Los teóricos adscritos al formalismo ruso rechazan el análisis textual que recurre a las circunstancias personales del autor. Descartan de manera absoluta la idea de establecer vínculos entre la vida y la obra de un escritor y se concentran exclusivamente en la obra. Les interesa el texto, no la biografía del escritor. Uno de sus representantes, J. Tinianov, expresa a este respecto: “El estudio directo de la psicología del autor y el establecimiento de una relación de causalidad entre los medios, su vida, su clase social y sus obras es un trabajo particularmente incierto” (Tinianov, 1978: 100). Es por eso que al comentar un texto poético es habitual que se hable de yo poético o de sujeto lírico en cuanto se refiere a la instancia que habla desde dentro del poema, para no atribuir a la persona del autor el discurso y las acciones que allí se consignan. Bajo esa concepción del hecho literario, un texto es absolutamente autónomo, responde por sí mimo.
Sin embargo, en muchas obras de la literatura universal se aprecian referencias personales de sus autores. Esto sucede en cualquiera de los géneros, pero es en la poesía donde es más común. Temas y hechos, que pasan a modo de ráfagas por la escritura, son imposibles de determinar con exactitud si al momento de interpretarlas no las relacionamos con las circunstancias personales de sus creadores. Y más en esta época, en que se ha producido un desborde de literatura autorreferencial, la cual se nutre y se vertebra partiendo de episodios y experiencias personales de los escritores. De manera que al analizar una obra no sería prudente caer en ninguno de los dos extremos: ni relacionar con la vida del autor todo lo que sale de su pluma, ni descartar la presencia de este en su producción literaria.
En “Material de mi aldea” parece haber una implicación directa de las circunstancias vitales del autor. Según mi modesto parecer, hay en él una reconstrucción del origen histórico de la ciudad natal del poeta. Reminiscencia de un San Pedro de Macorís en su etapa embrionaria, en los años en que vivían los abuelos.
No obstante, hay una dificultad: aunque el título se refiere a una aldea, en singular, en el primer bloque del texto se habla de aldeas y de villas, en plural, con lo que se desdibuja un poco la idea de que se trata de la recreación de una ciudad en particular. Sin embargo, en los últimos versos, el poeta se concentra en un único lugar: la aldea que ya está prefigurada en el título, reduciendo la pluralidad a un solo elemento. También desconcierta al lector el hecho de que el poema sitúa a la aldea en las proximidades de una montaña. Esto no se corresponde con la ubicación de la ciudad petromacorisana, pues ella se localiza en una vasta llanura, separada del único sistema montañoso de la región: la cordillera Oriental.
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Asombro de remolinos
Lluvia en el mar y en el cielo.
Entre los hilos se nubla
la sombra de mis abuelos.
Figuras con un aire de módicos cabildos
de villas diminutas.
de mínimas aldeas de mimbre y de cigarras,
de esas que apenas pueden con su torre,
llena de campanadas.
En la poética de Pedro Mir la naturaleza de nuestro territorio se presenta siempre llena de exuberancia y prodigalidad: ríos caudalosos, montañas que se yerguen vigorosas de vegetación, horizontes rebosantes de luz… De la contemplación de esa belleza deslumbrante nace el asombro. La emoción y el asombro. Coherente con esa inclinación, en “Material de mi aldea” la palabra que inaugura el poema es, precisamente, asombro. Este significante, que aparece asociado con el paisaje y sus diversos componentes, está también en “Terruño”: “esta tierra de asombro, de ancho asombro…”. Y figura en su poema más emblemático, “Hay un país en el mundo”: “y un asombro de ríos verticales”.
Tres presencias son recurrentes en el poema: la lluvia, los abuelos y la aldea. En esta primera parte, la lluvia es presentada cubriendo el espacio entre el mar y el cielo. Es como un telón de fondo delante del cual se manifiesta “la sombra” de los abuelos. Siluetas entrañables cuyas historias personales están íntimamente vinculadas a los orígenes de la aldea. Humildísimos antepasados, como también humildes eran aquellos villorrios en sus inicios. Aldeas “de esas que apenas pueden con su torre, / llena de campanadas”. No podríamos a ciencia cierta ponerle un nombre a esas aldeas en plural de la que habla este segmento del poema, o a la aldea, en singular, a la que se refiere el título; mas insisto en que entre ellas está la actual ciudad de San Pedro de Macorís, tierra natal del poeta. La época recreada en el poema es la del tiempo de sus abuelos, cuando el embrión de ciudad adolecía de un precario desarrollo de actividades comerciales y productivas. El posesivo “mi” que acompaña al sustantivo aldea favorece nuestra interpretación.
Si bien no podemos ignorar el hecho de que los padres del poeta eran extranjeros, cubano el padre, puertorriqueña la madre (como él mismo consigna en su poema “Contracanto a Walt Whitman”), pensemos que ambos progenitores llegaron con sus respectivos padres al país y a la región, probablemente a mediados del siglo XIX. La migración inter-isleña era un fenómeno común en el Caribe.
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Transita por la lluvia la inopinada
y tenue sombra de mis abuelos:
un pobretón, risueño como todos,
con su espina encajada en los huesos,
una mujer con canasta
un pescador cuyo labio quebró el juramento
que secó la cañada,
un juvenil yolero y un mayoral.
En este segundo segmento la lluvia y el recuerdo de los abuelos continúan entrelazados, y con ellos otras “sombras”, figuras primigenias que habitaron en los orígenes de aquella aldea, entran en escena. Ahí están el personaje que el poeta identifica como “pobretón”, algún mendigo, tal vez; una vendedora ambulante (“mujer con canasta”); un pescador, un joven yolero y un mayoral. Esos personajes, salidos de los más bajos extractos sociales, parecen ser los más representativos del villorrio, hacedores de oficios modestos y comunes. Con ellos, el poeta subraya la pobreza en que se desenvolvían sus pobladores. Hay un detalle que no se puede pasar por alto dentro del contexto, y es la risa del “pobretón”, que no es exclusiva de él, ya que su calificación de “risueño, como todos” se hace extensiva a todo el pequeño conglomerado social.
Y aquí haremos una pequeña digresión. En una época que hoy añoramos, en que los valores estaban más arraigados en la conciencia y en el accionar de los dominicanos, era frecuente entre las personas humildes de pueblos y campos cuando recibían a un visitante, sobre todo cuando acababan de conocerlo, decirles: “aquí somos pobres, pero honrados”. La pobreza era algo que marcaba, que limitaba, pero jamás fue excusa para que una persona de humilde condición económica incumpliera sus compromisos, y no saldara oportunamente sus deudas, y tampoco para apropiarse de lo que no le correspondía. La honradez era una divisa que se levantaba con orgullo; un valor sobre el cual se cimentaba el prestigio familiar.
Pero no sólo era la honradez, antes de que las ambiciones de movilidad social acelerada echaran raíces entre nosotros hasta convertir el arribismo en un nuevo “paradigma” social, había una alegría en la pobreza. Tal vez una especie de resignación y de aceptación serena del “destino” que a los “desheredados de la fortuna” les “correspondía”. En esa aceptación estoica de la pobreza estaba la influencia religiosa “Hay que estar a la voluntad de Dios”, se decía. Pero –seamos sinceros– esa actitud también obedecía a un desconocimiento de que el orden social dentro del cual se desenvolvían las personas de condición humilde no era el fruto de un orden divino impuesto a los hombres, sino el resultado de circunstancias creadas por las clases sociales que mantenían el control de los pueblos.
Luego llegaría un tiempo en que los hombres y mujeres pertenecientes a las capas más bajas de la estratificación social se darían cuenta de que ser pobre no era un mérito ni estaba sujeto a un destino preestablecido, sino que era fruto de la desigual distribución de la riqueza. Por eso el obrero explotado de hoy no tiene la risa (resignada o no) de aquellos hombres y mujeres que fueron nuestros ancestros. Más allá de la justeza de toda lucha reivindicativa, el afán de consumo de nuestros días no sólo conduce a menospreciar la pobreza, sino a procurar redimirse de ella casi a cualquier precio, y sin medir consecuencias.
Se pierde entre los hilos de la lluvia,
la sombra interminable y móvil de mis abuelos:
un maestro tristón como un domingo,
una vidente flaca
que le opone al destino
su inocente solución de barajas,
un torcido hombretón, su pañuelo y su puñal,
y su fondo de bueno curtido en la desgracia,
diez negros importados, una santa.
Y apenas desprendida de las venas
como una gota delicada
– paso corto, fino encaje –
una criolla liviana.
Por lo general, la poesía está hecha de repeticiones. Estas repeticiones ayudan a determinar el tema que el poeta desea enfatizar. A veces el tópico principal se va diluyendo entre otros temas y subtemas, pero el poeta se encarga de mantenerlo vigente mediante el empleo de un recurso que conocemos como leitmotiv: tema o asunto que va recorriendo diversos apartados del texto. En “Material de mi aldea” existe esa recurrencia. Aquí, en este tercer bloque, la vemos, una vez más, como la vimos en los dos anteriores. Vuelven a desfilar por sus versos la lluvia y el recuerdo (la sombra) de los abuelos, y con ellos otra cantidad de personajes que habitaron la aldea. Un maestro, un vidente, un tipo a quien se le identifica como “un torcido hombretón” acompañado de “su pañuelo y su puñal”.
El maestro es un ente de primer orden en cualquier núcleo social, responsable de preservar y transmitir la cultura y el conocimiento a las nuevas generaciones, así que no podía faltar en la aldea. De este maestro se destaca su tristeza, algo que ha sido consustancial a la vida de los educadores. El oficio (luego profesión) del educador siempre ha estado rodeado de carencias y estrecheces. Quizás por eso, este modesto educador no participa de la risa del pobretón y de los otros. La ingenuidad, que nace del desconocimiento, no cuestiona nada, todo lo aprueba con una legitimadora sonrisa; en cambio, el conocimiento aspira a cuestionarlo todo, por eso tiene un espíritu descontentadizo e impugnador.
También está la vidente, que armada de un puñado de cartas pretende arrancar al futuro sus desconcertantes sorpresas. Un pueblo de naturaleza supersticiosa y fatalista como el dominicano no podría prescindir de un augur; por eso aún hoy florecen aquí, allá y acullá los sibilinos, decodificadores del futuro, que pueden predecirlo todo, incluyendo los premios de la lotería, aunque nunca resulten agraciados.
Respecto al “hombretón”, el apelativo con que el poeta lo presenta nos hace pensar en un hombre corpulento, pero lo de torcido sugiere más una condición moral que física. El diccionario nos dice que torcido es aquello que no es recto; y recto, en términos morales, se aplica a un espíritu justo o un carácter severo. No obstante, el propio poeta se encarga de salvar la imagen del hombre, que al principio parece encarnar al fanfarrón del pueblo, pues dice que posee un “fondo de bueno curtido en la desgracia”. Habría que ver a qué nivel de hondura tendría que llegarse para contactar la bonhomía de aquel hombre.
Hay otros personajes: “diez negros importados”, los cuales imprevistamente nos hacen pensar en los braceros cocolos que emigraron desde las Antillas Menores para trabajar en la industria azucarera. No obstante, esas migraciones fueron más tardías, a finales del siglo XIX, cuando ya la aldea alcanzaba visos de pequeña ciudad. Asimismo, se menciona a una santa, que podría referirse a una dama piadosa de la aldea. Se trata de una simple mención, un significante que no adquiere un posterior progreso en lo que resta del poema.
Por último, tenemos en este bloque otro personaje femenino, una mujer de la que el poeta aporta un brevísimo trazo, y que por lo que deja entrever, está en el extremo opuesto de la “santa”. Es una mujer joven y “liviana”; se caracteriza por su “paso corto, fino de encaje”. La sugerente vestimenta, el adjetivo “liviana” que aunque podría significar delgadez corporal (bajo peso), parece más aplicado al aspecto conductual (en este sentido, liviano significa que es de moral rebajada). Y el paso corto, que no es propio de la mujer que sale a la calle a realizar algún encargo o para dirigirse a un centro de trabajo, sino de las que caminan con despreocupación, pues tienen en la calle su espacio natural desde el cual exhiben el objeto de su comercio (su propio cuerpo) y realizan sus lúbricas ofertas. Lo que quiero decir es que la criolla, según parece, se dedica al ejercicio de la vida libertina, el llamado “oficio más viejo del mundo”.
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Resumen adorable que se hizo un cabildo,
un villorrio pequeño,
una mínima aldea echada en la montaña,
de esas que apenas pueden con su torre
parida de campanas.
Con estos cinco versos concluye el poema. Aquí nuestro bardo hace un corte temporal, sincrónico podríamos decir, extrapolando un concepto de la lingüística de Saussure, para recrear el momento inicial de la aldea. Su fundación, como embrión primigenio del pueblo. La proto-aldea cuyo origen es tan diminuto que el poeta no se conforma con llamarlo villorrio (sustantivo despectivo referido a una población pequeña y poco urbanizada), sino que le coloca delante el adjetivo “pequeño” para imprimirle una mayor precisión, y a la aldea le antepone el sustantivo “mínima” con igual intención. Con ello se pretende significar la idea de un diminuto núcleo urbano.
Allí todo inició con un cabildo (representación política) y una ermita, a la que se alude cuando se hace mención de la “torre parida de campanas” (representación religiosa). Sin embargo, el poema no evidencia en ningún momento que esas representaciones políticas y religiosas, que se erigen en poder constituido frente a la gente humilde del pueblo, ejercieran abiertamente algún tipo de fuerza opresiva. No podía haber opresión, la cual se traduce en miedo y angustia, en un conglomerado social donde la gente ríe, como lo hace el “pobretón” y como –según el poeta– “lo hacen todos”, con excepción del maestro. Una sonrisa puede nacer forzada, pero la risa que brota con espontaneidad no puede ser fruto sino de un espíritu satisfecho.
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¿A qué conclusiones llegamos al finalizar la lectura de “Material de mi aldea”? Veamos algunas.
La alegría de ayer (vida plácida y sencilla) en contraste con la vida plagada de vacíos y confusiones de hoy (o del presente del poeta al momento de escribir el poema); aguijada por ambiciones de toda clase, urgida por un consumismo feroz. Quizás el poeta buscaba establecer una comparación entre esa vida apacible de antes y la vida atosigante de hoy (del presente de la enunciación). No es que el poema presente de una manera explícita esta clase de antinomia, pero de algún modo la lectura lo sugiere. No olvidemos el fondo nostálgico del texto, y la nostalgia vive de extrañar lo que un día fue y ya no es. De ahí el contraste.
Lo que predomina en el poema es la nostalgia; ese sentimiento dulzón que edulcora nuestros recuerdos haciéndolos gratos, aunque en su momento los hechos que les dieron origen fueran menos agradables de lo que ahora parecen. Porque aunque el yo lírico, que como ya he dicho, en mi ejercicio particular de lectura asocio con el poeta, no aparece representado en el poema, podría tratarse de una nostalgia ficcional, aquella que nace de la imaginación. “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás existió”, dice Sabina en su canción “Con la frente marchita”.
Quizás no haya una relación muy directa entre “Fundación mítica de Buenos Aires”, de Borges, y “Material de mi aldea”, pero al leer éste, la memoria me condujo hasta aquel. En ese poema, Borges hace un relato del origen de Buenos Aires, tomando algunos datos históricos (personajes y circunstancias), pero alterándolos, o más bien supliendo los vacíos historiográficos con aportaciones de carácter fictivo, incorporando, incluso, referencias mitológicas.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
(Borges, 1984: 81)
De eso se nutre la literatura cuando aborda temas históricos. A menudo lo real y lo fantástico se unen en armoniosa simbiosis.
En cuanto a la presencia de los abuelos, constituye un tópico de particular relevancia, dada su recurrencia en el texto, sin embargo, se trata de un motivo que no evoluciona en el poema, pues se circunscribe a una mención que se realiza en tres ocasiones, sin que se ofrezcan detalles sobre ellos. Es decir, sólo son “sombras” que pasan difusamente por el poema, las cuales se diluyen (como todas las sombras) para dar paso a otros referentes, de los cuales se ofrecen datos más concretos. Lo que sí sugiere el poeta reiteradamente es que ellos, los abuelos, estuvieron vinculados con el nacimiento de la aldea, es decir, que fueron cofundadores de ella o llegaron desde el exterior cuando apenas empezaba a constituirse.
Finalmente, como vimos desde el inicio, la lluvia es uno de los tres elementos que aparecen de manera recurrente en el poema. En ella podemos ver una representación de la naturaleza y un elemento vital para la vida en sentido general. Así, la aldea como espacio geográfico, los fundadores y primeros pobladores, incluyendo a los abuelos, como conglomerado social, y la lluvia, manifestación del entorno natural, constituyen el alma del poema.
En la próxima semana cerraremos esta serie de artículos sobre los primeros poemas de nuestro Poeta Nacional con un análisis de los procedimientos y recursos empleados en esa primera etapa de su trayectoria poética.
Bibliografía *
Borges, Jorge Luis (1984). “Fundación mítica de Buenos Aires” en Cuaderno San Martín, Obras Completas. Buenos Aires: Emecé Editores.
Mir, Pedro (s/f). Hay un país en el mundo y otros poemas. Nueva York: Ediciones Calíope.
Tinianov, J. (1978). “Evolución literaria”, en T. Todorov, Teoría de la literatura de los formalistas rusos. México: Siglo XXI Editores.
* Para realizar este trabajo también consultamos el artículo “Nuestros orígenes cocolos II” en la siguiente página web:
https://mipais.jmarcano.com/socio-cultural/raices/cocolos1/#migracion