El psiquiatra forense Michael Stone (1933) llegó a preguntarse si la maldad era un concepto que podía medirse. Con maldad se refería a lo estrictamente criminal, más allá de las ambigüedades filosóficas o morales que pueda implicar el concepto. El hecho es que, a raíz de este cuestionamiento, creó y desarrolló una herramienta de clasificación que denominó “índice o escala de maldad”, un registro de patrones, motivaciones, características, emociones e idiosincrasias de asesinos de toda índole a partir de su experiencia en el manejo de perfiles criminales y su relación profesional con individuos convictos. El doctor Stone posiciona a los criminales de acuerdo a sus motivos, su metodología y su mente. Para el doctor, los niveles más altos de maldad implican la combinación del nivel de sensibilidad y raciocinio con la brutalidad ejercida en un crimen. Esto me llamó la atención para describir y tipificar la psiquis perturbada del personaje Rodia Raskólnikov en Crimen y Castigo. Para ello, considero preciso delimitar el marco de estudio a dos cuestiones que resultan fundamentales: ¿Raskólnikov es psicológicamente un asesino nato que esconde su impulso natural a fuerza de justificaciones y engaños? o ¿Su condición es una consecuencia patológica de su marginación social y la miseria que imperaba en la época? Dostoyevski parece jugar con el carácter ambivalente del personaje para no encasillarnos en una sola alternativa, lanzando pistas que tientan un lado y otro de la balanza. Pero pienso que tomando el camino de estas dos vertientes no solo podemos tocar algunos de los grandes temas que se desarrollan en la novela, sino que despejamos un poco las sombras que giran en torno a la mente de Raskólnikov, y de este modo vamos entendiendo su evolución y las voces que precedieron su oscura estela de sangre.

En primer lugar, es interesante observar cómo la psicología del personaje podría encajar en el arquetipo moderno del asesino en serie. El criminólogo valenciano Vicente Garrido (1958) señala que más que la cantidad de víctimas, son los motivos los que describirían con mayor precisión una categoría criminal “Sin embargo, mucho más importante que el número de víctimas que elijamos para definir un tipo de asesino, es el estudio de los motivos que lo condiciona y alienta” (Garrido, 2007).  Y pese a ser un concepto demasiado reciente para el contexto que nos compete, resulta perfectamente aplicable a la estructura psicológica de Raskólnikov. Garrido refiere que los asesinos de esta naturaleza son motivados por “una fantasía de poder”, alimentada por el narcisismo y en el caso de nuestro personaje, por una profunda misantropía. El doctor Stone, por su parte, subraya la importancia del motivo en el acto criminal porque distingue los actos impulsivos y puramente circunstanciales de los hechos planificados y deliberados. Determina, entre otras cosas, el nivel de sistematicidad de un crimen. A este respecto, el asesino serial Edmund Kemper (1948) precisó a través de su caso esta diferencia: “No fueron una serie de asesinatos fortuitos realizados en un año, fueron cincuenta semanas de asesinatos planificados”.  Antes de la ejecución del crimen, Raskólnikov estuvo procesando la posibilidad desde múltiples perspectivas, y cuestionaba constantemente si era capaz de ejecutarlo. Sus dudas debían estar secundadas por un plan, porque a medida que profundizaba en sus cavilaciones encontraba más razones para llevarlo a cabo. Es decir, quizá no era capaz, pero se estaba condicionando a sí mismo para ello y preparando el momento para consumar sus fantasías.

Ahora, un factor que considero clave en esta dialéctica de la novela es el tema del aislamiento. El doctor Stone opina que la falta de sociabilidad es determinante en la fermentación de una mente criminal. Raskólnikov padece, además, una soledad sofocante y palpitante de exaltaciones, como si pendiera en el límite del paroxismo y no terminara de estallar. El personaje insiste en vivirlo a solas:

No es que fuera un cobarde ni un hombre abatido por la vida. Por el contrario, se hallaba desde hacía algún tiempo en un estado de irritación, de tensión incesante, que rayaba la hipocondría. Se había habituado a vivir tan encerrado en sí mismo, tan aislado, que no solo temía encontrarse con su patrona, sino que rehuía toda relación con sus semejantes (Dostoyevski, 1991: 5).

Cuando un individuo permanece inmerso en sus propias fantasías y concepciones del mundo pierde gradualmente su sentido de la realidad. El intercambio constante de actividades sociales configura nuestro sentido de pertenencia y define el valor que le atribuimos a las relaciones afectivas.  “La teoría del vínculo social o del control”, formulada por Travis Hishchi (1969) refiere precisamente que la existencia de vínculos afectivos con personas integradas socialmente es un elemento que aleja a los jóvenes de implicarse en actividades delictivas o antisociales. Ahora, también hay que tomar en cuenta que la Rusia del siglo XIX que ambienta la trama de Crimen y Castigo está plagada de las formas más crudas de miseria. Dostoyevski describe constantemente la podredumbre física y moral de la gente que lucha por sobrevivir entre los escasos recursos. Las casas se desbaratan, hay hambruna; los vicios y las enfermedades están dispersadas por toda la ciudad de San Petersburgo. A este respecto, el sociólogo norteamericano Robert Agnew (1953) plantea que uno de los puntos clave en su “teoría de las tensiones” es cómo la pobreza o la opresión social pueden suscitar conductas criminales (Agnew, 1992). Raskólnikov había abandonado sus estudios y dejado de impartir las lecciones que le servían para vivir. Debía mucho dinero y tenía hambre. Dejaba correr las horas desde su pequeño diván, excitado y perdido en las formas más grotescas de su delirio, sin interés de reintegrarse a la sociedad.  En cambio, solo una idea le obsesionaba:

Su ilusoria audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo, aunque siguiera dudando de sí mismo (Dostoyevski, 1991: 8).

Había resuelto matar a una vieja usurera que le era particularmente perversa y vulgar: Alena Ivanovna. Al principio creemos que lo hará por necesidad, dada su situación. Alena era prestamista y tenía en su poder objetos de valor que él podría robar. Pero a medida que Raskólnikov intima con su propia oscuridad, entre espasmos y arrebatos de locura, descubrimos que sus motivos apuntan aún más allá de lo meramente lucrativo. Y es aquí también donde el doctor Stone y Garrido refieren la importancia de los motivos en la clasificación de un asesino. No solo entendemos cómo ellos conciben la vida y el mundo, sino el valor simbólico que le atribuyen al crimen. En el caso de Raskólnikov, definía el hecho como un paréntesis mental, casi psicodélico; una enajenación infecciosa que le cegaba:

…Atribuía este eclipse de juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades (Dostoyevski, 1991: 75).

Al menos así quería creerlo en un primer momento. ¿No trataba de esta manera de tergiversar sus propios deseos, despojarse de toda responsabilidad? Según el psicólogo canadiense Albert Bandura (1925) en este punto detonaría lo que él denomina “un mecanismo de desconexión moral”, en que el individuo –en pos de su egocentrismo- se vale de concepciones engañosas para justificar sus acciones destructivas. Raskólnikov se justificaría después -a raíz de una conversación que escucha por casualidad- con la convicción de que la mataría respondiendo más a un bien social que a una queja personal. La vieja era cruel y mañosa, y en la opinión de muchos, merecía morir. Y a pesar de la eminente contradicción que suponía hacerlo por un bien común –pues, como hemos señalado, poco le importaban los demás- esta resolución fue muy decisiva en la ejecución del crimen. Una vez que el asesino dispone de esta base distorsionada de moralidad, procede a actuar.

Ahora, es importante rescatar un detalle de gran valor psicológico. Antes del crimen, Raskólnikov tiene un sueño en el que, de niño, presencia la paliza que unos hombres le propinan a un caballo débil e indefenso. Los hombres se ensañaron con el animal hasta matarlo. Raskólnikov se abre paso entre la multitud y llega hasta el cadáver, lleno de lágrimas. Quiere vengarlo, pero antes de abalanzarse sobre los responsables, su padre lo detiene y Raskólnikov despierta. En mi opinión, es uno de los episodios más desgarradores del libro, y visto desde la perspectiva de un niño, logra un efecto muy contundente en el lector. Dostoyevski no aclara si esto llegó a pasarle a nuestro personaje, pero me parece que la conmoción resultante de esta escena podría explicar su naturaleza nerviosa y retraída. El doctor Stone señala que la infancia es una etapa vulnerable frente a eventos de fuerte impacto emocional. Me pregunto, ¿La sombra de esta experiencia habrá retumbado en el momento del crimen?

La escena mítica del asesinato es especialmente reveladora. Ante todo, recordemos que el doctor Stone señala el método como criterio de clasificación. Recordemos el valor de la sistematicidad. Raskólnikov estudia primero el lugar donde cometerá el hecho. Elige el arma: Un hacha. No es algo que encuentra fortuitamente, sino algo que escoge por razones concretas. Si volvemos al sueño, los hombres que mataron al caballo habían cambiado sus palos de madera por bastones de hierro para causar mayor daño y terminar de matarlo. La resistencia del caballo, pese a su debilidad, había sido implacable. ¿Raskólnikov transferiría esta idea sobre la anciana? El hacha le daba confianza, como el bastón de hierro se la había dado al verdugo cruel. Si no, si solo quería obtener un beneficio monetario de la muerte de la vieja, ¿Por qué recrear una escena tan sangrienta? ¿De qué región oscura de su psique bullía este impulso tan barbárico?  Un instrumento poco discreto, cercano, cruel. Le atribuye un sentido de intimidad a la muerte. Raskólnikov yacía absorto entre el hambre y la fiebre, presa de una agitación apenas contenible en su alma. Además, vale subrayar que después de asestar el golpe fatal sobre la anciana, le propina dos golpes más con todas sus fuerzas. Esto sugiere una violencia contenida, algo que trasciende todo fin práctico. Y cómo olvidar el segundo asesinato, el de Lisbeth Ivanovna (hermana de la usurera), en el que descargó su furia de forma tan inesperada como deslumbrante; despiadada. De nada valió la compasión que inspiraba su figura vulnerable:

Al ver aparecer a Raskólnikov, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskólnikov en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano… (Dostoyevski, 1991: 85).

Este hecho no es totalmente extraño dentro del esquema que intentamos definir. El asesino en serie Ted Bundy (1946-1989) afirmó una vez que existen personas que “irradian vulnerabilidad”, y sugirió que esa aura de indefensión incita a violentarlas. Es decir, que según él existe un impulso natural que conduce al ser humano a pisotear algo puro e inofensivo. Este modo de pensar supone una figura de poder que ejerce su voluntad de modo arbitrario. Independientemente de lo establecido como bien y mal, el asesino o criminal, en su enajenación consumada, tomará decisiones y emprenderá acciones que ya solo competan a su propia concepción de las cosas. En este punto, Raskólnikov encarna la “teoría del superhombre”, que algunos críticos han comparado con la propuesta por Friedich Nietzsche (1844-1900), la cual hace alusión a la concepción de un sistema de valores propio frente a un sistema de valores tradicional que Nietzsche juzgaba como “esclavo” por servir a intereses ajenos. En cambio, el superhombre era dueño de su propio sistema -es decir, de su propia moralidad- y podía imponerlo por su mera voluntad. Por tanto, el asesinato resultaba válido y hasta natural porque pertenecía a una moralidad exclusiva y superior.

Pero con Raskólnikov ocurre algo curioso. El personaje no trasciende el impacto psicológico del crimen, y esa conmoción indigesta se somatiza en su cuerpo con fiebres y delirios interminables. Pero más significativo aún es lo que siente tras enterarse de que otra persona ha sido detenida por el crimen. Siente culpa, remordimientos. Esto lo desvincularía completamente del carácter psicopático de un asesino serial. Lo cual implicaría un descenso importante en la escala del doctor Stone. Es decir, que, por estos hechos, si me tocara calificar, creo que Rodia Raskólnikov estaría en el nivel 10 de los 22 de la escala. Es un hombre egocéntrico y perturbado que no manifiesta una psicopatología distinguible, que ha matado a quien se ha interpuesto en su camino. Y digo que no se puede definir porque los matices de su comportamiento van cambiando a medida que se profundiza su relación con los demás personajes. Sin embargo, su filosofía llegó a cimentarse muy hondo en él:

“…Mi conclusión es, en una palabra, que no solo los grandes hombres, sino aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo creo que no lo deben hacer…” (Dostoyevski, 1991: 262).

Aunque él mismo se quitaría esta etiqueta, cabe resaltar el profundo desarrollo de su contenido a través de sus incesantes cavilaciones. En definitiva, Raskólnikov es un personaje complejo. Dostoyevski logra que empaticemos con él, aun después de ultimar a la inocente Lisbeth. Creo que ahí radica parte de su magia. Logra que nos sintamos acogidos en márgenes ambiguos y oscuros, y nos confía que la sangre inocente puede desparramarse con justificación. Olvidamos las escalas, los polos. Y seguimos su música como quien rodea un abismo. Cualquiera se rinde ante el niño deshecho que abraza y besa la cabeza del caballo muerto y clama por justicia. Pero, tras la bruma del hechizo, ¿Confiarías plenamente en alguien que ha matado a otro con un hacha?