Anacaona, figura fundante de la nación dominicana, inspira una literatura y una iconografía que exalta sus cualidades. Por su belleza y talento, esta mujer conquistó a quienes la conocieron, empezando por Bartolomé Colón, cuyas impresiones se recogen en crónicas, como la de Pedro Mártir de Anglería, quien la describe “graciosa, prudente y de gran ingenio”.

Dibujo que representa la muerte de Anacaona, ahorcada.
Dibujo que representa la muerte de Anacaona, ahorcada.

Salomé Ureña, en el momento más alto de su trayectoria como educadora y poeta, compone, 1880, la elegía Anacaona. La más clara inteligencia del país exaltaba el progreso y el patriotismo, cuyos orígenes fijaba en los añorados parajes de la historia, en Quisqueya, tierra de los taínos, acogedores y amables.

Reina y poeta, Anacaona rindió homenaje sus dioses y a sus héroes con  areitos, al tiempo que daba lecciones de juicio y buen gobierno, así se integra la historia trágica de los comienzos, al ser ejecutada por Nicolás de Obando en 1504. Como una Venus, emerge de aquel paraíso en estos versos de Salomé Ureña: “De regia estirpe, sencilla y tierna, / como las flores, hermosa y pura, cruzaba ufana por la llanura / cantando alegre su juventud”.  Es una elegía en las que  se combinan versos de arte mayor con versos de arte menor, propios de la tradición española, para traer al presente las gestas de la cantora del pueblo quisqueyano.

Sorprendente es que en el homenaje a Anacaona se adelantara el poeta alicantino Juan Vila y Blanco en 1856, quien descubre a la cacica taína al leer Vida y viajes de Cristóbal Colón, de Washington Irving. Sin haber pisado tierra americana, el poeta se emociona con las descripciones de los cronistas que subrayan la hermosura y heroísmo de Anacaona. El propósito de Vila y Blanco es alcanzar el equilibrio entre lo bello y lo trágico, entre vencidos y vencedores. No es gratuito que, al explicar los motivos de la leyenda, introduzca los memorables versos del poeta Quintana en los que lamenta el trato dado por los españoles a los pueblos americanos. Vila y Blanco, cierra su composición cuestionando la pena de muerte, así como la orden de ejecución de Anacaona en nombre de Isabel La Católica quien, a su juicio, no tenía ninguna autoridad sobre otra reina.

La larga composición de cuatro cantos en octavas reales, entre las explicaciones históricas, pone en boca de Anacaona palabras de perdón para sus verdugos, un gesto digno de su grandeza y majestad. De ningún modo se despoja de una visión que proyecta en tierras americanas el mito del buen salvaje, pero hay en él también la idea de justicia universal compartido por los positivistas: “Admira hallar tan raras cualidades / en indiana mujer. Dónde lecciones / pudo adquirir  su artística cultura / donde aquel razonar digno en cordura”. Así se sumerge en una tierra que no conoce y de la que siente curiosamente nostalgia, un sentimiento basado en una erudición poco común, que se sitúa en un horizonte de lecturas que pasa por La Araucana, La canción de Rolando y otros poemas épicos.

Seis años antes Juan Vila y Blanco había publicado un libro, Estrellas, con 35 sonetos dedicados a nombres de mujer, que ha despertado en mí el deseo de comentar en esta columna periodística las narraciones con nombre de mujer que he acumulado en los últimos años. No es gratuito que empiece con la bella y sabia Anacaona, que supo guiar a los suyos con grandeza y majestad.

Consuelo Triviño Anzola
Consuelo Triviño Anzola es novelista y ensayista colombiana. Entre sus novelas destacan Prohibido salir a la calle, La semilla de la ira y Transterrados. Su próxima novela, Ventana o pasillo (en prensa, Seix Barral). En la Biblioteca Dominicana Básica, de Editora Nacional, ha publicado una edición de la poesía de Salomé Ureña.

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