Si desenfocamos la mirada del punto donde convergen las figuras que se han dedicado al estudio riguroso de nuestras letras y la reenfocamos más abajo, en el espacio donde se sitúa el lector común, a veces da la impresión de que el poema “Hay un país en el mundo” es al mismo tiempo puerta de entrada y salida a la poética de Pedro Mir. Es decir, que la lectura de nuestro Poeta Nacional se inicia y concluye con ese emblemático poema. Eso ocurre muy a menudo, y no es un caso único. A muchos de nuestros poetas más reconocidos a menudo se les conoce por un texto que aparece citado o publicado de manera recurrente. Para el lector no especializado, “El poema de la hija reintegrada” es el estandarte lírico del poeta Domingo Moreno Jimenes (lo demás sería algo así como niebla y humo); “Compadre Mon”, lo es de Manuel del Cabral; “Yelidá”, de Tomás Hernández Franco. Lo mismo puede decirse de “Canto triste a la patria bien amada”, de Héctor Incháustegui Cabral, y “Viejo negro del puerto”, de Francisco Domínguez Charro. Son textos que se citan una y otra vez. Y es justo decir que cada uno de estos poemas constituye una obra de muy alto valor poético, pero sus autores alcanzaron gran elevación estética en otros textos, aunque estos sean menos citados y, por tanto, menos conocidos, y hasta desconocidos para el lector común.

En ese sentido, somos muy dados a reducir a una forma de metonimia (la parte por el todo) la producción poética (y literaria en general) de nuestros letrados.

Nuestro Poeta Nacional es mucho más que el autor de esos versos militantes de “Hay un país en el mundo”. El poema es extraordinario y habría bastado por sí solo para darle merecida fama a su autor. Pero, afortunadamente, Pedro Mir es mucho más que eso: cuenta con una producción poética anterior y posterior a ese texto que lo sitúa en un lugar preponderante dentro de las letras hispanoamericanas. No importa que sea prácticamente un desconocido más allá de nuestras fronteras; su grandeza poética está fuera de toda duda.

Los primeros poemas publicados por Pedro Mir en El Listín Diario bajo el patrocinio de Bosch son objeto del presente artículo. Hoy nos ocupamos del “Poema del llanto trigueño”. Luego, oportunamente, iremos incorporando a nuestro ejercicio de lectura analítica otros poemas del autor. El “Poema del llanto trigueño” entronca con la producción posterior del autor y en general con toda su poética, fundamentalmente de carácter social y político. Es un texto donde aparece ya muy bien delineada la honda sensibilidad humana de nuestro bardo, su denuncia de las injusticias y su inclinación a la defensa de los marginados.

I.Poema del llanto trigueño

El escenario de este poema es la calle del Conde, en la zona colonial de Santo Domingo. Es un poema preponderantemente visual, en el que los colores blanco y negro constituyen una oposición o dicotomía que, como todo leitmotiv, aparece de manera frecuente. Su estructura está dividida en tres partes.

1

Es la calle del Conde asomada a las vidrieras,
aquí las camisas blancas,
allá las camisas negras,
¡y dondequiera un sudor emocionante en mi tierra!
¡Qué hermosa camisa blanca!
Pero detrás:
la tragedia,
el monorrítmico son de los pedales sonámbulos,
el secreteo fatídico y tenaz de las tijeras.

Es la calle el Conde asomada a las vidrieras,
aquí las piyamas blancas,
allá las piyamas negras,
¡y dondequiera exprimida como una fruta mi tierra!

¡Qué cara piyama blanca!
Pero señor, no es la tela,
es la historia del dolor escrita en ella con sangre,
es todo un día sin sol por cortar veinte docenas,
es una madre muriendo el presente del hambre,
es una madre soñando el porvenir de la escuela.

Es la calle el Conde asomada a las vidrieras,
aquí los ensueños blancos,

allá las verdades negras,
¡y dondequiera ordeñada como una vaca mi tierra!

Rompo el ritmo, me llora el verso, me ruge la prosa.

¿Es que no hay nadie que sepa la historia de las camiseras?

En esta primera parte del poema encontramos como tema principal la explotación laboral. Y como tema complementario –haciendo contraste con él– el de los privilegios burgueses. Privilegios que son consecuencia directa del primer tema, pues el lujo de los pocos se alimenta de las carencias de los muchos. El sujeto lírico se sitúa en una emblemática calle de la ciudad colonial de Santo Domingo y observa a través de las vidrieras de sus elegantes tiendas la ropa en exhibición. Allí se supone que hay prendas de vestir de todos los colores, pero él se enfoca exclusivamente en dos: el blanco y el negro (camisas y piyamas blancas y negras). En esos colores aparece simbolizada la dualidad que contrapone a las clases burguesa y obrera.

La impecabilidad de las camisas y piyamas blancas representa la esplendidez y el glamour de la vida burguesa; el buen gusto, que es rasgo distintivo de las élites económicas, incluyendo a quienes tienen bajo su control los medios de producción dedicados a la fabricación de bienes de consumo (como los que se muestran en esas tiendas). El capital invertido, unido al beneficio obtenido del trabajo de cada obrero, (plusvalía) acrecienta aun más sus desproporcionadas riquezas. En tanto que el color negro de las otras camisas y piyamas simboliza la oscura vida de los obreros que venden su fuerza de trabajo por un mísero jornal y son objeto de toda clase de abusos.

Ya el mismo título nos habla de un llanto trigueño. Aquí el poeta ha recurrido a una hipálage (figura retórica que consiste en aplicar a un sustantivo un adjetivo que corresponde a otro sustantivo). El llanto no puede tener un color definido, pero sí lo tienen quienes lo padecen. Se trata del llanto de un pueblo, cuya mayoría es de tez oscura. En nuestro país el color trigueño, es decir cobrizo, equivale a mulato, a personas que están marcadas racialmente por el color oscuro, fruto del mestizaje que se llevó a cabo en las Antillas y que se dio profusamente a lo interno de la población negra. El mulato es el elemento étnico más sobresaliente en nuestra composición racial. En consecuencia, un llanto trigueño es el que corresponde a un pueblo de color oscuro, como lo es el dominicano.

El poema, pues, contrasta la vida regalada de los potentados (burgueses) con la fatigada, angustiosa y mísera de los obreros (en este caso, obreras) que confeccionan prendas para ser vendidas en tiendas exclusivas y para “gente de primera”. La dicotomía blanco / negro, que al principio se atribuye a objetos físicos (camisas y piyamas) luego se traducirá en “ensueños blancos” atribuibles a los privilegiados de las altas clases sociales (en el poema, los dueños de las fábricas donde se confecciona la ropa que se vende en las lujosas tiendas de la calle el Conde); y “verdades negras” que corresponden a los que con manos laboriosas fabrican esos bienes. Relacionemos la connotación del sustantivo ensueño (sueño, pasividad, ilusión, idealismo, inconciencia), que unido al adjetivo blanco (puro, inocente, inmaculado) nos da una idea de lo que el poeta ha pretendido encerrar en los objetos blancos (camisa y piyama). En tanto que “las verdades negras” encierra las difíciles condiciones laborales y familiares de las obreras, la dura realidad en medio de la cual desenvuelven su vida: bajos salarios, hambre, insalubridad, fatiga, preocupaciones, incertidumbres, angustias.  

Quien observa las impecables camisas y piyamas blancas no puede imaginarse el cúmulo de fatigas y sudores que ha costado. La desgarradora tragedia que se esconde detrás del “monorrítmico son de los pedales sonámbulos, / el secreteo fatídico y tenaz de las tijeras”. Es el drama de una explotación laboral, que acrecienta riquezas para unos pocos y reproduce miserias para la mayoría, que es el pueblo obrero. La ley del embudo fraguando miserias. Esto es lo que simbolizan las camisas y piyamas negras.

La denuncia se intensifica cuando el sujeto poético denuncia “el dolor escrito con sangre” en la tela, la agotadora jornada (“es todo un día sin sol”) para poder cumplir con la meta diaria; y el acoso del hambre, pues la magra remuneración no alcanza para compensar tanto trabajo ni para cubrir las necesidades alimentarias de la familia, y ni qué decir de otras necesidades. El dolor es tan intenso que queda estampado en la esencia de esas prendas de vestir. En la dura jornada de cada día las obreras van dejando sus energías vitales, van entregando su vida y adelantando su muerte.

El impacto dramático que produce la situación descrita en el poema es tan fuerte que el sujeto a través del cual nuestro bardo plantea su discurso lírico, en un momento de indignación confiesa su imposibilidad de crear un verso armonioso: “Rompo el ritmo, me llora el verso, me ruge la prosa”. El poeta no halla la cadencia natural de su escritura. La angustia (“me llora el verso”) y la rabia (“me ruge la prosa”) sabotean el propósito de expresarse armoniosamente.

Al leer el poema es casi inevitable no pensar en cientos, e inclusive miles, de obreras que laboran en las zonas francas del país. Obreras mal pagadas, sobreexplotadas por el gran capital extranjero. Masas de mujeres de baja escolaridad, expuestas a toda suerte de abusos laborales. Mujeres de rostro adusto, que sueñan para sus hijos lo que para ellas no fue posible: “el porvenir de la escuela”.

Ya en esta primera parte observamos que el poema mantiene una gran unidad temática y formal, lo que le confiere un carácter un tanto cerrado, no sólo por la continua repetición de la oposición negro / blanco, y lo que en ello está implicado, sino también por el carácter redundante de ciertos versos. Es el caso de la expresión “Es la calle el Conde asomada a las vidrieras” que aparece repitiéndose en diferentes partes del texto.

Ese carácter cerrado del poema, donde abundan las repeticiones y los paralelismos queda patentizado en la correspondencia que se da entre el cuarto verso de la primera estrofa, el cuarto verso de la segunda y el cuarto de la última. La cuidadosa distribución que hace el poeta de los tópicos y de los recursos lingüísticos hace que cada elemento del paralelismo se encuentre en una posición más o menos equidistante de los otros. Por otra parte, a la repetición, casi sin variación, se une el tono enfático que los caracteriza: “¡y dondequiera un sudor emocionante en mi tierra!” / “¡y dondequiera exprimida como una fruta mi tierra!” / ¡y dondequiera ordeñada como una vaca mi tierra!”. Estos paralelismos de la primera parte pasan de largo por la segunda y reaparecen al final de la tercera parte, en el último verso del poema: “¡y dondequiera un sudor rojo de sangre en mi tierra!”.

Es significativo también el rejuego que se crea con los adverbios de lugar aquí /allá. Es parte de la antítesis a la que nos hemos estado refiriendo, andamiaje sobre el cual se sostiene el contenido del poema. Al inicio, en la primera estrofa aparece el aquí de la tienda antepuesto al allá de la fábrica (“aquí las camisas blancas / allá las camisas negras”). En ese orden (aquí /allá) también aparece la mención de las piyamas, y la dualidad compuesta por los ensueños blancos y las verdades negras. El aquí visto desde el espacio de la tienda equivale al punto de vista de los detentadores del gran capital, pues como parte de la cadena de inversión capitalista ésta (la tienda) representa al mercado, intermediario entre el fabricante y el consumidor. Por eso, aquí (en los escaparates de las tiendas) todo se ve de color blanco, impecable, hermoso; quien se detiene a observar las vestimentas sólo ve un producto terminado, costoso, elegante, sin alcanzar a ver o a imaginar todo el drama que implica la fabricación de esos atuendos. Sin embargo, como veremos más adelante, en la tercera parte, el sujeto lírico invierte el orden de los términos: “Allá los ensueños blancos, / aquí las verdades negras”.

2.

La segunda parte tiene la estructura de un romance, cuya rima descansa en las vocales e y a: trigueña, nochebuenas, tela, primavera. En la acertada construcción de los versos, el lirismo deslumbrante e incluso en la presencia de algunos símbolos es perceptible la influencia del poeta español Federico García Lorca y su Romancero gitano.

Llegaba de Monte Plata
como una carta trigueña,
con una firma de pascuas,
y un sello de nochebuenas.
Recia en los muslos redondos,
suave en la frente de tela,
con la esperanza en la Virgen
y el seno en la primavera.
Llegaba alzado en sonrisas
todo un corral de guineas,
cortando con las pestañas
racimos de gentileza,
calzando las esperanzas
con zapatillas de seda
y oteando los horizontes
con las miradas en fiesta…

Con ojos de mala noche
la miró Niño Rivera:
¡Para mirarte, muchacha,
está la calle del Conde,
asomada a las vidrieras!
Subieron las alegrías
por escalones de estrellas,
se abrieron de serenatas,
jazmines de luna llena,
blancas de miedo, las nubes
almidonaron tormentas
y una estrella hincó temblores
como un presagio de penas…

Allá los ensueños blancos,
aquí las verdades negras.

Con llanto de manantiales,
destila sangre la tierra.
Dice a su hija que un día
las dejó Niño Rivera,
sin cena para la noche,
sin traje para la escuela,
¡y un ogro le está pagando
con un pan, veinte docenas!

En esta segunda parte, el poeta pasa de un discurso centrado en el yo lírico a un relato en tercera persona. Aquí sobresale la figura de una joven que llega de Monte Plata a la capital. Empleando sugerentes metáforas, el sujeto lírico describe a la muchacha: trigueña (de piel o cabello cobrizo oscuro) que, como ya comentamos al referirnos al título, es otra forma de decir mulata, la cual se distingue por su alegría y belleza (esto se intuye por la asociación con los términos “pascuas” y “nochebuena”). El concepto de elegancia se refuerza con la descripción de “los muslos redondos”, de lo que también se desprende una parca alusión a la sensualidad, y la suavidad de la frente (que, además, denota candidez, pureza). De sus rasgos de personalidad sólo alude escuetamente a una devoción a la Virgen y, tal vez, aunque no se dice con explicitud, su confianza puesta en la fuerza que entraña la juventud (“el seno en la primavera”).

La presencia de la muchacha despierta la alborozada admiración de los hombres con los que se encuentra, entre ellos un tal Niño Rivera, quien la corteja, pintándole un mundo de idealizaciones, hasta conquistarla. En un tono exquisitamente poético se sugiere el enamoramiento: “Subieron las alegrías / por escalones de estrellas, / se abrieron de serenatas, / jazmines de luna llena”. ¡Qué delicada forma de describir ese dichoso estado!

El sujeto poético no lo expresa de un modo claro, pero al decir “con ojos de malanoche / la miró Niño Rivera” sugiere la idea de un hombre aficionado a las bebidas alcohólicas y a la vida mundana. Ya fuera porque no se conocían lo suficiente o porque él no poseía la necesaria integridad para corresponderle con decencia, la decisión de la joven parecía desacertada. Y así lo previeron algunos entes de la naturaleza y el cosmos: “blancas de miedo, las nubes / almidonaron tormentas / y una estrella hincó temblores / como un presagio de penas…

El infausto presagio se cumplió, y pronto “los ensueños blancos” de la muchacha acabaron transmutados en “verdades negras”, es decir, desengaño, abandono… Con todo, eso no sería más que el principio de su desgracia, pues al quedar convertida en madre soltera, con una niña, a la que debía alimentar, vestir y procurarle educación, le sobrevendría otro mal tan grave como el primero: pasar a formar parte del colectivo de obreras explotadas, aquellas que fabricaban las vestimentas expuestas en los escaparates de las tiendas de la calle el Conde.

3.

El último apartado es una aparente repetición de versos que están al inicio, en la primera parte, sin embargo hay una significativa variación. Ahora el poeta no habla de vidriera, sino que sustituye esa palabra por tragedia. La tragedia tiene su origen en la contradicción que atraviesa el poema de principio a fin y que el poeta ha distribuido en dos bloques opuestos: los ensueños blancos frente a las verdades negras. También alude a la situación de la muchacha de Monte Plata. Aquí vuelve el lector a encontrarse con la representación del orden social desigual, integrado, de un lado, por la élite empresarial, y del otro, por las grandes masas de obreros que construyen riquezas para aquella.

Es la calle el Conde asomada a la tragedia,
aquí los ensueños blancos,
allá las verdades negras,
¡y dondequiera un sudor rojo de sangre en mi tierra!

El poema cierra de un modo contundente, reafirmando en su último verso la denuncia de la explotación laboral. Lo hace con una metáfora en la que funde el sudor generado por el trabajo con el flujo sanguíneo. Todo trabajo implica un esfuerzo que se traduce en sudor, es una consecuencia natural; pero al decir que el sudor que se derrama está compuesto de sangre está tipificando la explotación que sufren los obreros en los centros de trabajo como un acto criminal, en el que hay un verdugo (el representante de la empresa) que ejerce violencia sobre sus víctimas, en este caso las obreras.

Como hemos podido observar, el “Poema del llanto trigueño” es un texto de temática social con repercusiones universales, aunque se aborda desde la perspectiva de un entorno nacional (la calle el Conde, de Santo Domingo). Siempre se habla del empobrecimiento que a menudo afecta a la poesía que se escribe con fines cívicos, pero en la obra poética de Pedro Mir el pulimento estético no va a la zaga de le intención patriótica que la caracteriza. Desde sus primeros versos, publicados en el Listín Diario, en 1937, se puede observar en Pedro Mir una poesía deslumbrante por su forma, afincada en lo nacional (sin desmedro de lo universal) condimentada con atractivos ingredientes de la retórica moderna.

Asimismo, sobresale en el poema algo que es característico en Pedro Mir: servirse de los aportes vanguardistas para construir sus versos, sin renunciar del todo a la formalidad académica. Así vimos que el primer y el tercer apartados están compuestos por versos libres, mientras el segundo está formado por un romance. Esa oscilación entre lo clásico y lo moderno también está presente en su poema “Hay un país en el mundo”, y en otros textos del poeta petromacorisano. La de Mir es una poesía perfectamente situada en su época y que al mismo tiempo conserva hondas resonancias de la tradición clásica.

Continuará…

Bibliografía

Mir, Pedro (s/f). Hay un país en el mundo y otros poemas. Nueva York: Ediciones Calíope.