En la semana pasada nos adentramos en la poética de Pedro Mir, específicamente en sus primeros poemas. En el presente artículo continuamos con otros tres poemas, a los cuales dedicamos sendos comentarios. Se trata de simples ejercicios de lectura, sin pretensiones de erigirse en verdades absolutas, las cuales no existen en el mundo de la crítica ni en ninguna otra disciplina. Las verdades cognitivas lo son hasta que otra verdad más actualizada y potente la destrona. Algunos de estos poemas a primera vista (a primera lectura) parecen muy simples, pero en el fondo no lo son. Son textos primerizos, pero hay en ellos una sorprendente vitalidad y un diestrísimo manejo de los recursos retóricos. Sorprenden por su fuerza expresiva, su exaltado lirismo, su bien cimentada estructura lingüística, la originalidad de sus símbolos.
La carta que no ha de venir
Es un poema revestido de elementos telúricos, que parte de la noción de terruño para denunciar la explotación laboral en los campos azucareros de la región oriental. Aquí, como en tantos otros poemas que a partir de entonces escribiría el poeta, el sentido de su lírica se dirige fundamentalmente hacia la crítica social. El poeta inicia aquí una poética que se inclinará siempre hacia la defensa de los humildes y marginados.
Tráeme el sabor ardiente de la tierra
que se vierte en guarapo.
¡Sangre de espalda en tormento!
Tráeme el sudor valiente de la loma
que al pasar al trapiche,
después de torturarse pasa al dólar
o pasa a las metáforas del cuento.
Tráeme el trajín de la zafra
que se alivia de miserias.
Tráeme el rumor del molino,
tráeme la sangre caliente
del canto campesino…
En esta primera parte el sujeto lírico se dirige en forma imperativa a un tú que adquiere la forma de una carta. Se trata de una carta cuya respuesta sería inútil esperar, pues como la del legendario coronel de García Márquez, no ha de llegar. De ahí que la petición sea meramente retórica, sin ningún objeto más allá del propósito de valerse de un interlocutor para dar la apariencia y consistencia de un diálogo. La forma imperativa del verbo traer (tráeme) se repite en cuatro ocasiones convirtiéndose en un tópico recurrente o leitmotiv.
La petición en cuestión pasa a ser un recurso usado por el bardo para introducir las situaciones que darán pie a su crítica. De esta manera, enfila sus dardos hacia las compañías azucareras que someten a sus empleados a toda clase de abusos. El conflicto que el poeta pone en evidencia es la situación de los obreros que laboran durante largas jornadas y reciben a cambio salarios que no les alcanza para cubrir sus necesidades elementales.
Lo paradójico “del cuento” es saber que aquellos dolores y fatigas, aquella “sangre de espalda en tormento” se han de traducir, en cuanto toquen territorio extranjero, en limpios billetes de dólares que acrecerán los dividendos de las empresas. Esa es la belleza “del cuento”, la limpia metáfora que halaga el espíritu emprendedor del empresariado foráneo. El capital del rubio inversionista que viene de allende el mar a imponer un nuevo modelo de colonialismo, continuará acrecentándose, en tanto la miseria de los criollos, desprotegidos por leyes y autoridades, seguirá expandiéndose irremediablemente. Es la ley del embudo, que distribuye de manera desigual los beneficios de un progreso que siempre será necesario entrecomillar.
Antes que el sol levante
la loma bajo un triunfo de esmeraldas,
un triunfo de sudores,
un triunfo de trabajo,
la novela de un día por 18 centavos,
la baba fecundante de la yunta
urgida de garrochas,
torturada de sangre.
¡Hay que llegar al trapiche
antes que el sol levante!
Temprano en la mañana, antes de que el sol despeje las brumas del amanecer y la loma muestre su “triunfo de esmeraldas”, es decir, toda su verde exuberancia, inicia la jornada laboral: “¡Hay que llegar al trapiche / antes que el sol levante!”. Y no concluirá hasta que el sol en retirada le dé paso a la noche. Un largo día que se resume en “un triunfo de sudores” y “de trabajo”, “la novela de un día por 18 centavos”. He ahí el oscuro drama: ¡la dolorosa novela de la iniquidad!
El trabajo es duro e intenso, no sólo para los humanos, sino también para los animales que le acompañan en su faena, como los bueyes, uncidos a sus yugos y forzados por las garrochas a apurar el paso y a no rendirse.
Tráeme eso: el dolor de nuestra gleba
bajo el sombrero de cana,
¡y valdrás más que el sello que te lleva
y serás, más que yo, dominicana!
En los precedentes versos con que concluye el poema, el sujeto lírico insiste en el dolor de la tierra, que es lo mismo que decir el dolor del pueblo que la habita y que padece sus miserias. Es evidente la intención autoral de identificar y denunciar la tragedia del pueblo obrero, como resultado de la expoliación a que ha sido sometido, pero no sólo eso, sino también el interés de resaltar los rasgos distintivos de ese pueblo, especialmente sus características raciales y culturales. Esto se percibe al nombrar algunos referentes como el guarapo, cuyo color es semejante al de la piel mulata del dominicano. Lo mismo ocurre cuando habla de la tierra (el color terroso del suelo también se identifica con la piel oscura de los ciudadanos). De igual manera, el sentido identitario se refuerza con la referencia de elementos socioculturales como el canto campesino y el sombrero de cana.
Cuando el poeta resalta determinados rasgos diferenciadores del hombre dominicano y sus vínculos con su tierra y su cultura, a las que permanece unido por una suerte de cordón umbilical, es inevitable pensar que lo hace para contraponerlo al hombre de tez sonrosada, ojos celestes y cabellos rubios que había llegado del norte a recolonizar parte del territorio nacional. La idea es la exaltación de lo criollo (el hombre y su terruño) acorralado por la fuerza arrolladora del capital industrial que a fuerza de su poder corruptor y a la colaboración de lacayos locales, comenzaba a abrirse paso y a imponerse en naciones subdesarrolladas como la nuestra. Contra ese nuevo colonizador que llegaba a imponer sus designios sobre una amplia fracción del territorio dominicano, atraído por legislaciones que le favorecían, había que oponer una firme resistencia. Una resistencia que al menos contribuyera a humanizar los centros de trabajo. Si bien el arte no podía por sí solo transformar las circunstancias desfavorables en que se desenvolvían los marginados, al menos servía para acompañarlos en su desdicha. Está claro que denunciar no cambia la realidad, pero ayuda a crear conciencia sobre la necesidad de unir voluntades para el cambio. Y en ese estado de resistencia y de esperanza se inscribe la poética de nuestro Poeta Nacional. “La carta que no ha de venir” es denuncia contra la desigualdad y canto a la esperanza.
Catorce versos
Las maderas de mi mesa nostalgian el Monte Tina.
Mientras yo frente a su drama me torturo en un soneto,
cruzan mi sonambulismo cariátides de acerina
y crujen mis parietales bajo el peso de un secreto.
El Sancio de mi soneto presiente su Fornarina.
El motivo rebuscado levanta su parapeto,
y ahora que sobre un triunfo de sílabas se adivina
que por los cuatro costados vierte su sangre el soneto.
De pronto rompe el soneto como un canto de vestigios,
el haz de luz de un suspiro hecho de sangre y de siglos,
se rompe el pecho y la herida se hace monumental,
salta por ella una indiana, desnuda y sin desconfianza,
y mientras amplia de triunfo pone en su vientre una danza,
tamborilea en la sombra el cuero de un atabal…
Al leer este soneto mi memoria me activa el recuerdo del célebre poema de Lope de Vega: “Un soneto me manda a hacer Violante”, que describe el proceso de construcción del poema conforme se va desarrollando.
“Catorce versos” inicia con una escena en la que el poeta está sentado junto a una mesa cuyas maderas proceden del Monte Tina, una elevación boscosa situada en la provincia de La Vega. Uno siempre siente nostalgia del lugar de donde procede, por eso el poeta afirma que las maderas de la mesa sienten nostalgia de dicho monte. Una excelente aplicación del recurso de la prosopopeya mediante la cual la mesa deja de ser un objeto inerte para convertirse en un ente vivo, capaz de albergar impulsos afectivos.
Abstraído en su función creativa, nuestro bardo se esfuerza por dar vida a un soneto. Todo proceso artístico implica la participación de la mente racional, pero también intervienen las intuiciones e impulsos irracionales. No es un fenómeno de la modernidad, pero es después de la irrupción de las vanguardias cuando las experiencias oníricas han entrado con arrolladora fuerza a la escritura y a las artes en general. De ahí que el poeta Mir hable de su sonambulismo, que –como bien sabemos– es un estado en el que las personas actúan automáticamente, haciendo cosas que corresponden al tiempo de la vigilia, pero que ellas realizan de un modo inconsciente, en estado de sueño. En este caso, se habla de sonambulismo para implicar aquellos procesos mentales que son más intuitivos e inconscientes que propiamente racionales.
Tan agotador es el esfuerzo que el sujeto de la escritura afirma que siente crujir sus huesos parietales, los cuales están situados en el cráneo y actúan como protectores del sistema nervioso central. Una expresión coloquial muy popular sintetiza ese estado de fatiga mental que produce una actividad cerebral intensa: “devanarse los sesos”. Es a eso que se refiere el poeta al cierre de la primera estrofa (primer serventesio).
La segunda estrofa inicia con una evocación de un reconocido pintor y una de sus más famosas pinturas: “Retrato de una joven”, más conocido como “La Fornarina”, del pintor renacentista italiano Raffaello (Rafael) Sanzio (1483-1520). El nombre real de la joven es Margherita Luti. Era una muchacha humilde, hija de un panadero, razón por la que se le identifica con el nombre de Fornarina, que deriva del nombre italiano de la harina y que equivale al de panadera.
Y como nada en la obra de arte es fortuito, a esta altura del poema uno se pregunta ¿qué función cumple en el soneto la mención del célebre cuadro de Rafael? Si la joven Luti, que el pintor conoció en 1514, seis años antes de su prematura muerte, fue su musa y compañera inseparable hasta su muerte, ¿a qué musa secreta estaría evocando nuestro poeta, oculta bajo los pliegues del famoso retrato renacentista? Es posible que la figura de Sanzio haya sido utilizada por el bardo como una proyección de sí mismo, del artista en plena pulsión creadora. Y probablemente hubo una fuerza erótica actuando sobre nuestro autor, como la hubo en el autor de “La Fornarina”. No obstante, proyectemos nuestras especulaciones un poco más allá de esos límites. Pensemos que esta puede ser un referente simbólico al que recurre el poeta para dar una mayor consistencia al mensaje que desea transmitir. Sobre este aspecto volveremos más adelante.
Ya en esta segunda estrofa va cobrando forma definida el soneto, cuyo segundo verso reza: “El motivo rebuscado levanta su parapeto”. Es un feto en constante crecimiento. No obstante, al llegar al verso final de esa segunda estrofa se produce un hecho inesperado, un raro accidente: la creatura en evolución –el poema– se quiebra, por lo que su sangre se vierte hacia sus costados (versos). Esto equivale a lo que en biología sería un aborto, que el poeta anuncia así: “…por los cuatro costados vierte su sangre el soneto”. El poeta “ha dado a luz” pero la creatura nace desangrada, natimuerta. De improviso, aparecen unas raras señales: se rompe el silencio y se percibe un sonido que el poeta compara como un “canto de vestigios” (vestigio: “ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial”, según el diccionario de la RAE). Sabemos que para que surja un determinado vestigio tiene que haberse producido una ruptura. Y eso es lo que ha ocurrido: la ruptura del soneto. Otra señal es la irrupción de “el haz de luz de un suspiro hecho de sangre y de siglos”.
Si todo está marcado por el fluir constante de los ciclos vida/muerte y muerte/vida, la muerte del soneto en gestación (¿símbolo de la cultura europea?) parece marcar el nacimiento de algo nuevo que habrá de reemplazarlo. Pensemos que el soneto es una forma métrica prácticamente en desuso, debido a la revolución vanguardista que liberó al verso de medida y de rima. ¿Será, acaso, con ese sentido de anacronismo, fuera de época, que lo plantea el poeta? Observemos que el recién nacido rompe su silencio fetal, pero lo que sale de él es algo viejo y caduco (“como un canto de vestigios”); es un “haz de luz de un suspiro hecho de sangre y de siglos”. De esa vieja cultura de la que proceden el soneto y la pintura renacentista proviene también un largo historial de sangre. Es la Europa de soldados, cruzados y conquistadores, pero también de una tradición poética que desde la visión del yo lírico se percibe como algo que ha quedado anquilosado, si no para los hijos de aquel continente, al menos para los que habitan en estas regiones del mundo. Es la Europa de cultura refinada, pero también es la de las grandes guerras inter-imperiales y la sojuzgadora de otros pueblos. Eso último es lo que el poema pone en cuestión partiendo de una visión histórica caribeña y dominicana.
Volvamos al proceso. Vimos que antes de que el soneto pudiera alcanzar su forma definitiva, se produce una especie de aborto: se abre una herida en el pecho de la maltrecha creatura y surge una figura femenina, una indiana, que desde el mismo momento en que nace se muestra muy segura de sí misma, y lo demuestra ejecutando los pasos de una danza en tanto suena un tambor en los alrededores. Hechos simbólicos que tendrá un profundo impacto en el contenido final del poema, pues si hasta el cierre de la segunda estrofa (octavo verso) el texto reflejaba los valores de la cultura europea (el soneto, que surgió al final de la Edad Media y se consolidó durante el Renacimiento, y la pintura de un artista de este último período), a partir del noveno verso se producirá una transformación radical. Es un cambio cultural en el que el legado del viejo mundo se ha roto y es desplazado por la cultura mestiza o mulata encarnada en la figura de la joven indiana que baila, y el atabal que alguien percute desde las sombras circundantes. Es lo aborigen y lo negro cohabitando en nuestro suelo, erigiéndose en vivas representaciones de lo racial-cultural dominicano.
En resumidas cuentas, de acuerdo con el análisis de los elementos que concurren en el poema, se advierte que en él están imbricadas las tres culturas que definen nuestra identidad racial y cultural. El elemento indoeuropeo (el soneto y la pintura de Rafael Zanzio); el aborigen (la indiana danzante) y el elemento negro (el sonido del atabal). Pero en su sentido profundo el poema parece apuntar hacia un debilitamiento (que no sustitución) del legado cultural europeo y el consiguiente fortalecimiento de lo autóctono aborigen y la herencia negra. Lo que el poeta plantea no es un rechazo enconado hacia lo europeo, más bien es la ruptura de lo europeo hegemónico, lo eurocéntrico como vieja imposición colonialista, para dar paso a un reordenamiento de los elementos constitutivos de la dominicanidad.
La propuesta inscrita en el poema sería la renovación de la cultura dominicana, tomando los “vestigios” de la tradición cultural europea y fortaleciéndola con lo que pervive del sustrato aborigen y el legado de la africanidad.
Abulia
Mi vida va de viaje en un bostezo.
Desflorada de rutas
mi vida se ha olvidado del camino
y se orienta en mi barro…
¡Cuántas volutas de pensamiento
salen de las cenizas de mi cigarro!
Mi carne se hace elástica de hastío
y se da en la amplitud de un desperezo.
Después de todo: yo soy mío.
Mi vida es un navío
que ha cabido en el charco de un bostezo.
Este brevísimo poema puede considerarse un homenaje discreto de nuestro Poeta Nacional al poeta francés Charles Baudelaire, a sus controversiales e irreverentes “Flores del mal” y a su otro gran libro: “El Spleen de París”. El primer texto que aparece en “Las flores del mal”, titulado “Al lector”, que funciona como introducción, el poeta nombra una serie de vicios inherentes a la condición humana: necedad, tacañería, excesiva inclinación a los placeres, falta de voluntad (que cuando se extrema equivale a la abulia), etc. Y agrega que “hay uno más feo, más malo, más inmundo” que todos los otros: “Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos, / haría complacido de la tierra un despojo / y en un bostezo tragaríase el mundo”. ¿A cuál defecto o vicio se refiere el poeta Baudelaire? “¡Es el Tedio! — los ojos preñados de involuntario llanto, / sueña con patíbulos mientras fuma su pipa…”. Algunos paralelismos son bastante evidentes entre el poema de Baudelaire y el de Mir (la pipa / el cigarro; el tedio /el hastío, el tono reflexivo…), por lo que no vamos a extendernos más a este respecto.
El diccionario de la RAE define la palabra abulia como “Pasividad, desinterés, falta de voluntad”. No es sinónimo de aburrimiento o tedio (términos muy consustanciales a la poética de Baudelaire), pero están emparentados. Y ambos estados aparecen entrelazados en el poema. Estar aburrido es estar en un ambiente o actividad repetitiva, desestimulante, desagradable; es un efecto de circunstancias externas. Pero bastará con un cambio de ambiente o de actividad para que se disipe ese estado de desagrado y la vida cobre su natural colorido y dinamismo. Mas la abulia es un trastorno interior que se evidencia en un desinterés absoluto hacia todas las cosas y una falta de iniciativa. El abúlico carece de voluntad para realizar cualquier clase de actividad.
El sujeto poético (que asumimos como el poeta-autor) se encuentra fumando, y contemplando pasivamente el humo que brota de su cigarro. Y piensa en su propia vida, que, aunque él no lo manifieste verbalmente, es como un cigarro encendido, que arde momentáneamente y luego se apaga para siempre. El sujeto lírico pasa un rápido balance existencial y afirma que su vida está “desflorada de rutas”. Si desflorar es quitar a la flor el lustre original, una vida cuyas rutas están desfloradas significa que carece de atractivos y de proyectos estimulantes. También afirma el poeta que ella, su vida, “se ha olvidado del camino” y se inclina hacia “el barro” del sujeto, es decir, hacia lo que, en la dualidad que somos, se opone al espíritu: el cuerpo. Y si el espíritu exige ideales trascendentes, y se decanta por la contemplación de realidades que van más allá de los objetos concretos, las apetencias del cuerpo son banales e ilusorias. Es decir, la vida del sujeto se encuentra momentáneamente inmovilizada, centrada exclusivamente en los placeres del cuerpo.
No obstante, el poeta se siente hastiado de llevar una vida inclinada excesivamente hacia el aspecto exterior de su ser. Cansado, pues, de ser ese “navío que ha cabido en el charco de un bostezo”, parece dispuesto a hacer un quiebre para reasumirla de otro modo, más constructivo. El desperezo que cierra el segundo verso de la segunda y última estrofa es como la señal de ese quiebre y el inicio de un cambio de rumbo. Todo desperezo llega después de un letargo, un sueño, un adormecimiento temporal. Es el recobramiento de la conciencia o el regreso a la acción. Lo que puede intuirse es que el sujeto poético desea desplazar su foco de interés de lo puramente corporal hacia proyectos menos egocéntricos y más trascendentes. “La vida manda que pueble estos caminos”, nos dice el poeta en otro de sus relevantes poemas. Y, efectivamente, Pedro Mir transitó esos caminos de la patria por donde van sus mejores hijos despejando la ruta que conduce hacia el porvenir colectivo. Mir los llenó de denuncias y de desafíos, cuando hubo que poner en evidencia a quienes abusaban del pueblo humilde, pero también los llenó de sueños y de esperanza. Su poesía es voz de muchedumbre, es aliento, es sueño, es bandera de la patria.
Bibliografía
Mir, Pedro (s/f). Hay un país en el mundo y otros poemas. Nueva York: Ediciones Calíope.