El arte, en especial el cine y la literatura, supone la creación de una experiencia artificial que posea la virtud de transformar. Al final de un buen libro, al cabo de una buena película, luego de, en suma, atravesar el universo de la historia que nos ha sido contada, emergemos del otro lado transformados. Somos otros, deseamos nuevas cosas, manejamos una perspectiva diferente, salimos con la cabeza hinchada de nuevas ideas y con la inclinación de atrevernos a incursionar en nuevas aventuras.
Nos dormimos dándole vueltas en la cabeza a los episodios que más nos impactaron y nos entregamos, cuerpo y alma, a explorar las posibilidades de lo que hubiéramos hecho si hubiéramos estado en el lugar de tal o cual personaje.
Una historia que no logre esto no merece la pena verla, escucharla o leerla.
Carpinteros lo logra, con creces, por las razones que en adelante expondré, pero sobre todo por una en particular, muy personal: cuando abandoné la sala de cine se posesionó de mí, de manera insistente, persistente, e insoslayable, el deseo ferviente, definitivo y cierto de aprender a carpintear, de que Yanelly me enseñara a hablar de lejos, a enamorarme con las manos. En otras palabras, salí transformado. Entró un Pedro. Salió otro.
Eso es cine.
El director
No es paja de coco conseguir dominar los elementos y combinaciones necesarias para que lo que queremos contar transforme a nuestra audiencia. Abundan las películas sin alma, los ejercicios técnicos, la comedia kukicá (muy rentable, claro que sí), los plagios descarados y los tristes ejercicios de prestidigitación contable para truquear la ley de cine. Escasean las historias transformadoras producidas por visionarios apasionados del arte de narrar historias. Carpinteros se suma a este mínimo, pero importante inventario.
Y no es para menos. José María Cabral ha estado dándole con el mazo al yunque buena parte de su primera juventud y, aunque lo parece, no es ningún nene: a sus casi treinta años tiene doce películas en su expediente. Él mismo ha confesado en una entrevista que su obra se reduce a una serie de fracasos de taquilla. Admirable declaración. Siempre he dicho que hay que tener un fino concepto de la estima propia y una idea clara de quiénes somos para burlarnos de nosotros mismos, para “tirarnos a joder” como decimos en mi tierra natal. De ello solo son capaces las almas grandes; los de espíritu chiquito no toleran el chiste a su costa. El ego, como el orgullo según Marsellus Wallace, solo duele y en nada ayuda.
Cabral, en suma, está claro, y la gente que está clara, brilla. Ha tirado y ha fallado. Se ha metido en la refriega y ha cosechado cantazos. Hacer películas no es fácil; hacer películas buenas, menos. Pero ha insistido, ha perseverado y ha aprendido. No lo han derribado ni los fallos, que frustran a cualquiera, ni los elogios y la consagración temprana, que son peores y mil veces más destructivos y paralizantes para cualquier joven artista. Y aquí se separa Cabral de los que se durmieron en los laureles de algún tenue éxito, de los que se retiraron con la cabeza gacha luego del guamazo de algún fracaso, y de los que insisten en convertir el cine en una máquina tragamonedas.
Mi primer acto de congratulación es para él.
La película
Carpinteros — que ha cosechado un bojote de premios en su recorrido por diversos festivales, incluyendo el prestigioso Sundance Festival — camina una fina línea entre el mock documentary y el drama. La narrativa es económica y se aleja de las grandilocuencias. Nos encontramos en una etapa lo bastante verdecita en nuestro desarrollo cinematográfico como para insistir en ciertos criterios que deberían convertirse pronto en naturaleza secundaria. Por ello, no huelga observar que Carpinteros emerge de un guion sólido que honra todas las marcas en los minutos que le corresponden: un primer acto en donde se presentan claramente todas las reglas del juego y se delinean los personajes principales; un punto de inflexión que le pone un precio creíble e inevitable a la motivación de los personajes para salir de sus zonas de confort; un segundo acto relevante, repleto de episodios que complican la obtención de las metas de los personajes y en donde aprendemos el sofisticado lenguaje del carpinteo; y un tercer acto en el que nuestros héroes ya han averiguado qué tienen que hacer para ganar (incluyendo a Manaury), enfrentan su final boss y cierran definitivamente la historia, atando todos los cabos sueltos.
La narrativa de Carpinteros ha sido reducida a esencias de traslado y movimiento: el trayecto en guagua hasta la penitenciaría, los movimientos de Julián por los pasillos de la cárcel, las internas jugando volleyball y regresando a sus pabellones, el carpinteo, las inspecciones. Se ha prescindido del diálogo (verbal) como vehículo principal para contar la historia… Y es por esto que cuando los personajes por fin dicen algo, es como si explotara una ristra de C4: diálogos puntuales, sabrosos, auténticos, lejos de la afectación académica y la clásica declamación del actor malo. Punto a favor de José María que a todas luces se negó al control y al micromanejo: los internos y policías hacen y hablan como les sale del alma, hacen, sospecho, lo que les da la gana, y he ahí una de las claves del triunfo. Aparte de los principales, el comandante de Najayo Hombres (“¡Pssstt! ¡Pssst! Bájateme de ahí… Y cállate. ¡Qué te calles!”), la comandanta de Najayo Mujeres (“Y a usted le dije que se me parara ahí, que usted está aquí es para arreglar un aire, no pa enamorarse”), y el interno que recibe a Manaury en La Victoria (“A ti como que hay que darte una pelaíta”) entregan actuaciones que son monumentos que estamos obligados a atesorar para una futura historia del cine dominicano.
No hay tanibol en Carpinteros. La acción está encadenada con eslabones soldados con precisión; una acción lleva a la siguiente, sin descanso. Dice Aaron Sorkin que el drama surge del encontronazo entre una intención clara y un obstáculo formidable. En Carpinteros la intención (el amor) no puede ser más clara y el obstáculo (la prisión, el amante despechado) no puede ser más formidable. La trama es arquetípica, simple en tanto conecta directamente con nuestros instintos más arraigados: el amor, la libertad, la venganza, atrapados en un triángulo amoroso representado por Manaury (la venganza), Julián (el amor) y Yanellys (la libertad). Con esta configuración dramática es casi imposible fallar.
Y, sin embargo, no es Carpinteros una película sombría. Todo lo contrario. Dijo Kant alguna vez, que la risa surge cuando una situación tensa repentinamente se transforma en nada. El segundo acto de Carpinteros es una concatenación de este tipo de transformaciones. Sobre todo en las escenas de carpinteo, durante las cuales Julián debe transmitir los mensajes de Manaury a Yanelly, y viceversa. Hasta el sartenazo que recibe Julián en la cabeza, al transformarse en nada, nos provoca la risa. El humor en Carpinteros huye del slapstick y la chufeta pendeja, arrancando la risa con trampas inteligentes y situaciones de tal sofisticación que son hilarantes aunque (o quizá porque) siempre están al borde de ser trágicas.
Nos provocan risa otros momentos de la caracterización de los personajes principales. La maravillosa ternura con que Manaury guarda en una cajita de zapatos los pantis y selfies de sus carpinteras y se acuesta a dormir como un indefenso e inofensivo bebé; las dificultades de Julián en su aprendizaje del lenguaje carpintero (“¿E un güevo que tú tiene en la boca e?”); la economía espartana de las comunicaciones entre internos y autoridades, y entre los mismos internos; los enfrentamientos entre Yanellys y la interna que compite con ella por el amor de Manaury.
Carpinteros resuelve el problema de la exposición con inusitada maestría, y no es este un problema chiquito: ¿cómo suministrar a la audiencia un trasfondo explicativo — hechos importantes que anteceden el marco de lo narrado — sin que luzca forzado? El cineasta inmaduro casi siempre obliga a uno de los personajes a realizar largas ponencias que no vienen a cuento y que están dirigidas obviamente al espectador. Los cineastas malos y haraganes usan un narrador, y los pésimos usan flashbacks. El buen cineasta entrecose la expo en la historia misma, de tal modo que, atendiendo a los sucesos pertinentes, repasamos al mismo tiempo eventos que desbordan el tiempo de la película. De la forma más natural y orgánica nos enteramos de que Yanellys está presa por pegarle fuego a la casa del hombre que le pegó cuernos; que Julián es un preso preventivo, piloto del motor en un atraco; que hay dos modelos en la cárcel, el nuevo y el viejo; que es posible pegar cuernos carpinteando; que La Victoria es el mismísimo infierno.
Con igual maestría, Carpinteros siembra desde el primer acto los payoffs del tercero, consumado arte del buen narrador que tanto le cuesta dominar a muchos cineastas del patio. Innumerables son las veces que presenciamos el momento en que una película se empantana en el lodazal del Deus Ex Machina, obligando a los espectadores (que no son idiotas) a formular la consabida pregunta: “Pero, ¿y de dónde carajo salió eso?”
Ese teléfono que se roba Julián empezando la película, esos pantis amarillos en la cajita de Manaury, esa constante mención de La Victoria como el peor lugar al que pueden enviar a un interno… Todas estas pistas están sembradas claramente y temprano. En Carpinteros, la consabida pregunta jamás tiene ocasión de ser formulada.
Dicho esto, si de algo adolece Carpinteros es de un tercer acto disperso, muy largo, menos compacto de lo que debería. Sospecho que Cabral se doblegó ante dos tentaciones. La primera, mostrarnos La Victoria en detalle, una tentación dura de combatir. La segunda, resolver con un motín de prisioneros un difícil problema narrativo: ¿cómo darles a nuestros tres héroes el tiempo y el espacio necesarios para hacer lo que deben hacer estando en la cárcel? El motín provee la solución hasta cierto punto, pero a costa de diluir el conflicto más importante (el triángulo amoroso), y de distraernos de la meta emocional, lo cual es un precio alto toda vez que recordemos que la película llega hasta el tercer acto (marcado por el traslado de Manaury y Julián a La Victoria) avanzando sobre secuencias asombrosamente bien comprimidas y pertinentes.
El elenco
Uno de los más importantes aciertos de Carpinteros es su elenco, elegido fuera de los abrevaderos comunes. Cabral, ejerciendo una libertad inusual en nuestra naciente industria, buscó y encontró a sus principales fuera de los trillados senderos de la televisión dominicana y sí en las misteriosas bambalinas del teatro. Sospechó (y acertó) que en nuestro país hay talento por pipá andando esas calles, que nuestra veta actoral no se reduce a las caras lindas (y feas) de los sets de comedia, y que a veces parársele en dos patas a los productores que piden que el papel se lo den a este o a aquella, o no hay cuartos, es la movida más rentable. Celebro esta independencia que ha logrado José María. Ojalá le sigan otros y otras rebeldes.
Esta independencia de Cabral redundó en el descubrimiento de quienes, para mí, son tres de los mejores actores que he visto en el gran Caribe: Judith Rodríguez, Ramón Emilio Candelario y Jean Jean.
De Jean Jean no hay que hablar mucho. Su trayectoria es larga y pública, no es ningún advenedizo. Tiene tablas y lleva Carpinteros encima de los hombros como si llevara colgada a la espalda una mochila con lápices de colores. Su rostro pasa por todos los registros con la misma intensidad y elocuencia: de la rabia a la indignación, de la añoranza a la chulería, del miedo al amor… Celebremos que su existencia ha sido ahora refrendada, validada y difundida entre el gran público. Y que de seguro obtendrá más roles a partir de Carpinteros, y no necesariamente para proyectos locales.
Yo de quienes quiero hablar un poco más detenidamente es de los otros dos vértices del triángulo, nombres que no conocíamos tanto.
Judith Rodríguez se nos revela menos como una mujer y más como una fuerza de la naturaleza. Su actuación impacta de manera especial porque pone a disposición de su papel cada poro de su piel, cada músculo de su semblante y cada diente de esa boca que ningún dentista frenó en su adolescencia, afortunadamente, porque de ella depende en gran medida — igual que pasaba con Freddy Mercury — la exquisita magia de su repertorio facial y vocal. Yanelly es la reina de Najayo, y ¿cómo no va a serlo? “Tú eres famosa allá”, le dice Julián en un cuchicheo tras las rejas. Y es que el carpinteo hay que hacerlo con flow, si no, pierde sazón, y sin sazón se diluye el significado, se pierde. “Hazlo con actitud”, ordena Manaury a Julián. Y nadie tiene más flow carpinteando que la Yanelly de Judith Rodríguez. “Tú me pone rápida”, le manda a decir a Julián desde la cancha, y al que no se le engranuje la piel viéndola decir eso con señas de carpinteo no tiene sangre en las venas.
La yuca mocana, empero, se la comió Ramón Emilio Candelario, que le puso de carne y de masa al personaje de Manaury. “Guíllate de barbero y pélame tú”, le dice al tutumpote de La Victoria con rabia contenida y una indiferencia por la muerte que mete miedo. Ramón Emilio encarna un Manaury complejo, un niño peligroso, un tíguere de cuidado, sí, valiente e intenso, pero un romántico empedernido y un amante posesivo y violento. Las mejores líneas las tiene Manaury y las entrega con la soltura, la autenticidad y el aplomo suficientes como para que pronto se conviertan en leyendas de polocher.
¡Rueden Pokemones!
El futuro
En nuestra naciente industria cinematográfica, que oscila entre insufribles chorradas arthouse y charlatanerías de humor municipal, Carpinteros trilla el camino correcto, el justo medio que no aliena a ningún espectador, explotando historias relevantes valiéndose de talento nuevo y contándolas con la pericia de los buenos narradores. Y poco a poco, con el ejemplo brindado por este tipo de esfuerzos, en nuestro país nadie querrá ver otra cosa que no sea cine bueno. El cine cuando transforma también educa.
Carpinteros acaba de subir la barra. Es la nueva piedra de toque, la referencia. Si yo ahora mismo tuviera entre manos un proyecto cinematográfico, me aseguraría de que estuviera tan sólidamente estructurado, en lo que respecta a guion, narrativa, concepto y elenco, como Carpinteros. Si no, ni me molestaría. Supongo que cada cineasta quiere y busca del cine algo distinto, de mí no se lleven si no quieren. Yo soy hombre de paladar sencillo, pero exigente: mi atención y mi respeto los otorgo solo a quienes buscan con su arte transformar. Y mi aplauso lo confiero solo a quienes lo logran, cuando lo logran.