Recientemente, por unos de esos albures de la vida, llego a mis manos un libro de apenas 45 páginas incluidas las ilustraciones, escrito por Winston S. Churchill. Painting as a Pastime, una bella reimpresión del año 1950, de la primera edición realizada en el 1932.  En este, el famoso  primer ministro inglés  narra su entusiasmo por la pintura, a la que describe como un “pasatiempo sin mayores pretensiones” en la que se volcó para distraerse de las tensiones y el agotamiento mental, que provocaba  el tener que lidiar con una alta cuota de responsabilidades y obligaciones políticas y militares.

Al hojear el libro y contemplar sus imágenes, no pude dejar de pensar en otro personaje político-belicista que al igual que Churchill, también le apasiono la pintura; Adolf Hitler.

Mientras el alemán Hitler,  asumió la pintura en sus inicios como vocación y posibilidad de oficio, para el  inglés Churchill, las condicionantes que le llevaron a ella fueron diferentes.

St. Jean, Cap Ferrat. De Winston Churchill

Con apenas 18 años, Hitler aplica para ingresar a la Academia de Bellas Artes de Viena. Aunque en aquella primera ocasión (1907),  aprueba el examen escrito,  es rechazado en la prueba de dibujo, luego de la evaluación del portafolio de sus trabajos.  Un año después vuelve a aplicar para ingresar y esta vez es rechazado en la prueba escrita. No obstante ser descalificado en dos ocasiones, cosa de la que acusaba a los judíos, ya que según decía: “la Academia estaba controlada por ellos”,  se instala como pintor dedicándose a realizar dibujos de pequeños formatos a lápiz y acuarela, en la que exhibe  paisajes y edificios, obras en las cuales despliega su mayor fuerza expresiva, muy diferente a la baja calidad de las realizaciones en donde pinta la figura humana.

Winston Churchill, por lo contrario, comenzó a pintar cumplido los 40 años, sin formación académica en la materia, inicio pintando con la acuarela de sus hijos, para posteriormente trabajar el oleo como técnica expresiva. Viajaba con sus utensilios para pintar, aprovechando todos sus momentos libres y de vacaciones para dedicarse a su frenesí pictórico. Dejo plasmadas más de un centenar de pinturas, con imágenes que en nada reflejan su naturaleza político-militar, ya que en ellas solo se observan paisajes, interiores y bodegones con flores.

El entusiasmo de Churchill por el lienzo, es una faceta raramente conocida por el público, y más aún,  que sus pinturas se venden  hoy por altas cifras. En el 2007 una de sus obras fue vendida en Sothebey (Londres), por un millón de libras  (un poco mas de1.5 millones de dólares).

Flowers, de Winston Churchill

La búsqueda de esa tranquilidad mental y espiritual llevo a Churchill a la pintura, no sabemos si por pasión o como válvula de escape a los demonios que le atormentaban en vida. 

Hitler, era quizás el mismo demonio personificado en una criatura humana, pero Churchill tuvo que vivir, hasta su ultimo aliento,  con el peso de conciencia de las equivocaciones políticos militares cometidas.

No hace mucho tiempo leía en el periódico español  El País, una entrevista que le hacían al periodista John Carlin, en la que narraba el sentir de su padre escocés, antes de que muriera, sobre Winston Churchill, a quien odiaba. Carlin decía: “cuando yo tenía 17 años, le pregunté por qué. Perplejo, ya que en la escuela a la que iba en Inglaterra me enseñaban que Churchill había sido el líder que inspiró la victoria contra Hitler, no entendía como él, que había combatido en la II Guerra Mundial de principio a fin, se ponía colérico con la mera mención de su nombre. Además, mi padre había sido teniente en la RAF, la Royal Air Force, a cuya valentía Churchill dedicó una de sus frases más celebres: “Nunca en la historia del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos”.
Continua Carlin: “Mi padre, haciendo un esfuerzo visible para calmarse, intentó explicarme por qué sentía desprecio y no gratitud por Churchill. Me dio una lista de razones. Provenía de la casta aristocrática inglesa y el desdén visceral que sentía por la clase trabajadora tuvo su más repelente expresión en 1910 cuando, como ministro del Interior, envió tropas del Ejército a reprimir una huelga de mineros. Sus esculpidas frases durante el enfrentamiento con los nazis resultaban muchas veces repugnantemente faciloides para aquellos combatientes que, como él, sabían lo que era el horror y el terror de la guerra. Y encima, me dijo mi padre, Churchill fue un carnicero. Nunca, nunca le perdonaría el bombardeo de la ciudad alemana de Dresde que él mismo autorizó en 1945, con la guerra ya prácticamente ganada, y en el que murieron sin justificación 250.000 civiles indefensos; más que en Hiroshima”.

The Blue Room, de Winston Churchill