Figura menuda, vestida de forma descuidada. Chaqueta cazadora crema de cuatro bolsillos sobre una camisa de color indefinido por el uso, enfundada en clásico pantalón de kaki . Sube a pasos rápidos la escalera del edificio de la facultad, con sus zapatos de gamuza desgastados por el tiempo y salpicados por residuos de pintura. Cabeza coronada por una cabellera negra rizada y desordenada, de cuya faz destacan unos ojos inquisidores que miraban de forma huraña a las personas que caminaban a su alrededor. Barba hirsuta sobre un rostro de tez mulata, semejando la curtida piel de un beduino del desierto. Así asalta mi recuerdo la figura del artista visual dominicano Domingo Liz (Santo Domingo 1931- 2013).
Rememoro las contadas veces que dialogué con el maestro Liz. Era uno -de los contados artistas dominicanos- con los que se podía sostener una conversación teórica intensa sobre variados aspectos de las artes visuales, y sobre todo, del marco conceptual en que descansaba su producción artística.
No era creador complaciente, ni comercial, ni interesado en los cantos de sirenas de los coleccionistas y marchand’art, a los cuales siempre escamoteaba sus últimas producciones. Conservaba muchos dibujos y pinturas escondidas, según decía: “de las apetencias mercuriales.”
Sus primeras producciones, al igual que la de otros muchos discípulos de Jaime Colson, evidenciaron la influencia castrante del maestro, razón que lo llevo a distanciarse de exhibir, hasta lograr -como todo creador auténtico- un lenguaje expresivo propio. Era de los que creía que sólo se debía exponer cuando se tuviera algo nuevo que decir, dentro de la coherencia propia dada por la madurez estilística. Por eso, a lo largo de toda su vida profesional, únicamente realizó cinco exposiciones individuales.
Su obsesión perfeccionista, le llevaba a cubrir el lienzo de una obra aparentemente concluida, para repintar con nuevos bríos sobre ella, forjando nuevas composiciones hasta obtener el resultado final que pretendía. Aprovechaba, según me confesare, hasta los buenos papeles arruinados y tirados por sus alumnos, para recrear sobre ellos y darles el toque mágico de su genio creativo. Nada era desechable, ni siquiera lo casual; descubría que el azar formaba parte integral de la obra artística y que aportaba su magia predispuesta, cuando el artista encausaba esa transformación para alcanzar la verdadera obra de arte.
Sin muchas pretensiones, su vida discurrió entre el proceso creativo en su casa taller y la docencia académica impartidas en la Facultad de Ingeniería y Arquitectura de la universidad del estado y la Escuela Nacional de Artes Visuales.
Desarrollo su lenguaje iconográfico más importante, plasmando una obra cargada de una aparente candidez infantil en la caligrafía del trazo, pero de una profundidad espacial y armonía cromática propia de la mano diestra del maestro. Con una paleta matizada por colores que nos refieren a la dominicanidad, plasmó la enmarañada vida que se desenvuelve en las márgenes del Río Ozama, expresando con una sutileza no panfletaria, el drama social que padecen miles de dominicanos apiñados a la orilla del nauseabundo caudal cargado de impurezas. Sus dibujos, al igual que sus pinturas, revelan una carga de denuncia social sin planteamientos ideológicos, ni mucho menos una convicción política personal.
De la obra de Liz, el amigo y artista ya fallecido Fernando Ureña, expresó: “Domingo Liz retrata un mundo que los dominicanos en general ignoramos, pero que está allí y por todas partes nos rodea y nos acecha. Albañiles improvisados, plomeros que no saben la diferencia entre un caño de agua caliente y otro de agua fría, electricistas que se juegan la vida y se tragan los cables. Pero también el señorón del colmado que les paga y la joven señora que los seduce. La ironía es, sobre todo, su arma favorita. Y allí, bajo el caudaloso fluir del Ozama se desborda tanto el dolor como el sutil humor del maestro.”
Aunque en menor cantidad que la producción de dibujos y pinturas, Liz originó una serie de esculturas, notables por el dominio de las formas y uso brillante de los materiales empleados en sus preparaciones. Su obra escultórica difiere evidentemente de la expresión plástica bidimensional; creemos que su labor como docente de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, permeó en gran medida su concepción del manejo de forma y espacio. Sus magistrales y voluptuosas esculturas orgánicas, efectuadas en madera, dieron paso posterior a realizaciones metálicas, en la que formas tridimensionales irrumpían el espacio de manera aerodinámica, sustentándose en ejes de direcciones que posibilitaban su magnífico equilibrio visual.
Supremamente la muerte cierra sus ojos, en el preciso instante en que su obra plástica transgrede la grafía identificable de sus producciones anteriores, para explayarse hacia nuevas y explosivas expresiones visuales, que elevan su majestad creadora a dimensiones universales.