Del encomiable opúsculo “El arte literario, la literatura como saber y placer”, de Camila Henríquez Ureña (1850-1897), cabe destacar el criterio de la autora en cuanto al carácter de la Literatura: “En toda creación literaria coherente se reconocen dos valores fundamentales: 1) el valor de significado o semántico, 2) el valor formal o de expresión lingüística. Ambos están sujetos al principio rector común que es la intención. El valor de significado radica principalmente en la ficción, en el suceder ficticio. El valor de expresión radica principalmente en el lenguaje”. En resumen: ambos, el valor semántico, basado en la ficción, y el valor formal, apoyado en el lenguaje, responden a la  intencionalidad de los escritores. No obstante,  a pesar de sus indagaciones lingüístico-literario, Henríquez Ureña finaliza su breve ensayo preguntándose: “¿Cuál es, pues, el valor específico, único, de la literatura?”

Ahora bien, si justipreciamos la literatura exclusivamente desde el punto de vista ficcional, ¿cómo podríamos catalogar el Génesis, o las lamentaciones de Jeremías, o la doctrina teológica de la consubstanciación, o la recreación mitológica del nuevo mundo dada por los cronistas y conquistadores? Obviamente, para algunos serán “hechos” y para otros “ficción”. De igual modo, ¿Acaso la historia, la ciencia, la tecnología y la filosofía no recurren, como la literatura, a la imaginación, a los mismos recursos retóricos, insumos de la creatividad o interpretación?

En ese tenor, probablemente precisamos de una nueva aproximación sobre el tema que nos ocupa, independientemente de si la literatura constituye un sistema imaginativo o ficcional. De hecho, la propuesta de Camila Henríquez Ureña, aunque sujeta fundamentalmente a la oposición lenguaje corriente-literario, bien podría extrapolarse a todas las demás áreas del conocimiento humano, pero al margen de lo ficcional, reservando únicamente para la literatura el uso del lenguaje de una manera peculiar en cuanto al aspecto formal.

Sin embargo, tal presunción equivaldría a pretender definir la literatura como una clase “especial” de lenguaje en contraposición al lenguaje “ordinario” de uso común, el cual  incorpora, igual que en otros espacios fuera de la literatura, los recursos retóricos correspondientes a metáforas, metonimias, hipérboles, sinécdoques, entre otros. Ella dice: “La diferencia radical entre el lenguaje corriente y literario está en que el cultivo deliberado de la forma es esencial al lenguaje literario, que organiza, pule, perfecciona y aumenta los recursos del lenguaje corriente, con propósito artístico”. En otras palabras, para la autora de “El arte literario”, asimismo para los Formalistas, posteriormente, la literatura es una “especie” de lenguaje en oposición al lenguaje ordinario que habitualmente usamos. De hecho, para Roman Jakobson (1896-1982), la Literatura representa un acto de violencia organizada cometida en contra del habla ordinaria.

Por otra parte, Camila Henríquez enfatiza que los valores de significado o semántico y formal o de expresión lingüística están sujetos al “principio rector común que es la intención”. En efecto, el concepto de intencionalidad desbrozaría el camino para incorporar las teorías filosóficas sobre los estados mentales creencias, ideologías, sentimientos, actitudes, deseos, recuerdos, entre otros—, en referencia a los propósitos y objetivos de los autores y leyentes de los textos literarios. De hecho, para Camila “Decir que el arte literario es útil, que produce o proporciona saber, no quiere decir que es ciencia…sino que no es mero pasatiempo, que tiene sentido y profundidad. Decir que la literatura es agradable no quiere decir que es divertida a manera de pasatiempo, sino que es fuente de placer espiritual, de re-creo, en su sentido etimológico de nueva creación”. Obviamente, para Henríquez Ureña el carácter de la literatura es esencialmente estético. Categoría ésta, sin embargo, un tanto cuestionable cuando nos abocamos a inscribirle la idea difusa de belleza, la cual, históricamente, en nuestra cultura occidental, ha sido instrumentalizada a favor de la perfección o superioridad helénica o caucásica.

En otro orden de ideas, independientemente del carácter denotativo que la autora asigna a la ciencia, y el carácter connotativo que le hace corresponder a la literatura, ambas disciplinas participan de las mismas categorías representacionales que se dan en el escenario socio-económico y cultural de los mortales. Por consiguiente,  las corrientes de ideas o pensamientos en ningún modo pueden permanecer excluidas. De ahí que en “Borges y yo” y en “El jardín de los senderos que se bifurcan”, por ejemplo, la interacción entre ciencia y literatura no constituye una mera casualidad, sino el producto de la arquitectura y funcionamiento del entendimiento humano en el dominio de las relaciones terrenales. Toda esta multiplicidad de perspectivas forzosamente obliga a plantearnos, lo mismo que pregunta, en su enjundioso aporte crítico, Camila Henríquez Ureña: “¿Cuál es, pues, el valor específico, único, de la literatura?”

Bien visto el punto, no es para menos. De insistir, por otro lado, en considerar la literatura como un tipo de lenguaje peculiar en término auto-referencial, corremos el riesgo, como frecuentemente ocurre en la crítica literaria, de caer en lo que el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) define como una regresión ad infinitum, donde interpretar una expresión exige para interpretarla otras expresiones que a su vez necesitan de otras,  y así subsecuentemente. Es decir: un lenguaje descontextualizado que habla sobre sí mismo, y no del significado de cada palabra con su uso en el contexto de los hechos y la existencia humana.