I.

Hace dos semanas, el domingo 21 de febrero, publicamos la segunda parte de esta serie de tres artículos sobre autorretratos literarios. La primera data del domingo 7 de febrero. En cada uno de estos trabajos nos hemos enfocado en textos explícitamente autorreferenciales (autorretratos). Cervantes, Góngora, Rubén Darío, los hermanos Machado, Neruda han desfilado por los renglones de estas páginas. Luego de una parada voluntaria y oportuna para ocuparnos del tema de la independencia dominicana, reanudamos la serie con este último artículo. Lo mismo habíamos hecho el 14 de febrero para dedicar este espacio semanal a la poesía amorosa.

Hoy comentamos fundamentalmente sendos textos de dos poetas sudamericanos que cultivaron el género autorreferencial: el chileno Nicanor Parra y el argentino Jorge Luis Borges. Hay otros autorretratos, pero –a nuestro juicio– o poseen menos relevancia que los que hemos seleccionado para esta serie o no se ajustan plenamente al género. No obstante, nos referiremos, aunque de manera breve, a otros cuatro poetas que incursionaron en la temática: el mexicano Amado Nervo, el español Ramón del Valle-Inclán, el Peruano César Vallejo y el dominicano Manuel del Cabral. El primero –Amado Nervo– compuso un autorretrato que empieza así:

Amado Nervo
Amado Nervo

¿Versos autobiográficos? Allí están mis canciones,

allí están mis poemas. Yo, como las naciones

venturosas, y a ejemplo de la mujer honrada,

no tengo historia. ¡Nunca me ha sucedido nada,

oh, noble amigo ignoto, que pudiera contarte!

 

Allá en mis años mozos, adiviné del arte

la armonía y el ritmo, caros al Musageta,

y, pudiendo ser rico, preferí ser poeta.

¿Y después?

— He sufrido como todos y he amado…

-¿Mucho?

— ¡Lo suficiente para ser perdonado!

Este poema de Nervo, del que apenas hemos citado un breve fragmento, no dista mucho de la línea trazada por los de Rubén Darío y Manuel Machado. Semejante a ellos, devela muy poco de su real personalidad, tampoco de su aspecto corporal. A la pregunta de “¿quién soy?”, que es la clave de la auto-descripción, Nervo reenvía al lector a hurgar en su obra, aludiendo que lo único digno de contarse de cuanto le ha sucedido está cifrado en su escritura. Y lo justifica alegando que ha tenido una vida venturosa y de persona honrada, que, por lo tanto, carece de interés. Esto reafirma lo que siempre se ha dicho, que la alegría no es líricamente muy productiva, que los estados de ánimo relacionados con la tristeza y la soledad son los que más predisponen a la creación poética. Asimismo, afirma el bardo que el haber elegido en su niñez el modesto destino de poeta, le apartó de otras posibilidades que habrían dado a su vida una mayor trascendencia. También dice que ha sufrido y amado mucho, como todos, por lo que su vida ha sido idéntica al común de la gente. El vate sugiere ,algo con lo que estarán de acuerdo escritores y lectores: que sólo las vidas extraordinarias merecen ser contadas. Pero vale decir que en este caso, como figura pública que es, la vida de un poeta generalmente está rodeada de acontecimientos dignos de la curiosidad de sus lectores.

Por su parte, Ramón María del Valle Inclán, inicia su autorretrato con el siguiente serventesio:

Mi ensueño de poeta, que floreció en un canto,

a mi Psiquis dos alas le dio para volar,

–un ala de anarquista y otra ala de santo–

a mi diestra, un puñado de trigo que sembrar.

En clave simbólica el poeta español dice haber sido dotado de dos alas: la de anarquista y la de santo. Si una lo vincula a lo terrenal, la lucha por los derechos individuales, la otra le conecta directamente con la divinidad. La dualidad se repite al oponer el sustantivo canto al verbo sembrar, situados respectivamente en el primero y último versos. El primer elemento de la dualidad (canto) va ligado a la acción poética, representa, por tanto, una actividad que trasciende lo material (el culto a la belleza, que es un valor estético de honda repercusión espiritual), en tanto que sembrar sería, dentro de este contexto, una referencia a la producción de bienes materiales, que el poeta necesita para garantizarse el sustento corporal. Así resulta si interpretamos la sinécdoque cifrada en el sustantivo trigo como representación del pan, y el pan como símbolo de alimentos en general (lo cual equivale a otra sinécdoque). Ambas dimensiones, espíritu/materia, se complementan y constituyen fuentes nutricias del estro poético.

Nuestro bardo Manuel del Cabral, autor del gran poema épico Compadre Mon, escribió un texto que, aunque no es propiamente un autorretrato, sí se enmarca dentro de la línea de la poesía autorreferencial. Se titula “Manuel y su cadáver” y constituye una prefiguración de su muerte. Este poema tiene visibles conexiones intertextuales con el del peruano César Vallejo, titulado “Piedra negra sobre una piedra blanca”. Veamos un fragmento de ambos textos. César Vallejo:

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo…

 

César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

les daban duro con un palo y duro

también con una soga…

Y Manuel del Cabral:

Manuel del Cabral
Manuel del Cabral

Sé que no estoy durmiendo, porque comienzo a oír:

-Pobre Cabral,

murió sin una gota de veneno;

era haragán, ruidoso, cerebral;

intranquilo de faldas; siempre haciéndose el hondo…

pero en el fondo:

bueno–.

En ambos poemas, sus autores representan su muerte, recreándola en una escena funeral. César Vallejo la ubica en un lluvioso otoño parisiense. Dentro de la escena luctuosa, una voz en tercera persona, que puede ser un desdoble de la del propio poeta, denuncia la injusticia con que trataban al bardo, sin que él siquiera se defendiera. Coincidencialmente, Vallejo moriría en París, un día lluvioso. Sólo que no era otoño ni jueves, sino un viernes de primavera: Viernes Santo, 15 de abril de 1938. En cuanto al texto de Manuel del Cabral, el yo lírico (representación del propio bardo) imagina la reacción de sus conocidos, lamentando su deceso y, como siempre ocurre, minimizando sus defectos y compadeciéndolo: “pero en el fondo (era) bueno”.

Aparte de la afinidad temática, los poemas coinciden en que inician con una voz (la del propio poeta) hablando en primera persona, refiriendo su muerte, y luego pasan a la tercera para hacerse eco de cómo reaccionan quienes forman parte de su entorno social y afectivo. El título del texto de Manuel del Cabral no encierra ningún simbolismo especial, sobresale por su literalidad, pero el de Vallejo sí tiene una gran carga simbólica, los colores de las piedras (negra/blanca) representan la oposición muerte/vida. Y están en sentido inverso al que suele aparecer esa dualidad, pues generalmente se habla de vida/muerte. La razón es simple: el poeta está representando el momento en que la muerte aparece victoriosa sobre la vida. Esta ha concluido, aquella ha iniciado.

II. AutorretratoNicanor Parra

Nicanor Parra.

Al contrario de otros autores, Nicanor Parra obvia las referencias a su obra para concentrarse en su experiencia vital. El poema tiene un importante trasfondo social, pues el autor aprovecha el tema para denunciar la explotación laboral a la que ha estado sometido, como profesor del sistema educativo público. Al hacerlo, denuncia la explotación laboral en general y, particularmente, la de los docentes.

Considerad, muchachos,
este gabán de fraile mendicante:
soy profesor en un liceo obscuro,
he perdido la voz haciendo clases.
(Después de todo o nada
hago cuarenta horas semanales).
¿Qué les dice mi cara abofeteada?
¡Verdad que inspira lástima mirarme!
Y qué les sugieren estos zapatos de cura
que envejecieron sin arte ni parte.

En estos primeros versos el poeta fija su atención en su vestidura, se refiere a ella en un tono burlón: “Este gabán de fraile mendicante”. Sin embargo, la comparación de la vestimenta que usa el profesor-poeta con la que visten los miembros de una orden religiosa que se caracteriza por su voto de pobreza y la renuncia a todo tipo de bienes no es gratuita. El poeta apela a los sentimientos del lector, se propone hacerle partícipe de su crítica a las condiciones en que se desenvuelven los que tienen en sus hombros la responsabilidad de educar al pueblo. Así, tras identificarse como profesor de Educación Secundaria, un empleo en el que se le ha ido desgastando su voz, pues trabaja intensamente durante cuarenta horas a la semana, comienza a señalar los estragos físicos que esa intensidad laboral ha ido generando en su cuerpo. Al cierre de ese primer bloque de versos el poeta vuelve a insistir en su pobre indumentaria al nombrar sus viejos zapatos de cura (de cura mendicante).

En materia de ojos, a tres metros
no reconozco ni a mi propia madre.
¿Qué me sucede? -¡Nada!
Me los he arruinado haciendo clases:
la mala luz, el sol,
la venenosa luna miserable.
Y todo ¡para qué!
Para ganar un pan imperdonable
duro como la cara del burgués
y con olor y con sabor a sangre.
¡Para qué hemos nacido como hombres
si nos dan una muerte de animales!

En el segundo bloque de versos que antecede a estas líneas, el poeta continúa describiendo su aspecto físico, esta vez se detiene en sus ojos, los cuales constituyen un órgano esencial para los quehaceres profesorales. De sus ojos dice que están tan gastados que no alcanza a reconocer ni a su madre a tres metros de distancia. Ya no es sólo la voz, también se le ha gastado la vista en la preparación de sus clases, afectada también por otros agravantes como la mala luz nocturna, la exposición al sol y hasta la pálida iluminación de la luna en el cielo nocturno. Lo que quiere decir es que las condiciones en que se ha visto forzado a laborar no ha conocido límites de horario: de día y de noche ha tenido que dedicarse a ello, aun bajo condiciones adversas como la escasa iluminación artificial en el momento de preparar las clases del día siguiente. Una realidad a la que no escapan quienes han ejercido y ejercen labores profesorales, no sólo en Chile, sino en cualquier país subdesarrollado, incluyendo el nuestro, por supuesto.

La referencia a la luna (“la venenosa luna miserable”), aparte de sugerir el trabajo nocturno, inherente a la carrera docente, obedece también al propósito de introducir un elemento poético frente a la aridez de la descripción que le antecede, recargada de referentes cotidianos y ordinarios. La presencia de la luna en medio de los afanes magisteriales podría tomarse como un guiño a sí mismo, a su condición de bardo, circunstancia que comparte con su rol docente, aunque la referencia al astro,antes que satisfacción, sugiere un descontento, como si ese elemento se sumara como un ingrediente más a sus infortunios. La inclinación hacia ese ámbito poético quedará en un recodo marginal (en el poema se omite ese aspecto tan significativo de la vida de Parra), debido a lo absorbente y estresante que resulta la profesión magisterial. Lo lamentable de tanto esfuerzo, según el poeta, es la inicua compensación que se deriva deesa vida de tanto sacrificio. He aquí una descarnada crítica a la explotación capitalista, que trata a los obreros como bestias, mientras los dueños de los capitales acumulan enormes beneficios.

Por el exceso de trabajo, a veces
veo formas extrañas en el aire,
oigo carreras locas,
risas, conversaciones criminales.
Observad estas manos
y estas mejillas blancas de cadáver,
estos escasos pelos que me quedan.
¡Estas negras arrugas infernales!
Sin embargo yo fui tal como ustedes,
joven, lleno de bellos ideales
soñé fundiendo el cobre
y limando las caras del diamante:
Aquí me tienen hoy
detrás de este mesón inconfortable
embrutecido por el sonsonete
de las quinientas horas semanales.

El tercer y último bloque de versos nos presenta un inquietante cuadro en el que el maestro-poeta confiesa el daño que produce en su salud mental los excesos laborales. Confiesa que hay ocasiones en que oye “carreras locas, risas, conversaciones criminales”, delirios de una mente atormentada por la fatiga y el estrés resultante. Continúa el vate presentando sus rasgos corporales, siempre en sentido negativo, resaltando cuánto de deslustrado y decadente había en su apariencia corporal, como forma de ahondar su crítica a las penurias en las que se desenvolvía la profesión docente en su país. Así nos habla de sus manos y su rostro, blancos y cadavéricos, el pelo ralo, oscuras arrugas, huellas de una existencia mal llevada, que redunda en envejecimiento prematuro. Y aclara que no siempre fue así, que él como todos, fue joven y tuvo también sus ideales. Que en aquellos primeros años soñó con ser orfebre, dedicarse a labrar metales con fines artísticos, pero que, por razones que no explica, acabó ejerciendo la profesión menos atractiva de maestro.

Suponemos que la elección se debió a la modesta condición socioeconómica de sus progenitores, pues su padre era profesor primario, y su madre, tejedora y modista de origen campesino. Esto seguramente le generó dificultades al joven Parra al momento de decidir su carrera profesional.El magisterio, aun siendo una profesión de sobrevivencia, garantiza más fácilmente la inserción a las fuentes de trabajo. Así acabó dedicándose a una carrera que resultó poco satisfactoria, y que, de acuerdo a lo que puede apreciarse en estos versos, acabó sumergiéndolo en un ambiente de monotonía, embotamiento intelectual y fatigosos excesos. 

III. Jorge Luis Borges: “Borges y yo

Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges

El tema del doble, la alteridad, es materia poética en este breve texto de la prosa borgiana. Veamos:

Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

En “Borges y yo” se produce un escisión entre el yo personal (el ser de carne y hueso que está inscrito en el registro civil) y el otro, que cohabita en su mismo ser y que es una proyección del primero. Mientras el primero es un personaje más bien privado, el segundo es unpersonaje público y es el que se encarga del aspecto fictivo-literario. Quien habla en el poema –o al menos eso parece– es el Borges situado en el mundo real y concreto, que lleva una vida semejante a la de los otros seres humanos, con sus gustos e inclinaciones personales. Éste habla en primera persona y se refiere al otro, al escritor, usando la tercera. El Borges ciudadano (llamémosle así para diferenciarlo del otro Borges, el escritor) refiere algunos hábitos y aficiones (caminar por Buenos Aires, consultar mapas y diccionarios, observar tipografías de libros antiguos, estudiar el origen de las palabras, saborear el café, leer a Stevenson). Ambos Borges comparten esos gustos, pero el Borges ciudadano afirma que su alter ego,el escritor, lo hace por pura ostentación, como quien sigue las pautas de un libreto, pues como figura pública que es, gusta de hacer gala de esas cosas.

Afirma el Borges ciudadano, que, con todo, no se lleva mal con su otro yo; más bien se encarga de vivir y deja al otro en libertad para que ejerza su oficio escritural, algo que le sirve a él de justificación existencial. ¿Cómo valora este Borges la obra del yo-escritor? Al tocar este punto se muestra escueto y modesto, se limita a decir que ha logrado “ciertas páginas válidas”, pero no parece darle demasiada importancia al asunto, pues alega que esas obras, más que pertenecerle al autor, pasan a ser propiedad del lenguaje y la tradición. Por otra parte, afirma que él (el ser humano, el ciudadano) está destinado a perecer, que sólo una mínima parte suya prevalecerá en el otro, el escritor, aunque desconfía de su tendencia al falseamiento y la magnificación de los hechos. Muy realista es esta actitud del Borges ciudadano y perecedero. Cuando un escritor muere, apenas sobreviven de él unas cuantas anécdotas y datos dispersos, generalmente falseados, del ser humano real y concreto. Lo que sí permanece es el otro, el escritor, que es un personaje más idealizado, a veces una caricatura, donde el mito y la leyenda ocultan y deforman al personaje real que forjó la obra. Es inevitable que al final el escritor acabe por absorber al ser humano. La vida pasa, la escritura queda.

El Borges ciudadano confiesa que trató de alejarse del otro Borges, el escritor (al parecer abrumado de tanta vida pública), y se refugió en otras inclinaciones, pero que su alter ego, absorbente y posesivo, también se adueñó de esas cosas, por lo que tendrá que inventar otros modos de distanciamiento. Dice que de aquellas cosas que le han pertenecido unas quedan relegadas al olvido y otras pasan a las manos del otro, es decir, lo que no se borra con el olvido pasa como sustrato al dominio de lo estrictamente literario.

Finalmente, sorprende el cierre del texto, cuando el Borges que suponemos es el ser real y concreto, el Borges privado, afirma que no sabe cuál de los dos ha escrito el texto. Con esto, hace dudar al lector, tendiéndole una trampa, a la vez que lo convierte en copartícipe del juego que se da entre ambos personaje: el ser humano, autor real del texto, y el escritor, que es una máscara del otro, su alter ego.

IV. Epílogo opaco

Con esta última entrega sobre autorretratos literarios concluimos la serie de tres artículos destinados a tratar dicho tópico. Un tema interesante, que ameritará otras investigaciones más profundas, dado que estos trabajos no pasan de ser una aproximación al tema, motivado principalmente por la curiosidad de un pertinaz lector, un diletante que se entusiasma haciendo estos ejercicios comparativos.

Al leer los textos autorreferenciales en cuestión no es mucho lo que avanzamos en el conocimiento de sus autores, pues casi todos son muy opacos, permiten ver muy poco de la persona que los escribe y, en cambio, se inclinan bastante al personaje literario, que es una construcción resultante de su obra. Con todo, resultan atractivos, ya sea por el matiz preciosista (Darío, Manuel Machado…) o por su honda resonancia humana o filosófica (Antonio Machado), o por el sentido lúdico que sobresale en el poema (Borges).

Algunos aprovecharon para expresar una crítica social, como ocurre con el creador de la corriente denominada antipoesía, Nicanor Parra. Su texto es uno de los más realistas, siendo, como es, muy escaso en fabulaciones y poses. Nada de narcisismo o decadentismo; como en toda poesía social, el poeta aspiraba a dejar un mensaje proyectado en la conciencia del lector: vivimos en una sociedad injusta, hay que luchar por su transformación.

Es probable que en un futuro mediato retornemos a esta serie para continuarla y extenderla, pues aquí podría decirse, parodiando la conocida sentencia: “No están todos los que son, aunque son todos los que están”. 

Bibliografía

Borges, Jorge Luis (2012). El hacedor. Barcelona: Ediciones DEBOLS!LLO.

Mortara Garavelli, B. (1991). Manual de retórica. Madrid: Ediciones Cátedra.

Parra, Nicanor (1998). Poemas y antipoemas. Madrid: Editorial Cátedra.

Rueda, Manuel (1996). Dos siglos de literatura dominicana (S. XIX – XX). Poesía II. Santo Domingo: Secretaría de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Colección Sesquicentenario de la Independencia Nacional.

Vallejo, César (2003). Poemas humanos. Madrid: MestasEdiciones Escolares, S.L.