La gota de sudor se desliza hacia abajo justo en medio de la línea invisible que conecta directo con lugares insospechados de mi anatomía

Las cuatro de la tarde en Santo Domingo.  Sentado en el asiento trasero de un carro público mis pensamientos se cocinan en la salsa de la desesperación por llegar, en el monóxido de carbono untando mi garganta y en la bulla de cientos de vehículos en fila con destino a cualquier lugar. La sensación térmica ronda los 40 grados.

En medio de esta tortura ambulante, uno no piensa nada tangible. Maldice o se olvida del viaje. Ladrillos de la memoria. Siempre alguien especial se cuela en tus recuerdos ante tanta desgracia.

Al fastidio de la tarde se le agrega la mascarilla y la paranoia de que en cualquier momento serás otro número más en la lista de contagiados. Ya uno está jarto La mascarilla tiene pelos y te araña. Otra gota de sudor corre por mi sien y se mezcla con el sabor amargo de mi boca tapada y ya maloliente.

Hablamos de una megaciudad caótica caribeña y canalla de más de cuatro millones de habitantes.

Es el terrible y humillante oficio de peatón, del insignificante e histórico peatón cargando con su baja autoestima.  Todo por no poseer un carro propio y por transitar en una ciudad sin un transporte masivo de calidad y con intenciones de cómoda humanidad para sus residentes.

Dos (¿tres?) líneas del Metro y los teleféricos de la zona este de la ciudad   no dan para tanta peña en crecimiento exponencial. Hablamos de una megaciudad caótica caribeña y canalla de más de cuatro millones de habitantes.

Desde la entrepierna de la señora sentada a mi derecha emana aroma de pica pollo cuatro piezas recién adquirido. Una ricura de la gastronomía popular. Un pica pollo   listo para ser devorado por su dueña y familia a la hora de la cena (o antes porque la vida es un muslo con totone  y a los veinte minutos es hueso na má).

A mi izquierda, un inmigrante haitiano habla por su celular y gesticula reprimido dadas las circunstancias de espacio.  Mueve las manos dependiendo de las respuestas de su receptor En creole maldice y en español sonríe y manda bendiciones Dio e bueno no preocupa.

El chofer y la señora que ocupa el asiento delantero comentan sobre las vacunas y su importancia para no acabar de jodernos. Y yo, entre el parlamento incesante y sostenido del inmigrante del país vecino, el aroma torturador del pica pollo y la discusión sobre vacunas en la vanguardia, solo quería llegar lo más rápido posible.

El tráfico es cada vez más denso y la canícula ahora supura sudor entre mis testículos. Las partes pudendas sufren mucho en medio de un tapón. Imaginar que voy prensado entre dos personas. Las piernas adormecidas y los pies torcidos navegando en la alfombra del carro. Alfombra o piso con fisuras muchas veces. No siempre te montas en un Sonata.

Siempre se llega.  Hasta la muerte llega y yo acabo de llegar.

-Chófer, en el semáforo de la Privada.

Por fin, el amigo del parloteo se acaba de callar y el pica pollo ya no me seduce, pero ya yo me quedo.

-¿Aquí señor?

-Sí, cruce si quiere, aproveche que el semáforo está en verde.

El chofer se “orilla” y la del pica pollo abre la puerta. Salgo. Todos mis músculos y huesos acalambrados. Me quedo un rato en la acera tratando de que todo se recomponga y vuelva a la normalidad.  Cruzó la calle. El mal humor viene conmigo.