Danilo Manera sabe de pasos, de viajes, en tanto es un quijotesco trotamundos de espacios y memorias. Intuíamos que errabundeaba por curiosidad intelectual, desconocíamos que también lo hacía por albergar un alma romántica presa del deseo irrefrenable de libertad y también de un apetito voraz por las emociones. Su corazón viajero aparece en múltiples personajes que en cierta forma, aunque se resiste a aceptarlo, constituyen su alter ego. A veces es Odiseo, Ulises, en movimiento perpetuo, en procura de retornar a una Ítaca que se manifiesta como amores que obstinadamente escapan irrealizados. Otras veces, entrecruza biografías viscerales de italianos que, como Cristóbal Colón o Marco Polo, van a lo desconocido, incluso, al encuentro con la muerte.
La lectura de su obra Pasos en falso (2021), me hizo rememorar una enseñanza de Julio Cortázar en Rayuela, la licencia del lector para aproximarse a un libro en la manera que mejor le plazca. Confieso que me he sentido más cómodo con una lectura en orden inverso al propuestos por el autor o los editores. Valido, para los lectores dominicanos, la estrategia de colocar como anzuelo los textos “El amor tropical, en la época de los hombres lobos” y “La trinidad venezolana”, en los que fluye el embriagante perfume de lo real maravilloso. Sin embargo, para mí la narración principal, la joya de la corona, la constituye “La plaza de los Quinientos. Visitas guiadas con noticias históricas”, la única en la que el foco narrativo no está situado en el extranjero. Después, guiado por un instinto travieso en mi hojear de atrás hacia adelante, siguen en importancia sus andares, igual de poderosos, por geografías y biografías exóticas, hasta arribar a la crónica rosa en nuestra tierra. Veamos, a continuación, los pasos en falso que he dado en mi lectura.
En “La plaza de los Quinientos”, Danilo Manero nos deleita con un diestro manejo del espacio y del tiempo como elementos generadores de atmósferas peculiares. Tramas múltiples, llenas de referentes emocionales, fluyen en torno a ese espacio urbano de Roma. La perspectiva narrativa es la del residente, de alguien que se ha criado en esos espacios y conoce al dedillo los intríngulis existenciales de aquel bestiario, de los variopintos personajes que allí sobreviven. La mirada, pues, es la del que es de ahí, del quien recibe a los viajantes, el que conoce a todos los personajes que desde sus lejanos orígenes vienen a emprender otro viaje, el que confronta con la cruda realidad del forastero en un entorno hostil. Llegar a Roma, a la plaza de los Quinientos, desde países tercermundistas, desde antiguas colonias depauperadas, implica para estos emigrantes indeseados dar pasos en falso apurados por gestos xenofóbicos. El narrador lugareño, desde la perspectiva de un peculiar guía turístico, nos hace cómplice de parejas que convergen en los 30 mil metros cuadrados de la plaza. Este es un cuento escrito al modo de William Faulkner, con personajes que se cuentan historias entre ellos. Somalíes, árabes, latinos, prostitutas rumanas y mendigos, comparten las desventuras en una plaza que “no es ni mejor ni peor” que sus lares de origen.
“La herencia del geógrafo” contiene el espíritu de la ruta de la seda como colección de recuerdos, libros y apuntes de una anodina vida de investigaciones. El cuento nos presenta el escenario común a académicos, intelectuales y artistas que al morir dejan un inventario de que cosas que les eran vitales, pero que constituyen estorbo para quienes lo sobreviven, desconocedores de sus sueños y utopías. Algunas casualidades afortunadas llevarán a un experto pueblerino a defender ante un académico foráneo la importancia de un legado de valor aún indeterminado. La narración nos remite a las arenas de los egos crecidos de humanistas y cientificistas que fácilmente se embarcan en confrontaciones estériles.
“Luto seco” propone una alucinante paradoja: la imposibilidad de bailar salsa y beber ron en la paradisíaca isla caribeña que los origina. Es una crónica del fin del mundo, el día después de lo imposible, el testimonio excepcional de la muerte del padre de la revolución, el principio del fin de la utopía socialista cubana. Contiene la euforia del ferviente revolucionario y el escepticismo de quienes, a golpes de necesidad, dejaron de creer. Destaca la mirada epidérmica de un personaje aferrado desde lejos a la ilusión marxista, acaso porque las consecuencias no le atañen; también muestra la indolencia de una persona narcisistas centrada en sus deseos, incapaces de sentir empatía. La realidad cubana es abordada de manera profunda. Se nota que el autor ha estado en contacto con muchos cubanos y por mucho tiempo. Se siente vívida la experiencia de los disidentes, así como las detalladas descripciones de espacios, edificios y costumbres en las que se extraña la ausencia de del realismo mágico propio de esta isla santera, quizás porque la trama se centra en las experiencias existenciales cotidianas y en los cuestionamientos ideológicos.