Profesor, creo que esto confirma su teoría. Creo que hemos encontrado el sitio. Yo esperaba encontrar algo, pero no tan rápido, en el segundo día de la campaña.” Y le respondes algo así como: “Acordamos que iba a actuar como abogado del diablo en la expedición, cuestionando todas las teorías que pudieran ir surgiendo, y recordándole a todo el mundo la necesidad de pruebas, pero te reconozco que este fragmento es muy sospechoso; yo creo que podría ser de una horma de secar melcocha. Y si es así, por aquí debió haber actividad azucarera. Pero lo que no entiendo es por qué aparece en un sitio tan alto.” Y te dice la arqueóloga Peña: “Recuérdese que estos materiales los arrastraron con tractores desde otros sitios y los amontonaron aquí,” y se levanta y se pierde de nuevo entre el matorral de regreso a juntarse con los demás que siguen merodeando entre la densa vegetación.
Y entonces, por un instante, antes de luchar con el cansancio para incorporarte y comenzar a acercarte a los demás guiándote por las voces que se percibían en la cercanía desde la densidad del monte, te viene el recuerdo de los últimos cinco meses de conversaciones que, por teléfono y por mensajes de texto, habíamos tenido desde que por marzo pasado le planteaste al grupo que, re-interpretando desde Nueva Jersey lo que decían las crónicas, y sobre todo, reinterpretando algunos documentos del primer tercio del siglo XVI dominicano publicados o citados por otros historiadores, se te ocurría que, si los restos de Duquesa eran los del segundo ingenio de la familia Colón, el primer ingenio Montealegre fundado por Diego Colón, anterior al de Duquesa, pudo haber estado en una zona del mismo río más arriba en su curso.
Casi de inmediato tras compartirles la interpretación, los colegas geógrafos, conectando los datos históricos con su conocimiento del paisaje del lugar, habían decidido que la zona de Amor de Dios, con sus peculiaridades orográficas y sus restos potencialmente coloniales, era una buena candidata para comenzar la exploración a ese respecto, y a seguidas, con esos elementos en mente, la arqueóloga Peña-Bastalla decidió, sin especular ni esperar más, presentar y movilizar un proyecto de expedición, que ahora hecho realidad por el apoyo del CUNY DSI, había terminado llevándonos hasta ese posible fragmento de horma azucarera que nos pasábamos de mano en mano en medio del bosque rural de Santo Domingo. Todas las horas de conversación y sueños despiertos, el frenesí de planeamiento de la exploración, la faena del viaje desde Estados Unidos y la misma caminata agotadora monte adentro de esa mañana, de repente, parecían quedar compensadas por un pedazo de cerámica sucia de fango que pudiera estar hablándonos de tiempos remotos de la sociedad dominicana. Y se abría la posibilidad de que comenzáramos a encontrar muchas más evidencias materiales de un sitio azucarero desaparecido quien sabe hace cuántos años, tal vez tantos como quinientos, y del que solo sabíamos los escasos datos que nos dicen algunos manuscritos de la época.
Será mucho más lo que los arqueólogos tendrán que escarbar, desenterrar y analizar en este sitio de Amor de Dios. Pero si nos vamos a llevar de la similitud de los fragmentos encontrados en este lugar de nombre tan ambicioso ya desde esta primera expedición, con los encontrados en otros sitios coloniales dominicanos tradicionalmente reconocidos como ingenios azucareros (Boca de Nigua, Cambita, Sabana Buey, Cepi-Cepi, Las Clavellinas, Los Tramojos, Hato de La Culata, La Culata, Engombe, Sanate…), entonces tendremos que admitir que contamos con indicios de la presencia de un posible ingenio colonial en este lugar junto al río Higüero, el mismo río donde, según nuestra interpretación de los documentos mencionados, pudo haber estado el primer ingenio Montealegre de Diego Colón donde comenzó la histórica rebelión de 1521.
Obviamente, si se confirmara que en Amor de Dios están los restos del primer ingenio Montealegre y si lo que hoy llamamos ruinas de Duquesa, junto al aeropuerto La Isabela, se confirmaran como los restos del segundo ingenio Montealegre, la zona quedaría automáticamente constituida como cuna histórica de las lucha libertaria antiesclavista negro-africana de las Américas en medio de una región dominicana que, por los documentos del siglo XVI y por su perfil racial colectivo actual, todavía nítido quinientos años después, sabemos que es la cuna de la descendencia afro-dominicana y, como escribió hace tiempo Silvio Torres-Saillant, del continente.
Y si resultara que en Amor de Dios no están los restos de la plantación Montealegre donde empezó la primera insurrección negra anti-esclavista de la América colonial, comoquiera es probable que se trate de otro de los varios ingenios y hatos que se sabe que protagonizaron la gran época de la esclavitud intensiva azucarera dominicana en las inmediaciones de la vieja ciudad de Santo Domingo, y sería un descubrimiento que ensancharía el conocimiento hasta ahora existente al respecto. Confirmaría y nos recordaría –ante unas miradas social y oficial que, sorprendentemente, todavía hoy con frecuencia lo olvidan, lo ignoran y lo silencian– la importancia histórica nacional y hemisférica de todo el amplio cinturón poblacional que, como una periferia semicircular de decenas de kilómetros de anchura, bordea hoy la “Ciudad Primada”, y que desde los años 1500s, entonces con sus minas, ingenios, hatos y estancias trabajados por indígenas, y sobre todo por africanos, a las órdenes de colonizadores ibéricos, fué sostén económico esencial de la ciudad-capital y sus pobladores, tanto con sus productos como con sus impuestos.
Vuelto ya a Nueva Jersey en otro avión en el que regresaste saturado de monte y de siglos, considerando ese posible aporte historiográfico-arqueológico, y la tremenda experiencia humana de haber compartido dos semanas largas de expedición con los jóvenes investigadores del equipo y con los nobles paisanos de Amor de Dios, no te atreves a pedirle más a una letra e.