SANTO DOMINGO, República Dominicana.- El escritor norteamericano Premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway, decidió matar a Ernest Hemingway. El ilustre autor Stefan Zweig, envió a la tumba a Stefan Zweig. De igual modo se suicidaron los autores: Horacio Quiroga, José Asunción Silva, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodé, Henri Roorda, Alfonsina Storni, Virginia Woolf, Jack London, Leopoldo Luogones, Guy de Maupassant, Romain Gary,  Yukio Mishima,  Yasunari Kawabata,  Ambrose Bierce, Poul Celan, Alejandra Pizarnick, Cesare Pavese, Sylvia Plath, Malcom Lowry, y Gabriel Ferrater, entre una lista que pudiera llenar todo el espacio de este artículo.

Para los que aprietan el gatillo contra su cabeza o tiran de la soga hasta el asfixie, la vida es un destino al cual solo se llega en la nave del suicidio, en la que los mortales escritores cargan su equipaje más íntimo: quejas profundas, gritos silenciosos y  frustraciones desesperantes. Aunque Honoré de Balzac pensaba que “un suicidio es un sublime poema a la melancolía”. Sin duda que hay cierto matiz mítico en quienes se convierten en autores de su muerte.

Albert Camus dice en su libro “El mito de Sísifo” que, “existe un único problema filosófico serio, el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

Stefan Zweig.
FE/ Acento.com.do

Sin penetrar en la difícil respuesta de la interrogante de Camus, se conjetura que el drama de los que no esperan el momento final sino que salen con prisa en su búsqueda, tiene raíces profundas, “cuyas causas son ante todo sociales, más que individuales o psicológicas”, según analiza Emile Durkheim (1858-1917) en su libro “El suicidio”.

Lo verdadero es que la radiografía del temperamento de los suicidas muestra que muchos son anímicamente difuntos que comienzan a vivir el día de su fallecimiento, como si su mayor aspiración es disfrutar ampliamente de su muerte. Su existencia parece que se inicia en el epílogo. Ellos viven su fin, comienzan terminando.

Al estar al borde del precipicio sienten que se agotan las opciones de continuar trillando el camino. Surge la idea del ¡salto mortal! Entonces ya no hay escape, la salida no tiene salida. La lucha apocalíptica entre la luz y las tinieblas concluye cuando la eterna oscuridad de la muerte se lleva la vida entre sus propias manos.

El espejo puede ser el principal cómplice de los escritores suicidas, pero no aquel en el que los autores de su muerte ven ante sus ojos la imagen de su cuerpo, sino el espejo invisible en el que ellos logran apreciar su reflejo interior, el que nunca se revela con claridad a la sociedad porque se oculta en los espacios más grises del alma humana.

Albert Camus dice en su libro “El mito de Sísifo” que, “existe un único problema filosófico serio, el suicidio. Juzgar si la vida vale o no la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”

“Todo hombre es como la Luna: con una cara oculta que a nadie enseña”, expresa Mark Twain. De los rincones tenebrosos del lado que “nadie enseña” de los seres humanos, surgen los motivos reales que guían a las víctimas a ponerle fin con sus  propias manos a la ya insoportable existencia. Después quedarán tan solo los titulares  con la crónica doliente de una vida responsable de su ida sin regreso. Porque todos, quizás, no tienen el “privilegio” de Dorian Gray, quien se suicidó sin causarse heridas, prefirió acuchillar su retrato. Y así Dorian se volvió cadáver.

Otros no tienen la frialdad de ánimo del escritor suizo Henri Roorda (1870-1925),  quien con increíble tranquilidad redactó la obra “Mi suicidio”, y luego del éxito del libro se mató. Como dándole cumplimento a la aspiración de Nietzsche, “un filósofo tiene que predicar con su ejemplo”.  Las palabras escritas por Roorda en su “estremecedor relato autobiográfico de prosa desnuda y arrollador discurso”, parecen talladas en una lápida sepulcral:

“Todo es filosofía. Las razones por las que estoy decidido a abandonar este mundo serían insuficientes para alguien que no fuera yo… Algunos amigos se han ofrecido a prestarme ayuda para yo continuar viviendo… Hay existencias anormales que conducen de manera natural al suicidio. Eso es todo. Voy a matarme pronto”. Y cumplió su promesa a los lectores, el 7 de septiembre de 1925 Roorda se disparó al corazón. “Mi suicidio será severamente juzgado. Pero ya que considero que en su inmensa mayoría los hombres son seres hipócritas… ¿qué importancia debo conceder a la opinión pública?”. La nota manuscrita quedó al lado del cuerpo sin vida del autor de su muerte.

Muchos escritores en lengua alemana, la mayoría de origen judío, se suicidaron debido a las persecuciones nazis: Walter Benjamin, Egon Friedell, Ludwig Fulda, Ernst Toller, Kurt Tucholsky, Ernst Weiss, Alfred Wolfenstein, Walter Hasenclever y Stefan Zweig. Este último el 23 de febrero de 1942, se suicidó junto con su esposa en la ciudad brasileña de Petrópolis, adonde ambos fueron a parar luego del exilio obligado por las acciones emprendidas contra la comunidad judía. La galería de los escritores de suprema fatalidad exhibe una de las pérdidas más sufrida por la humanidad, Zweig  novelista, ensayista y biógrafo creador de obras fundamentales de la literatura universal, como el insuperable Fouché, “el genio tenebroso”. Antes de morir escribió lo que sería el último texto concebido y ejecutado por el autor:

“Para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal la más preciosa de las posesiones en este mundo. Dejo saludos para todos mis amigos: quizás ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

El escritor español Enrique Vila Matas en su obra “Suicidios ejemplares” nos presenta  “un inquietante itinerario moral a través del tema de la muerte por mano propia, sin sucumbir al suicidio pero sin escapar de él”.  En la tierra del sol naciente también abundan los suicidios de autores famosos.  Por ejemplo, el escritor Yukio Mishima (19251970), de los mejores autores se su país, considerado uno de los más grandes escritores de la historia del Japón, se suicidó el día de su cumpleaños frente a las cámaras de televisión. También es autor de su propia muerte su compatriota, amigo y profesor Yasunari Kawabata, primer escritor japonés que ganó el Premio Nóbel de Literatura en 1968.

El novelista inglés A. Álvarez, en su obra “El dios salvaje: El duro oficio de vivir”,  publicado por la editorial Norma en 1999, realiza uno de los estudios más profundo sobre el suicidio, en el que analiza las diversas teorías sobre el tema y fundamentalmente la de Freud. Álvarez toma como muestra la biografía del suicidio de su amiga la escritora estadounidense  Sylvia Plath (1932-1963), autora entre otros de "El coloso", "La campana de cristal" y "Estudios del natural". Primera poeta en ganar un premio Pulitzer póstumo.

Guy de Maupassant,  genio narrador francés, empujado por la locura a ser autor de su muerte, escribió: "¡El suicidio! Pero si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos. Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado."  A lo mejor argumentos como éstos llevaron al eminente teórico de la siquiatría el húngaro Thomas Stephan Szasz (1920-2012), a que en dos de sus obras se refiera al suicidio, 1. “El segundo pecado” y 2. “Libertad fatal”.

En la primera considera que, “El suicidio es un derecho humano fundamental. Esto no quiere decir que sea moralmente deseable. Sólo significa que la sociedad no tiene el derecho moral a entrometerse por la fuerza cuando una persona decide cometer dicho acto”. En el segundo Szasz afirma: “Cuando llamamos al testamento «la última voluntad», estamos empleando una figura retórica. Nuestra última voluntad legal está habitualmente preparada mucho antes de que fallezcamos. Nuestra verdadera «última voluntad» consiste en la decisión de quitarnos la vida”.

Latinoamérica también es tierra abonada por suicidios, existen muchos casos: el colombiano José Asunción Silva (1865-1896), uno de los más importantes poetas  precursores del modermismo. Los poetas y ensayistas mexicanos Jorge Cuesta (1903-1942), y Jaime Torres Bodé (1902 – 1974), director general de la Unesco. El  autor uruguayo Horacio Quiroga, extraordinario narrador cuyos cuentos  (El hombre muerto, Las moscas,  A la deriva) sirvieron de modelo a escritores como Juan Bosch, Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. La vida de Quiroga estuvo rodeada de muertes de familiares,  su mujer bebió veneno y tuvo una agonía de tres días, él quemó su ropa, destruyó objetos y fotos. Se mataron también sus amigos, los poetas argentinos Alfonsina Storni (1892-1938), recortada por la forma romántica de su suicidio en la canción de Danny Rivera “Alfonsina y el mar” (http://www.youtube.com/watch?v=RAAKIZB-P5M). Y  Leopoldo Lugones (1874-1938), y sus tres hijos. Igualmente se mató la culta  poeta argentina Alejandra Pizarnick (1936-1972).

Las religiones rechazan el suicidio y cuyo castigo es no entrar en el Reino de los Cielos, pero en el ámbito de ilustres pensadores y autores, la automuerte recibe elogios y toques de violines a su favor. Por ejemplo, el escritor y filósofo rumano Emil Michel Ciorán, en su obra “El aciago demiurgo”, algo así como, “la fatalidad del creador”, reflexiona sobre el tema: “Hay noches en las que el porvenir queda abolido, en las que de todos sus instantes sólo subsiste aquel que elegiremos para dejar de ser. «Estoy harto de ser yo», se repite cuando aspira uno a huir de sí mismo; y cuando uno se huye irrevocablemente, la ironía quiere que se cometa un acto en el que se encuentra uno de nuevo, en el que de repente se llega a ser totalmente uno mismo. En esa fatalidad a la que se quiso escapar se cae de nuevo en el instante en que se mata uno, pues el suicidio no es más que el triunfo, más que la fiesta de esa fatalidad”.

William Shakespeare, se preguntó, ¿es pecado precipitarnos a la guarida de la muerte antes que la muerte venga a buscarnos? Pocos le respondieron. Sin embargo, siendo el suicidio la tercera causa de muerte no natural en el mundo, se descubre que no solo en el ambiente de la literatura “todo hombre es el mayor enemigo de sí mismo”.  Para algunos pensadores no habría porqué preocuparse tanto por quienes son autores de su muerte, porque ellos son quienes cargan a la tumba con sus motivos.

Nacer y morir, dos palabras que marcan la existencia en un tramo en el que acontecen diversas formas de fatalidad como el suicidio, que pueden adelantar un viaje del que nadie puede postergar más allá del calendario sin escaparse a su segura sentencia mortal, pues como dice el protagonista de la película “El extranjero”, en la escena en que un sacerdote intenta confesarlo antes de ser fusilado. –¿Estás condenado a muerte? -Sí padre, pero no se preocupe, que todos los humanos también están condenados a muerte.