De las epidemias, de horribles blasfemias,
de las academias ¡Líbranos Señor!
Rubén Darío (“Letanía de nuestro señor Quijote”)
Es la cautelar, y cínica costumbre de presumir de justos cuando intentamos resumir en dos grandes rasgos la personalidad de un amigo o conocido, la responsable de que por lo general, y para consumo de los demás, señalamos en público una de las virtudes que le suponíamos acompañada de uno de sus defectos. Pensamos que procediendo a sí le hacemos justicia.
Expresiones como: es inteligente pero muy vago; es pobre pero de buena familia; es bonita pero tiene el cabello malo o es negro pero se viste muy bien, son muy usadas en el lenguaje coloquial, y al encontrarme a medio camino entre la madurez y la vejez he aprendido que si el defecto se menciona de último la intención del que habla es difamatoria.
Cuando el escritor chileno citado en el primer trabajo de este conjunto de artículos y de cuyo nombre no quiero acordarme manifestó que Rubén Darío era un gran poeta pero un pobre hombre, su propósito en realidad era afrentarle al tener conocimiento de que el comportamiento social del nicaragüense era en efecto lo menos protocolar y lo mas atípico en un ciudadano común y corriente.
Fabio Fiallo en una correspondencia dirigida al argentino Alberto Ghiraldo- un gran admirador del nicaragüense- le decía entre otras cosas lo siguiente: “Yo no leo lo que se escribe sobre Rubén por el prurito miserable de sacar a la luz del escándalo los que sus falsos amigos consideraban sus debilidades. No pudiendo igualar su genio buscan rebajarlo para mirarlo a su propio nivel”.
El escritorzuelo de medio pelo no insinuaba que Darío era un hombre pobre en el sentido de estar privado de medios económicos sino de algo peor como lo es ser un pobre hombre o sea que posee escaso valor como individuo y a la vez digno de compasión por sus semejantes. La incomprensión de este chileno es la misma que por lo general tienen la mayoría de los ciudadanos al momento de diagnosticar el comportamiento que identifica a los artistas.
Casi siempre se ignora que los artistas, cuando son auténticos y más si son geniales como era el caso del autor del “Canto a la Argentina”, son propietarios de una sensibilidad mórbida, se comportan de una manera no convencional pues no son como los demás. Con los humanos la naturaleza parece proceder de forma compensatoria: las aptitudes y disposiciones sobresalientes por lo general vienen acompañadas de flaquezas y debilidades.
Desconocen los hombres promedio que en los genuinos servidores del arte el hombre es usualmente destruido por el artista que lleva dentro, sacrifican todo lo que caracteriza o define a un ser humano normal a la despótica vocación que habita en su conciencia. El artista legítimo vive permanentemente desafiando las reglas de juego de su entorno y es por ello que resultan personajes incómodos para los moralistas y las autoridades.
Olvidan los defensores del etablishment prevaleciente que los artistas verdaderos viven, mueren de acuerdo a sus demonios interiores, y por ello no se avergüenzan de llevar una vida bohemia, ambulatoria al margen del status quo, ofreciendo en consecuencia la equívoca apariencia de parecer raptados por un ataque de locura al no comportarse ni en público ni en privado como los demás.
El común de las gentes no está enterado que a diferencia de los demás los artistas privilegian en su conducta lo demoníaco, lo irracional, lo ilusorio dedicándose como en el caso de Darío, a una desenfrenada dipsomanía- cuando estaba ebrio era el hombre mas feliz del mundo- que desde luego lo desnortaba desatendiendo sus compromisos con quienes interactuaba dando la impresión de ser voluble e impredecible.
En el día a día y estando sobrio Rubén tenía la reputación de ser un hombre torpe; le abrumaba resolver los problemas prácticos de la cotidianidad y reclamaba la presencia a su lado de un ayudante o auxiliar; nunca llevaba dinero encima y desconocía por completo su valor sintiéndose fascinado, encantado por los oropeles del poder y los esplendores de la opulencia.
Como sucede en todo artista de pura cepa, el príncipe de las letras castellanas padecía del denominado “Síndrome de Stendhal” al relatar Osvaldo Bazil que al asistir juntos una noche al teatro “Novedades” de Barcelona para oír cantar y ver bailar flamenco a la célebre Pastora Imperio, por emoción estética empezó a llorar teniendo que abandonar la sala para respirar el aire fresco de la calle. Contemplándola bailar hizo una crisis lacrimosa, proverbial en los artistas innatos.
Es más que probable que en la mente de Darío la fantasía y el razonamiento pugnaran por el predominio de su desordenada existencia, o lo que es lo mismo, que la imaginación estuviera en permanente lucha contra la inteligencia, y si su etilismo alcanzó alarmantes niveles sería porque en su caso el alcohol estimula las alegrías que su vida-ausencia de una madre, un padre, un amor perdido-muchas veces le negaba.
Su reino en resumidas cuentas no era como se dice de este mundo al preferir el azul del cielo y la palidez de la luna, y luego de enriquecer el patrimonio sonoro del género humano mediante la musicalidad sublime de sus versos, las generaciones que le han sucedido estamos en la obligación de absolver sus excentricidades y extravagancias que en definitiva sólo enojaron a unos cuantos de sus contemporáneos.
Por no pertenecer al mundo o planeta en que vivió sus amigos dominicanos se apercibieron que Rubén declamaba o recitaba con los ojos cerrados y los labios apretados como para oír mejor lo que por dentro le ocurría. Según los mas íntimos como Fiallo y Bazil en sus ojos centelleaban a veces visones del infinito ofreciendo la ocular impresión de estar esperando lo que no llega a sabiendas de que tampoco eso llegará. En ese instante parecía ser víctima de un rapto, de un místico arrebato.
Al igual que todos los artistas geniales Darío estaba íntimamente persuadido de su gran valor, y como ocurre en todos aquellos cuya disposición artística les brota como si se tratara de un jugo digestivo, tenia el convencimiento de que su forma o celebridad en el mundillo de la poesía era la consecuencia de una suma de malentendidos, el resultado de una equivocación compartida por quienes les leían, escuchaban y admiraban.
Su aptitud para la composición era tal que una vez el Cónsul General de la Argentina en Barcelona le rindió un homenaje en su casa donde había una réplica de la famosa estatua decapitada “La victoria alada de Samotracia”. Al pasar frente a ella le dirigió estos versos: Esta egregia figura no tiene ojos y mira/ no tiene boca y lanza el más supremo grito/ no tiene brazos y hace vibrar toda la lira/ y las alas pentélicas abarcan lo infinito/. Como diría un francés: genial.
En su biografía sobre Rubén Darío – de momento no he podido conseguir la de Vargas Vila titulada “Rubén Darío intimo”- Osvaldo Bazil cuenta que el bardo de Nicaragua le confesó en una oportunidad que“Azul”y“Canto de vida y esperanza” habían sido escritos estando mayormente sobrio, pero que todo el “Canto errante” y una buena parte de “Prosas profanas” los hizo bajo el alucinante influjo del alcohol.
Por su autenticidad Rubén era un artista que estaba huérfano de la más mínima capacidad histriónica distinguiéndose por ser tal y como era, sin fingimiento y aunque en Cuba había mucho racismo una madrugada andando por la Habana entró a un círculo de hombres de color que le obsequiaron con champagne y lo nombraron “negro honorarios”. Esta designación le gustó muchísimo y relataba esta aventura con frecuencia.
Por todo lo reseñado en este último artículo y por lo que representó Darío para la poesía castellana, es inamisible que un oscuro escribidor con nombre de animal andino y apellido impronunciable – Vicuña Subercasseaux – se haya permitido el descaro de expresar que el aeda nicaragüense fue un pobre hombre. Las crónicas en prosas que hizo este último sobre el entierro de Castelar en Madrid y la desgracia continental por la muerte de Martí son dignas de repetidas lecturas.
Cómo pudo ser un pobre hombre quien fue un protegido de tres presidentes: Porfirio Díaz de México, Estrada Cabrera de Guatemala y Rafael Núñez de Colombia. Cómo pudo ser un pobre hombre o sea mediocre y merecedor de lástima, aquel que se codeó con la flor y el perfume de la literatura mundial de su época, siendo estos últimos los que se enorgullecían de su compañía.
Para citar algunas mencionamos a: Unamuno, Martí, Ortega y Gasset, Anatole France, Valle Inclán, Pérez Galdós, Benavente Menéndez y Pelayo, Azorín, Francisco Villaespesa, Rusiñol, Zorrilla, Campoamor, Pardo Bazán, Valera y Núñez de Arce entre muchos otros, que en su mayoría al momento de alternar en público o en privado con otros, únicamente lo hacían con los que consideraban a su altura intelectual.
Quisiera incluir en esta ultima entrega un encuentro que tuvo por escenario el “Café de París” próximo a la Opera en la capital de Francia entre Darío, Lugones Vargas Vila y Osvaldo Bazil y el concurso que hicieron al final del mismo. En cómo Rubén y Amado Nervo enseñaron a leer y escribir en la misma ciudad a la criada española Francisca Sánchez madre del segundo hijo del poeta. Por razones de no extenderme demasiado lo dejaré para otro momento.
Estimo que la forma más idónea de culminar esta exaltación escrita de Darío en el primer centenario de su muerte, es tomar a título de préstamo dos versos de un soneto de Shakespeare que pueden muy bien ser dedicados a su extraordinaria poesía:
Ni el mármol ni los regios monumentos
serán más indestructibles que sus rimas.
Enlaces relacionados:
En el centenario de su muerte: Rubén Darío I
Centenario de su muerte: Rubén Darío (II)