A Margó y Bacho, por todo lo aprendido, comenzando por la idea de gratitud hacia los justos.

De la amistad no se han dicho grandes cosas en la historia del pensamiento que no lo haya sabido ya la gente del común. Como si la condición de amigos, y la práctica amical como tal, suministraran a quien la posea o la cultive, el conocimiento conceptual suficiente de la cosa amistosa, y le confiera de paso autoridad legítima para definirla a su manera, pero con puntos mayoritariamente compartidos sobre qué cosa es y no es amistad. Dicho en otras palabras: la amistad es una de las (pocas) piezas clave de la humanidad en la que los grandes sabios no han ido mucho más lejos de lo que casi todos sabemos al respecto.

La filosofía nos dice que no sabemos de algo hasta que logramos nombrarlo. Ir de la mera vivencia a la trabajada experiencia, es llevar lo sentido a lo pensado a través del umbral del lenguaje. La noción de “amistad” dice muchas cosas a la vez, sus acepciones son múltiples, de acuerdo a la devaluación que ha sufrido su uso en las sociedades contemporáneas. La amistad, desde el punto de vista sociológico, sería esa institución de la cultura, que relaciona a dos personas, estableciendo entre ellas un comercio de afectos que se corresponden entre sí, bajo términos más o menos acordados, aunque siempre aceptados voluntariamente por los participantes en la relación. La amistad como tal, diferente a la relación familiar o amorosa (conyugal o de parentesco consanguíneo o no), es una de esas actividades de la humanidad en la que el ser humano posee mayores márgenes de libertad en su realización. Se caracteriza por una serie de propiedades específicas en las que no existe la correlación de poder que suele reglamentar las relaciones familiares jerárquicas o las que concursan en el juego del amor romántico, donde la relación se sostiene esencialmente en una distribución desigual de poder de uno sobre el otro. La amistad sincera, y no una mera relación de intereses, sería la negación de esa asimetría, donde ambas partes se reconocen y asumen una equivalencia que procura el bienestar de estar, aún no estando en el sentido tradicional. En su Ética a Nicómaco, Aristóteles establece tres categorías de amistades: la que proporciona placer (Ej: entre adolescentes); la que proporciona utilidad (ej: entre vecinos); y la virtuosa, esa que se sustenta en la estima y reconocimiento de calidades específicas entre las dos personas entre sí.

Sagrada Bujosa, Amaury Germán Aristy, Raúl Pérez Peña (Bacho) y Enma de Bujosa, finales años 1960 (Fuente externa)
Sagrada Bujosa, Amaury Germán Aristy, Raúl Pérez Peña (Bacho) y Enma de Bujosa, finales años 1960 (Fuente externa)

Muchas formas de amistad virtuosa pudieran ser mencionadas, pero hoy quiero esbozar algunas ideas sobre la amistad cuando ésta ocurre en condición activa de militancia política revolucionaria, y es decir, bajo ciertas condiciones extremas que ponen a prueba las definiciones y dimensiones ordinarias con las que solemos abordar la idea y práctica de la amistad. Si la amistad es un asunto de dos, qué sucedería, por ejemplo, cuando esa amistad trasciende la fórmula tradicional, y por alguna razón, como puede ocurrir en escenarios de revolución, una de las partes muere. Aquí la problemática: si una amistad es entre dos personas, tomando la idea griega de persona, como la máscara social del individuo, es decir, su tarjeta de presentación que le otorga droit de cité (razón de existir) en una comunidad, entonces, al igual que las tarjas en los cementerios, el individuo puede morir, pero no desaparece su persona, es decir, la existencia misma de su vida no puede ser borrada, y la presencia de su recuerdo entre los vivos prevalece. Porque detrás de la idea de persona, así lo presenta cierta antropología filosófica tomista, se encuentra la idea de trascendencia, una aspiración que la sociología documenta como práctica general y ordinaria en los agentes sociales: nadie quiere ser olvidado, todos solemos querer ser de alguna manera u otra recordados en nuestro paso por la vida. La memoria de los afectos suele ir con el tiempo desvaneciéndose. Pero, si por el contrario, lo que queda no es mera reminiscencia, sino un verdadero recuerdo que convoca, y desde el cual el vivo vive viviendo y construyendo su presente, qué tendríamos como historia.

Para abordar estas cuestiones, tomaremos como materia prima cuáles son los resortes de la fraternidad que se da en la propia lucha revolucionaria; cuál es la naturaleza de la amistad cuando se vive dentro de un proceso de lucha revolucionaria. En un segundo momento, pensaremos qué sucede con esa amistad especial que se forja en procesos de lucha, cuando sucede  la muerte de una de las partes. Cómo ella se transforma en otra cosa (más) que un mero recuerdo. Este escrito se sostiene desde el testimonio de una praxis de amistad entre un sobreviviente de la lucha revolucionaria, y su relación con sus compañeros caídos en esa misma lucha. El sobreviviente es mi padre, y los caídos, son sus compañeros de revolución. Eso pone en riesgo que el relato se haga hagiográfico y de paso pueda tener visos de apología. Pero no, en esta ocasión, expongo un testimonio familiar, y desde él, tataré de pensar y objetivar un poco sobre la idea de amistad, y los alcances de ella cuando se realiza bajo condiciones muy particulares.

Bacho, con Eugenio Perdomo, hijo de Virgilio. Foto tomada por Virgilio Perdomo (Fuente Externa).
Bacho, con Eugenio Perdomo, hijo de Virgilio. Foto tomada por Virgilio Perdomo (Fuente Externa).

1/La fraternidad en una militancia revolucionaria

La psicología desarrollista en Estados Unidos hizo algo muy interesante hace ya un par de décadas. Observó el tipo de condiciones de vida de la mujer, bajo los imperativos que les exigen sociedades de dominación masculina. Estudió sus quehaceres, sus funciones, y sus actitudes cotidianas Y de todo eso, extrajo la moral subalterna, es decir, el conjunto de valores con el cual las personas se conducen, asignándole a cada acción tal valor de aprecio o desprecio, y que se construyen como producto de la condición subalternan en la que viven. De eso surgió toda una escuela de pensamiento, todo un campo de estudios: la ética del cuidado. Para los académicos que lo han trabajado, la ética del cuidado es el conjunto de preceptos coherentes entre sí, que rigen cómo administran ciertas categorías de personas sus principios de vida y acciones. La condición femenina fue la primera categoría trabajada desde esta perspectiva, sobre todo en las acciones en las que la mujer cuida de personas: hijos, esposos, padres, etc.

Desde entonces, la ética del cuidado se ha trasladado a otros tipos de poblaciones que sin ser mujer, actúan bajo similares criterios de resistencia ante sistemas de dominación como el que las mujeres se encuentran cuando desarrollan políticas de resistencia. Así, el adjetivo “femenino” (como figura representativa de los dominados), señala todas esas cualidades que frente a lo “masculino” (como nombre representativo de los dominantes), la mujer suele desarrollar, brindando a su entorno apoyo donde hay desamparo, brindando generosidad donde hay egoísmo, brindando rebeldía donde hay conformismo, brindando inteligencia donde hay brutalidad, brindando paz donde hay guerra, brindando protección donde hay abuso. La política de resistencia del dominado frente al dominante, esa del débil frente al fuerte, del humilde frente al opulento, del revolucionario frente al orden establecido, termina produciendo una ética de solidaridad y cuidado cuando la realidad se vive en condiciones de dificultad o asedio.

Manuel Tejada Florentino, el legendario médico de Salcedo, miembro del movimiento clandestino 14 de junio, y muerto en las cárceles trujillista como consecuencia de las torturas recibidas, le pidió antes de ser apresado, a su amigo y colega de profesión, el doctor Angel Concepción, lo siguiente: “Si me llegara a pasar algo, cuida de mis pacientes. Te los encargo. No los abandones”

Así, si la solidaridad es mucho más practicada en la pobreza que en contextos de riqueza, es porque la necesidad produce una ética de la sobrevivencia, donde se depura lo esencial de lo accesorio. Así mismo ocurre con la lucha política revolucionaria en tiempos de contrarrevolución hegemónica.

Durante toda mi vida, he escuchado mucho de voz de mi madre, los relatos sobre la vida durante los 12 años de Balaguer, tiempo de plomo para los partidarios de ideales revolucionarios. Luego del lapso democrático del gobierno de Bosch y la Revolución de 1965, la Reacción dominicana había instaurado en el país la contrarrevolución en los estamentos de poder político de la República. La clandestinidad, la persecución, la represión, la cárcel, y finalmente el asesinato, eran los destinos usuales que le esperaban a quienes combatían desde diferentes dinámicas al orden conservador balaguerista y propugnaban un cambio de régimen. Previo al casamiento de mis padres en 1974, la lucha clandestina ya había vivido sus momentos más difíciles. Los revolucionarios eran selectivamente perseguidos cuando no asesinados de manos del Estado, pero frente a todo eso, un sistema informal de apoyo a la lucha y a las consecuencias de esa lucha revolucionaria, eran desplegados en comunidad por las familias de muchos militantes. Mi madre me cuenta que nunca sintió en su vida más solidaridad y generosidad que lo que vivió y vio hacia otros en ese momento. Desde que mi padre era perseguido o caía preso, un Jottin Cury o un Abel Rodríguez, asumían la localización de su paradero y la defensa y cuidado de la casa. Me cuenta mami que nunca olvidará las vicisitudes que cercaron en ocasiones a los hijos del Moreno y de Carmen Mazara, en Ciudad Nueva; o lo vivido por doña Grecia, cuidando sola a sus nietos, los hijos comunes procreado por su hija Miriam Pinedo y Otto Morales. Me relata cómo nací en el medio de muy difíciles condiciones económicas, gracias al gesto del doctor Homero Pumarol, médico guerrillero en el frente del Este en el alzamiento de 1963, quien en plena fraternidad realizó el parto de manera gratuita. Meses más tarde, mi madre en agradecimiento, le regaló un traje de vestir, comprado con el esfuerzo de todo un año. Sin el doctor Jaime Socías, la leche para alimentarme hubiese sido un bien raro en mi casa. Miguel Coco, Polon Méndez, Mumú, Ivelisse Acevedo, Rochi, son solo algunos ejemplos de esos compañeros y compañeras de mis padres que convivían y sobrevivían juntos, que resistían y compartían, que creían en el socialismo, que vivían el socialismo entre si, y que combatían con la vida, por una sociedad socialista. Mientras la revolución resistía como podía, buscando la toma del poder político, o por lo menos sobrevivir a la furia balaguerista, una república de la amistad se instalaba entre muchas familias de los revolucionarios y revolucionarias. A mi padre también le he escuchado decir que, a pesar del peligro de muerte, nunca fueron aquellos años más compartidos, más desprendidos, más entregados a una causa común por y para los humildes y la justicia social. Esos hombres y mujeres que se despojaron de sus proyectos individuales, que abandonaron toda idea de acumulación patrimonial, para entregarse, como los trinitarios fundadores de la República, en cuerpo, bienes y futuro a la causa de la justicia social.

Allí se forjó un tipo de amistad entre ellos que no tenía mucho tiempo para lo que usualmente se hace en la amistad: compartir tiempo ocioso, disfrutar de la presencia, estar entre si. Por eso, he querido acompañar estas líneas de fotos que me son muy importantes, porque muestran a revolucionarios en la flor de la juventud, una cohorte de aguerridos combatientes, que también tenían tiempo para querer, para escuchar a la Lupe, para hablar de pelota, para vestir algún look especial, para compartir con los hijos de sus amigos que iban naciendo.

Era esa juventud, que se forjó en medio del fuego, que impresiona, no solo porque compartían luchas, y trincheras, y principios, sino porque había un respeto de quien entraba en su rol de revolucionario activo, lo cual le asignaba posesión de ciertas características que inspiraban alta estima, admiración entre si, reverencia hacia el compromiso y la integridad de quien lo ejercía. Así fue poco a poco, forjándose en mi padre, que es la historia de la que puedo hablar, una relación muy especial con sus compañeros y compañeras de lucha.

Exenta de cursilería, los testimonios que me llegan nunca se detienen en detalles o anécdotas accesorios. Siempre se hacen sobre el compromiso político y la gran admiración de los ideales y principios y cualidades de esos amigos, pero también las excepcionales cualidades humanas que poblaban esos seres. Así llegan los anécdotas de Amín Abel, el brillante estudiante, de la bonhomía de Virgilio Perdomo, de la inteligencia y el humor de Amaury Germán, de la galantería de Juan Miguel Román, de la entereza moral de Eberto Lalane José.

Ese recuerdo, no esta desprovisto de oxígeno. Es un recuerdo vivo que no solo se lleva en la práctica personal, sino en el ejercicio de defender con todo, la fortaleza de recuerdos, de esa embestida neoliberal que se ha ensañado contra ellos, aún después de muerto por vía de la indiferencia o silencio deliberado del presente al pasado. No solo los desaparecieron físicamente, sino que desde hace ya décadas, que las clases dirigentes del país ha buscado que desaparecer de la historia que se enseña, sus ejemplos. Y todo porque la ausencia de esos paradigmas permitiría que se instale entre nuestros jóvenes, ese cinismo neoliberal, como diría la poeta Chiqui Vicioso, indispensables para la forja de los sujetos neoliberales que queden a las órdenes del orden imperante.

Raúl Pérez Peña (Bacho), Virgilio Perdomo y Andrés Acevedo, en Playa Ciudad Caribe, a finales años 1960 (Fuente externa)
Raúl Pérez Peña (Bacho), Virgilio Perdomo y Andrés Acevedo, en Playa Ciudad Caribe, a finales años 1960 (Fuente externa)

2/ El recuerdo como política de la amistad revolucionaria.

Quienes militan por una revolución verdadera, como decía el Che, saben que a ellas se va a vencer o a perder, con muy pocas salidas de emergencia para la segunda, y con una probablidad alta de desaparecer en el intento. Los riesgos son superiores, y ellos marcan todas las acciones de un revolucionario. Se sabe que en cualquier momento, la vida, todo eso por lo que se lucha, se encuentra a un pelo de perderse. Esa es la gran paradoja del revolucionario: lucha por la vida al precio posible y probable de la muerte. En ese esquema, el revolucionario crea todo un panteón de los que van cayendo, no solo para rendirle a los muertos sus méritos, sino como arenga para continuar.

A un proceso revolucionario ilegalizado no se va como se va al colmado, a un trabajo con horario o incluso a una contienda electoral donde las reglas te garantizan al menos una previsibilidad probable. En procesos de lucha revolucionaria, las ofertas de vida, de planificación, tiempo y ritmo, quedan reducidas a una línea de angustia e incertidumbre permamentes. Siempre en guerrilla, frente a un enemigo que siempre será materialmente superior, el revolucionario tiene que hacerse de un parque espiritual (motivaciones) también superior a sus propias fuerzas materiales, y mayores aún en equivalencias a las del adversario o enemigo. Esa mística requerida hace que a una trinchera revolucionaria, sea en tiempos de plomo o en tiempos de paz burguesa, no se pueda ir con cualquiera como compañero(a). Porque el asedio disuasivo es permanente, como lo canta Silvio en la historia de la sillas, las figuras de rendición, de deserción, se encuentran latentes ofreciédose al espíritu menos convencido. Incluso la posiblidad de la delación o la traición. Pero, también está la idea de la duración del combate revolucionario, que no es un asalto puntual a las estructuras de poder. Asaltar el cielo, como decía el poeta, toma tiempo. De ahí, que la amistad queda para el revolucionario como el primer recurso de confianza, el principal como munición de sustento, y el último como recurso de esperanza.

Cuando nos encontramos en territorio donde el enemigo juega como home club, el subversivo juega como visitante, con las reglas que le son naturales al adversario, y que para el revolucionario suelen ser escasas de tenencia y las dinámicas del campo distintas a las propias. Usualmente, el revolucionario se enfrenta a una maquinaria de Estado, preparada para sofocar cualqueir conato o fuente de insurrección. La confianza es vital entre combatientes en términos de seguridad y eficacia de operaciones. En cuanto al sustento, lo es todo. La amistad en la lucha, va mucho más allá de cualquier ética universal del combatiente, porque engrandece mutuamente el compromiso, fortalece la resistencia, aún sea en el silencio de la amistad que nunca se nombra pero que siempre se expresa por vía de expectativas cumplidas.

Pero, la amistad también queda como ese soporte afectivo, ese vínculo moral que prevalece cuando todo se ha perdido, cuando a pesar de todos los pesares posibles, aquel sentimiento grande provee esperanza de victoria mientras haya posiblidad de combate. Porque cuando se pierde a un combatiene compañero amigo, se reconoce en él la virtud de la lucha misma, encarnada en la implicación del que la lucha. Cuando muere el amigo revolucionario, para el sobreviviente quedan los sueños pendientes, y las consignas en la punta de la lengua, y los anhelos flotando en el aire, y la impotencia presente como el asbesto, y la tristeza con su vaivén jornalero. ¿Dónde están mis amigos, mis compañeros, mis hermanos? ¿Cómo proseguir el combate, faltaría abandonarlo? Qué es un revolucionario sino luchar hasta el final. Cómo hacerlo a la altura, por ejemplo, de Los Palmeros, aún sin ellos. Cómo, aún después de muertos, la amistad de vida permitiría ensanchar nuestras propias capacidades mermadas por el duelo o por la ausencia de ellos. Al hacerlo, puede contribuir a la continuidad del combatiente sobreviviente, aún en tiempo de paz burguesa.

Mi padre, Raúl Pérez Peña, Bacho, ha continuado con los medios que le ha podido arrebatar a la vida conforme, con una tropa de recuerdos inquebrantables hechos compromisos, con una escuadrilla de razones verde y negro para seguir sublevado, sea escalando diariamente sus Manaclas urbanas, o haciendo de cada jornada una cueva llena de 12 de enero. No es jactancia, de todas maneras hace rato que la revolución “pasó de moda” dentro de las formas correctas que el protocolo del orden establece como lo “in” y lo “out” en nuestro presente neoliebral. No es tampoco nuestra intención encontrar una justificación a un presente. Es sencillamente comprender una acción que está basada en una cierta idea amistad, en ese compromiso incorruptible de los afectos, en esa lealtad plena, íntegra con el amigo caído, con el hermano querido, con Amaury y con Virgilio, con Ulises y con La Chuta, para continuar junto a ellos, como el pintor de las mujeres soles de Silvio Rodríguez, que solo pedía paredes para sostener sus cuadros.

Cuando niños y adolescentes, junto a mis hermanos Amín y Amaury Geordano, mis padres nos llevaban como rutina de fin de semana a pasear. Era un paseo especial: visitábamos sábados y domingos en las tardes unas casas muy particulares, todas vinculadas a una amistad que prevalecía más allá de dos seres vivos.  Llegamos a las casas de los amigos caídos de mis padres: allí estaban con su melena blanca, con su bata de faena siempre enganchada, doña Chea Rancier, viuda del combatiene Ponono Minaya, caído combatiendo al lado de mi padre en el Frente Gregorio Luperón en diciembre de 1963; estaba doña Elisa José, madre de Eberto, Eugenio como segundo al mando del esfuerzo de Caracoles en 1973. Ahí compartíamos en esas casas donde algo grande faltaba. Eran tardes que trataban de ser normal, pero un torrente subterráneo de tristeza habitaban esas casas sin el padre que debió estar ahí, sin el esposo, sin el hijo, sin el hermano ausente. No era difícil entender las motivaciones que sostenían todo aquello. Por eso no era de extrañar la cantidad de Amaury, Amín y Juan Miguel que han sido nombrados en subsecuentes generaciones de jóvenes, en admiración a aquellos hombres. Pero no solo era un compromiso con sus compañeros, y ese es el punto destacable, era continuar en tiempo de paz burguesa, con la misma solidaridad, o al menos dolencia, como la suerte de las familias de los compañeros caídos. Esa es la actitud femenina mayor de la amistad. A la viuda, a la hija que quedó huérfana, a la madre que perdió a sus hijo, ahí queda el compañero levantando banderas y acompañando. Una de las paradojas de un revolucionario como Bacho, y así muchos otros, es que a pesar de sus convicciones ideológicas, queda la cantidad de misas a las cuales ha de seguro asistido, acompañado a los familiares de sus compañeros en las celebraciones litúrgicas que le ofrecen a los ausentes.

Para Bacho, sus esfuerzos no se limitan a continuar solo combatiendo las injusticias sociales, también está la lucha contra el olvido histórico de sus compañeros y de la naturaleza específica de sus grandezas, como una especie de disciplina moral que mantiene a esos compañeros siempre presentes, en las páginas de los periódicos, en el recuerdo de la gente, hasta donde se pueda, rompiendo el cerco de la contrarrevolución gobernante. Todo ello, refleja una dimensión de la amistad usualmente poco explorada.

Una vez, un catorcista me recordaba un hecho que refleja ese tipo de amistad, donde uno de los dos amigos cae muerto y otro levanta la bandera del caído y la lleva como vida. Manuel Tejada Florentino, el legendario médico de Salcedo, miembro del movimiento clandestino 14 de junio, y muerto en las cárceles trujillista como consecuencia de las torturas recibidas, le pidió antes de ser apresado, a su amigo y colega de profesión, el doctor Angel Concepción, lo siguiente: “Si me llegara a pasar algo, cuida de mis pacientes. Te los encargo. No los abandones”. Por más de 50 años, Angel Concepción se encargó de manera rigurosa de los pacientes del Dr. Tejada Florentino. Y cuando ya sus energías vitales no le permitían desplazarse por su edad, para atender a esos pacientes y la comunidad a la que servía, el doctor Concepción le pidió permiso a la familia de Tejada Florentino para cesar la promesa política y profesional que le había hecho a su amigo y compañero de luchas. Qué era lo que hacía Angel Concepción actuando así: ¿solo cumplir una promesa, o continuar una amistad con su amigo Manuel Tejada Florentino, que aún después de muerto, se mantenía vivo en la memoria y en el corazón lleno de admiración que le profesaba el doctor Concepción? Esas evidencias nos vuelven a recordar aquellos versos de Bonifacio Byrne: “Si deshecha en menudos pedazos/ llega a ser mi bandera algún día/ Nuestros muertos alzando los brazos/ La sabrán defender todavía”.

Ulises Cerón Polanco y Bienvenido Leal Prandy (Fuente externa)
Ulises Cerón Polanco y Bienvenido Leal Prandy (Fuente externa)

La lucha revolucionaria, no solo por un principio ideológico de fraternidad, sino por una resguardo afectivo con la persona y el compromiso a la vez, suele tener en la amistad, el depósito, la casa, el almacén de parque de resistencia y lucha, porque solo se aguanta un cerco como el que suelen tener los revolucionarios en tiempos no revolucionarios, con la fuerza concreta del recuerdo que se proyecta al futuro, ante lo abstracto de los principios. Por la dureza del combate, la política de amistad, como decía Derrida, te brinda las fuerzas necesarias para personificar los principios. Como diciendo: yo lucho por una sociedad más justa, que era la lucha por la cual lucharon  Amín, Amaury, Eberto, Juan Miguel, para solo citar unos cuantos. Ese recuerdo es femenino, es el lado diferente de la vida, el que no olvida a nadie y se ocupa de todos, sobre todo de los más vulnerables.

Toda revolución será femenina o no lo será. Femenina como contradicción a la tradición de todos esos adjetivos propios de la dominación que mencionábamos más arriba. Toda revolución será subversiva, si es de resistencia y si busca transformar los valores hegemónicos de una sociedad egoísta como la capitalista, a una que establezca mediante sus instituciones, dinámicas menos crueles y más protectora de lo esencial de la gente para vivir dignamente en fraternidad. Pero para llegar a ella, resultaría difícil no hacerlo desde las dinámicas que ella ideológicamente se propone como sociedad. Así, una política de la amistad sería la quintaesencia de cualquier dinámica de lucha, porque ella permite la coherencia entre el proceso y los fines. Pero, sobre todo, no debe olvidar la izquierda que detrás del sentimiento de justicia social y dignidad, existe el ideal de una sociedad fraterna, que no solo pasa por una redistribución solidaria de los impuestos, sino por una sociedad de relaciones interpersonales de amistad, donde el otro soy yo, es decir, basada en el afecto sencillo que no tiene que ver con relaciones de poder.