Esta narración de René de Chateaubriand (1768-1848) es, sin duda, la obra de mayor influencia en la naciente novela hispanoamericana. Publicada en 1801, cuando seguía el régimen colonial español, la obra fue traducida inmediatamente al español, en París, por el mexicano Fray Servando Teresa de Mier quien, perseguido por la Inquisición, se refugiaba en esta ciudad, y por Simón Rodríguez, maestro de Simón Bolívar, quien costea el proyecto convencido del valor de la obra. Sin embargo, la traducción será firmada por S. Robinson, seudónimo del maestro del Libertador, lo que ha dado lugar a debates sobre su autoría.

La importancia de Atala se debe al novedoso planteamiento del indio como personaje romántico, y fue tal su impacto que en los treinta años iniciales del siglo se habían editado diecinueve traducciones al español, de las cuales seis habían salido antes de 1808.  Incluso el primer ministro Godoy se apuntó ese éxito, como una muestra de la modernidad española.

Chateaubriand es uno de los personajes más fascinantes de los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX. Víctima de los excesos y de los fanatismos de la Revolución Francesa, que guillotinó a muchos familiares a amigos suyos, retornó a las raíces del cristianismo. Buscaba una reconciliación con la naturaleza y con los valores republicanos. De su experiencia en América, donde permaneció cinco meses, surge el relato sobre la tribu de los Nachez, que dará forma a Atala, relato que se concibe como parte Del genio del cristianismo, y pretende ser un ejemplo introductorio a los misterios de la vida y la muerte que despertase y explicara el sentimiento religioso en el ser humano.

Atala, publicado antes que Del genio…, casi como anuncio y como ensayo, curiosamente constituirá el punto de partida de la literatura hispanoamericana, a la que ofrece tres aspectos clave: el descubrimiento del paisaje, la importancia del relato oral y la visión de la otredad, del indio como buen salvaje. Porque América ha venido siendo siempre una invención literaria.

En este contexto, que resultará fundacional, la mujer americana sólo posee cualidades positivas; mezcla de ingenuidad, pureza, virtud, lealtad, valor y fervor religioso, es capaz de sacrificarse por amor e, incluso, de morir, antes que faltar a los votos de castidad. El personaje Atala, resultado del mestizaje, convertida al cristianismo por decisión de la madre, es hija del español Felipe López, quien a su vez es padre adoptivo de indio Chactas, al que educa con esmero en los valores de la civilización europea, que este rechaza para volver al estado salvaje. Al mismo tiempo, René, el europeo a quien se cuenta la historia, es un joven que desea ser admitido como guerrero de la nación indígena de los Nachez.

Al lado de los protagonistas aparece el padre Aubry, misionero que encarna los valores cristianos. Él reflexionará sobre la función de la mujer junto al lecho de muerte de Atala, remontándose a Adán y Eva a quienes, sin duda salvajes, estaba destinado el paraíso. Sobre las primeras relaciones de las que descendemos todos, le dirá,  “la mujer se casa llorando y renueva sus dolores cada vez que es madre”, dolores de los que no se salvan ni las grandes damas amadas de los reyes, que también pueden preferir la paz del claustro para sujetar “la carne rebelde, cuyos placeres no son sino dolores”.

Los personajes de Atala no son totalmente salvajes ni absolutamente civilizados y, sin embargo, resultan ejemplos de la bondad y de la felicidad de los seres que siguen los mandatos de la naturaleza. Y en América se encuentra esa pureza que la literatura posterior querría descubrir, y que ni siquiera la novela indigenista llega a percibir.