SANTO DOMINGO, República Dominicana.-El sacerdote y economista José Luis Alemán consideró que la incorporación de la economía dominicana a una economía de libre mercado serviría de cabeza de playa para superar una estructura de poder basada en relaciones primarias, familiares, y encaminar así al conglomerado nacional hacia una forma de civilización más solidaria, justa y plena de sentido. Pero se equivocó (“temo que me equivoqué”). Las relaciones de mercado no establecen ni promueven confianza ni amistad ni cohesión y menos aún espontaneidad entre los actores.
Progreso iluso
La falta de “cohesión social”dominicana sobre la que tanto reflexionó Alemán ineludiblemente conduce a una sociedad para la cual la vida humana se agotaen la mera posesión, ostentación y fugaz consumo indiscriminado de cosas. En ese contexto se actúa siempreen función de intereses individuales. Las personas dejan de ser un fin en sí mismas, para terminar siendo objetos útiles, como si únicamente fueran cosas a manipular y explotar.
Lejos ya de las sociedades hateras y campesinas de antaño, advierte que una nueva generación experimenta y comprende la actividad económica y el progreso al margen de la felicidad, la solidaridad y el bienestar comunitario. Inexplicablemente, se ha roto con todo lo que en el pasado inducía y facilitaba que los dominicanos se identificaran con sentido en un Nosotros común.
No logró reconciliar aquella doctrina eclesial y sus orientaciones preceptivas con las exigencias heurísticas y casuísticas de un sistema moral de presión, heredero de Aristóteles, de Santo Tomás y de Suárez; y menos aún con una moral tipo “aspiracional”, según se lo propusiera Henry Bergson. Pero no porque doctrina eclesial y sistemas morales fueran en principio irreconciliables, sino porque no culminó dicha reconciliación.
Atrás queda la generación de la revolución, al menos la del año 65, y asciende una que convive con el sin sentido, carencia de valores y ausencia de trascendencia alguna. El fuego transformador de la realidad popular se apaga con el agua de la desilusión o de la migración, en medio de una multitud de hechos sin sentido ni valor ni trascendencia alguna.
Previendo el final que espera a esa nueva generación que él bien conoció al menos en las aulas universitarias y entre esforzados campesinos en proceso de emigración, el Padre Alemán apeló una y otra vez a la ética, con su rosario de valores, como forma de encontrar sentido a la existencia. Y calificó dicha ética de social, para darle cabida en ellaa un sistema axiológico más próximo a los valores derivados del Evangelio.
Una nueva moral
Con ese propósito en mente, además de su labor de economista, expuso intuitivas consideraciones a partir de textos neo testamentarios (Mateo, Hechos de los Apóstoles, cartas a los Colosenses, Efesios y primera de San Juan), escudriñó la moral calvinista y la ética del trabajo de Max Weber, y reconoció el alcance de la intercomunicación de Jürgen Habermas y en particular la justicia como equidad de John Rawls.
Otras tantas veces, se valió y apoyó en la doctrina social de la Iglesia Católica. Encíclicas papales desde tiempos de Pío IX, León XIII, Pablo VI y los santos Juan XXIII y Juan Pablo II alentaron en él la consecución de dicho propósito.
Aquí y allá hurgaba y buscaba la construcción de un pensamiento que le permitiera completar su propósito original, –en el horizonte de la tradición de los misioneros jesuitas en la China del siglo XVII–,en una “moral no teológica” capaz de unificar el sentido y el quehacer de los dominicanos, independientemente de sus diferencias e intereses encontrados, en un universo de sentido y de valores comunes.
A pesar de tanto empeño, esa “moral no teológica” quedó como tierra prometida atisbada desde lejos por Moisés,pero fuera de su alcance conceptual. No logró reconciliar aquella doctrina eclesial y sus orientaciones preceptivas con las exigencias heurísticas y casuísticas de un sistema moral de presión, heredero de Aristóteles, de Santo Tomás y de Suárez; y menos aún con una moral tipo “aspiracional”, según se lo propusiera Henry Bergson. Pero no porque doctrina eclesial y sistemas morales fueran en principio irreconciliables, sino porque no culminó dicha reconciliación.
Ética de aspiración
Alemán, por su fe católica, sabía en Quién creía y qué valoraba. Asumió su misión como los jesuitas en China, y, al igual que a éstos, aunque por otras razones, no le cupo la gracia de coronarla iniciando una escuela de pensamiento y de discípulos, –como por ejemplo la Escuela de Frankfurt que conoció en sus días de formación–, que ayudaran a expandir y a dar continuidad a su obra intelectual en medio de la realidad nacional, latinoamericana e internacional.
Escribió que la nueva ética que el país reclamaba pasa por una ética de aspiración sin la cual hay pocas posibilidades de una justicia social en el país. Esa ética requiere según él de un reformador visionario y un grupo de convencidos contagiados por la perspectiva de una nueva forma de ver la sociedad y que rechace convertirse en un caudillo omnipotente.
Sin embargo, su esfuerzo quedó a las puertas del futuro. Con extrema humildad, finalizó su obra sentenciando, no sólo que había cometido errores, sino que su exposición a propósito de la justicia social en la República Dominicana sólo fue “aproximativa y demasiado abstracta”.
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