Ojos de moscas que todo lo que ven sin que haya una línea para precisar un panorama. Mapas imprecisos, constancia de olores que son tránsitos, que son vueltas, que son recuperaciones de lo mejor por donde alguna vez estuvimos.

Pienso en las bibliotecas de Santo Domingo, las idas, las que dejaron sus sombras en los autores que luego nunca nos dejaron y están aquí.

BIBLIOTECA FROILÁN TAVAREZ

Era un palecete del neoclásico trujilloneano. Por algo fue la Biblioteca del Partido Dominicano, en la Avenida que en aquella Era de Trujillo era la última avenida y que luego llevaría el nombre, paradójicamente, de uno de los ajusticiadores del tirano: el Teniente Amado García Guerrero.

Último edificio donde estuvo la biblioteca del Ayuntamiento de la capital

Acceder a la Biblioteca “Froilán Tavarez”, cerca de la Avenida Duarte era como estar llegando  a un templo. Subir, entrar, de frente una sala con escritorio al fondo y en ambas alas, estantes donde predominaban libros encuadernados en negro. En ambos lados, habitaciones, mesas de caoba que olían a resina, suaves como el ámbar.

Fue mágica la tarde en que me quedé solo en esa sala. Tenía como nueve años. Acompañaba a mi mamá a visitar unos parientes en el Ensanche Espaillat y debíamos tomar el carro en la Duarte con Tte. Amado. Algo mágico imantaba desde dentro: libros al fondo, un señor bien amable, como un tío que debías conocer según algún horóscopo. La magia se dio. La fascinación fue la Enciclopedia Espasa Calpe. Aquel papel satinado, hojas que sonaban, imágenes blanquinegras que te lanzaban a treinta años atrás, listado de las “cien obras maestras de la literatura”, un patio con platanales a los que no se accedía porque la brisa entraba y Quevedo nos retenía.

Años después supe que la Froilán Tavares pertenecía a la Secretaría de Educación. Que los ladrones la habían azotado hasta más no poder. Que todo se desvanecía por las construcciones en la avenida, el elevado en sus narices, la aglomeración que consigo traía un ruido de poco amigos. ¿Se esfumó? No lo sé. Sólo recuerdo que a principios de los Ochenta todavía pasa por ahí para leer la revista Humboldt y consultar alguno de esos vetustos tomos de la Colección Trujillo, que por suerte, entonces todavía estaban.

BIBLIOTECA HOSTOS

Bajando la Duarte, cuando ya la avenida cedía a la calle, se divisaba lo que luego supimos era la Capilla de la Tercera Orden. La Biblioteca Hostos parecía un club familiar. Al parecer todos se conocían. Habían estudiantes que sacaban pizarras para estudiar matemáticas en el patio, al lado de la estatua de Hostos, en aquel espacio tan recoleto donde luego me enteré que muchísimos años atrás era el dominio de los Mieses Burgos, los Fernández Spencer y otras estrellas de nuestra literatura. Me lo contaba un muy querido amigo que al mismo tiempo era mi líder político: Félix Servio Ducoudray. “En ese patio siempre encontraba Spencer con un libro en las manos en aquellos años 30”, me contaba. Debía pasar toda la juventud de la época, desde su fundación,  en aquellos años en que el Club Unión envió aquí todos sus libros y la estatua de Hostos fue la última constancia de pensamiento abierto. Aquí me dejé llevar de una edición viejísima de la Brockhaus Enziklopedie. No entendía nada, pero aquellas letras góticas tenían sus encantos.

La Biblioteca Hostos era la biblioteca del Ayuntamiento capitaleño. Siempre animada, sobria, tenía el encanto de los periódicos, los estudiantes todavía uniformados que iban, como hormigas.

Un día de aquellos de Jorge Blanco, el viejo local volvió a manos de la Iglesia. La estatua de Hostos fue enviada a la Plaza de la Cultura. Los libros se despacharon a un edificio de la Católica con Padre Billini. Para mí desapareció. Se esfumó. En realidad no sé qué pasó con ella.

BIBLIOTECA LINCOLN

Sabía que estaba en el Conde 15, pero que a mediados de los 70 fue trasladas al local donde accedí a ella, en la Avenida Bolívar, en aquél sótano histórico.

La Biblioteca Lincoln era el espacio cultural de la Embajada de los Estados Unidos. Se podía denunciar en todos los espacios al “imperialismo yanqui”, pero se tenía que ir a estos estrechos espacios de la Bolívar para acceder a Whitman y Emerson. Compacta como una pastilla de astronauta, ahí estaba de todo y en los dos idiomas.

Al edificarse el Instituto Cultural Domínico Americano  en la Av. Abraham Lincoln, el traslado era más que lógico. Aquellos estantes habían crecido y en el nuevo local asumieron todo su esplendor. Al espacio natural de los libros se le agregó el de las revistas. Fieles a su política de actualización, siempre habían catálogos y publicaciones para llevarse, gratis. El “Domínico” fue como una ciudadela cultural: con salas de arte, de teatro, de conciertos, y con un jardín que se convirtió en una pequeña casa, refrescante.

Los años de Reagan, sin embargo, llegarían. Muchas iniciativas culturales de los Estados Unidos fueron recortadas: revistas fueron suspendidas, y la misma Biblioteca Lincoln sería subsumida en el Centro Franklin de la Av. Prolongación México.

Nos quedaron en el espíritu mucho Wallace Stevens, todo Eliot, toda Silvia Plath, y Pound y déjame no seguir contando.

Biblioteca juvenil

BIBLIOTECA INFANTIL DE LA FORTALEZA OZAMA

Era una de los tesoros mejor conservados en la Zona Colonial: la Biblioteca “Piloto” Infantil que operaba en la Fortaleza Ozama.

Aunque nunca la incluí en mis rutas, porque simplemente no había razones, fue uno de esos espacios que te alegraba, porque siempre es motivo de fiesta el ver a niños sumergidos en sus pequeñas cápsulas llamadas Enciclopedia Quillet o Dominicana o simplemente con algún Peter Pan que les recuerde la inocencia.

La Biblioteca Infantil desapareció en los 90 por una de esas historias típicas del realismo mágico. Al general Soto Jiménez se le ocurrió donar a la naciente Secretaría de Cultura su colección de machetes, trabucos, fusiles o cosas parecidas. A Cultura se le ocurrió hacer un “Museo Militar”. De ahí a sacar a la Biblioteca y pensar en el brillo de viejas armas no hubo grandes reflexiones. Luego me informaron que la Biblioteca Piloto debería estar en Villa Duarte o algo así. Finalmente, tampoco supe en qué paró el “Museo Militar”. Lo que sí pude ver fue una especie de cementerio de autos militares a los que seguramente nunca se les dio uso, en medio de ese jardín tan hermoso de la Fortaleza Ozama.

***

Las siluetas de esas bibliotecas emergen a medida que avanzo en la lectura de Gastón Bachelard. En su “Poética de la ensoñación” el filósofo francés se pregunta: “¿acaso, allá arriba en el cielo, el paraíso no es una biblioteca?”

Bibliotecas sumergidas, sombras de otras sombras, al menos queda la constancia de que uno de los seres esenciales de esos espacios –Lucía Martínez, de la Biblioteca Lincoln-, ahora es el nuevo ángel de la Biblioteca Antillense. A ella le dedico estas líneas, por todo el amor que le ha dedicado a quienes con un libro, sólo buscan soñar y crecer en un Santo Domingo cada vez más desdibujado.