Célebre por Memorias de Adriano, obra publicada en 1951 y traducida pronto y magníficamente al español por Julio Cortázar, Marguerite Yourcenar (1903-1987) se formó en la lectura de los clásicos, a los que quizás deba la sobriedad de su prosa, y por la pasión que Italia siempre despertó entre los intelectuales y artistas europeos. Maravillados por la elegancia que rodeaba a los nobles italianos, y por el clima y la pureza del cielo, los viajeros de los siglos XVI y XVII introdujeron en sus países lujos desconocidos antes, que evocaban glorias representadas en el arte.
Yourcernar realizó ese recorrido iniciático en 1925, cuando pasó unas semanas de primavera en Nápoles. Antes que ella, viajaron a Italia Byron, Goethe, George Sand o Stendhal, quien expresa en La cartuja de Parma su pasión por el Renacimiento. En Anna, soror… Yourcenar nos instala en Nápoles en 1575, dentro el reino español de las dos Sicilias.
La narración nos sitúa en casa de Don Álvaro, casado con una noble italiana, la bella Valentina, con quien tiene dos hijos. Da cuenta del lugar de la mujer, marcado por la desconfianza de los hombres, que la condenan a una existencia claustral. Obviamente no era el caso de las aldeanas del servicio doméstico, ni de las labradoras que debían contribuir al sostenimiento de la familia. Lo que tradicionalmente se expresa en la literatura es el lugar de las mujeres de la nobleza desde la moral, la política y la economía. Estas deben aportar una dote, dar hijos y administrar la casa. Pero Valentina tiene inclinaciones intelectuales y se dedica a la lectura de clásicos que comparte con sus hijos Ana y Miguel.
Don Álvaro, hombre solitario entregado a las obligaciones de su cargo, solo se preocupa de que Valentina no ponga nunca en tela de juicio su reputación. Prácticamente la encierra para evitar que inspire composiciones petrarquistas por parte admiradores y, antes que prestarle atención, prefiere las aventuras con prostitutas o el intercambio de favores relacionados con el poder.
Claro es que algunas mujeres encuentran una válvula de escape frente a los rígidos preceptos impuestos por la costumbre y supervisados por la religión. Ciertas damas guardan las apariencias, mientras cultivan el espíritu con libros de estoicos como Séneca o Cicerón, con la Biblia latina o los místicos españoles. Algunas lecturas despiertan sensualidad y abandono ante la contemplación de la belleza, pero también pueden llevarlas a renunciar a la felicidad, para no poner en riesgo los valores bajo los cuales se rigen.
Es lo que le ocurre a Ana con su hermano Miguel a quien está unida por un deseo incestuoso que la consume y que solo podrá resolverse con la muerte de este. La atracción sexual, de la que ambos son conscientes, se personaliza en la imagen alegórica de una víbora que muerde el corazón de los hermanos amantes, cuyo pecado condena a la infelicidad. La historia aborda el lugar que también le corresponde a Ana en el hogar, bajo el dominio de un hombre que no ama, frente a unos hijos a los que no se siente en verdad unida y con el recuerdo de un amor imposible y pecaminoso.
Ana, al final de sus días, encontrará el refugio seguro del claustro en un convento donde podrá olvidarse de sí misma, que es lo que sugería en aquella época un libro fundamental como La perfecta casada, de Fray Luis de León, escrito, precisamente, en 1583. Yourcenar busca una solución de retraimiento, penitencia y reposo, ésta del convento, que es un tópico literario que ya vimos en una novela del siglo XIX, Elia, de Fernán Caballero. Ya Hamlet se lo había recomendado a Ofelia.