Los que no somos de la religión del Profeta vemos con un asombro preñado de admiración, el que fuera de las mezquitas y al toque de la oración, centenares de árabes se agrupan en una especie de oratorios públicos –instalados a tal efecto en estrechas y cortas calles– y desplegando sobre el suelo los tapices de oración dirigen sus preces a Allah.
Estos oratorios están ornamentados con cortinas, alfombras y brocados de llamativos colores, donde el verde, el rojo y el amarillo prevalecen, no siendo pocas las veces que al cruzar una callejuela veía a los fieles de las esmeraldas banderas del Islam sentados sobre sus talones o con el trasero al aire en actitud de obediencia y sumisión.
Es tal la creencia de este pueblo, que jóvenes taxistas y conductores sintonizan en sus radios la plegaria transmitida cuando están en su trabajo, algo imposible de observar en cualquier ciudad de tradición cristiana como donde resido, y que debe servir de advertencia a los que tratan de conquistar su respaldo o favor.
Cuando haga mi reseña sobre Túnez hablaré de la fuerte impresión que el llamado del almuédano o muecín desde altavoces colocados en los minaretes me provoca, ya que su melopea cargada de una intensa y lastimera melancolía, tiene la virtud de entristecerme, de que la nostalgia se posesione de mi mente.
El número de mezquitas en Alejandría no es tan elevado como en Estambul o El Cairo, pero las existentes son muy hermosas como la de Abul Abbas al-Mursi, la Terbana, la de Attarin y otras, pero para mi gusto es la de Ibrahim Al-Qaid situada cerca de la estación de trenes de Ramleh la más bella de todas.
Construida en 1951 por el italiano Mario Rossi se distingue por su pequeña y compacta talla, caracterizada exteriormente por sobrias líneas y un austero estilo en franca armonía con su interior, y sin importar su credo religioso, al hacer su entrada cualquier persona experimenta una sensación de recogimiento, de arrobo.
Pasé muchas horas en su interior extasiado ante su espartana y severa belleza, observando con minuciosidad los más pequeños detalles y pensando en el atractivo que tiene la desnudez en una religión que tiene proscrita cualquier tipo de representación humana o divina. Estoy de acuerdo de que el gesto de una madona, el ademán de un apóstol o la expresividad de un Cristo tienen también una gran fuerza de seducción dentro de una iglesia o templo, pero hay que consentir en el irresistible y cautivante poder reinante en una mezquita despojada del más mínimo simbolismo, a veces únicamente ornamentada con citas tomadas del Corán.
Con respecto a las iglesias no sería ocioso recordar, que cuando San Marcos el evangelista abandonó Roma salió hacia Egipto a predicar su fe fundando precisamente en esta ciudad la denominada Iglesia de Alejandría, la cual con posteridad se inventó una vocación nacional antigriega tomando el nombre de Iglesia Copta (del griego aigiptios = egipcio).
Esta iglesia es monofisita reconociendo solo la naturaleza divina de Jesucristo –no la humana–, y las que visité no se distinguen por las grandes proporciones o la aparatosidad de las católicas de occidente, ya que eran más bien pequeñas, sin ostentación por fuera o por dentro, y los fieles asisten a los oficios con un centenaria resignación al estar convencidos de que su reino no es de este mundo.
Al ser los egipcios los más altos y pigmentados de los árabes, mi estatura y mestizaje hacen que a menudo me confundan con ellos, condición que me favorecía al incursionar por sitios donde pocos europeos, norteamericanos o asiáticos se aventuran, pudiendo entrar sin problemas en inmundos garitos, tabernas malfamadas y barrios marginales de difícil acceso a los extranjeros. Me interné incluso por el sector una vez llamado Kombakir, así designado porque en la época en que Jean Cocteau lo visitó era un lugar de putas visitado con frecuencia por marineros de escuadras británicas o norteamericanas, quienes eran requeridos por las meretrices con la frase inglesa “come back here” –vuelve aquí en español– cuya corrupción fonética es Kombakir. En todas partes me saludaban con el clasico Salam Alá alikum.
En el entorno del Anfiteatro se observan vestigios de dos necrópolis datando de los siglos VIII-IX y XIII-XIV cuyas tumbas habían sido colocadas en antiguas termas romanas hace poco descubiertas, aunque lo más atractivo para mi en esta área fueron restos del antiguo Faro
Este parecido físico era también fuente de gran inconveniente sobre todo si usaba chilaba con fez, pues al ellos considerar que estaban delante de un genuino musulmán me hablaban en su idioma del cual solo y a duras penas sé decir buen día, gracias, y si Dios quiere. Cuando les hacía entender que únicamente hablaba español, francés o inglés dudaban un momento mirándome de arriba abajo, y al disiparse sus dudas al ver quizás mi calzado, reloj y ciertos gestos corporales que delataban mi condición de fuereño, proferían entonces un “Welcome to Egypt”.
Estas palabras de bienvenida, de cálida acogida las escuchaba como si fueran la “Mazurca Opus 66” de Saint-Saens, en razón de que en Europa la costumbre es el agresivo rechazo a todo aquello con apariencia de foráneo, de extraño, y a la vez me revelaba la hospitalaria disposición de un pueblo avasallado en reiteradas oportunidades por potencias colonizadoras. Parece ser que los árabes tienen dificultad para pronunciar correctamente la letra P, y al comunicarles mi nombre de pila jamás decían Pedro sino Bedro, recordándome entonces la forma de hablar de muchos sirios y libaneses residentes en mi ciudad natal Santiago de los Caballeros.
En su interesante obra “Los Siete Pilares de la Sabiduría” el inglés (otro más) T.E. Lawrence mejor conocido como Lawrence de Arabia quien amó mucho a los árabes luchando por su liberación arriesgando su vida, expresó de ellos lo siguiente:
“Los árabes son un pueblo de colores primarios, o más bien, de blancos y negros, que no verán siempre el mundo con nítidos contornos. Son dogmáticos, desprecian la duda y no comprenden las inquietudes metafísicas de los occidentales. No conocen los matices y tienen limitadas y estrechas miras. Su inteligencia tiende a caer en la incuria y la resignación. Son gentes de espasmos, rebeliones, y es la raza del genio individual. Sus convicciones son instintivas y sus actividades también”.
Este retrato psicológico es cierto en líneas generales, es una buena orientación para quienes inician un trato cercano con ellos, pero a mi juicio adolece de algunas precisiones indispensables para evitar confrontaciones y comparaciones innecesarias.
Influenciado más por sus convicciones religiosas que por cualquier otro factor intrínseco o extrínseco, el árabe se caracteriza por su fidelidad a las tradiciones ancestrales, por tomar los días tal y como vienen, dejar las cosas como están, y por prepararse para la muerte mediante la oración y el recogimiento.
Mi opinión sobre ellos ha cambiado mucho a su favor luego de conocerlos en sus países de origen, debido a que la inspirada por los inmigrantes avecindados en las ciudades europeas no se corresponde en lo absoluto con la concitada por aquellos que nunca han emigrado –de vacaciones solamente–. En la actualidad no existe la desconfianza y suspicacia que antes presidía mi comportamiento frente a ellos.
Todo lo dicho hasta el momento en este trabajo no representa atractivo alguno para visitar la ciudad una vez célebre por su Faro y la Biblioteca, siendo más bien los museos, las ruinas, los vestigios y monumentos históricos de las mismas ricamente reproducidas en guías turísticas, los que invitan a coger un avión para dirigirse a esta ventosa metrópoli.
A continuación trataré de resumir las experiencias vividas durante mi visita a los escombros o espacios de interés arqueológico más relevantes de la urbe, cuya observación tiene la original particularidad de satisfacer, no la vista, sino más bien nuestra capacidad de fantasear, de imaginar.
Como relataré más adelante, en Alejandría lo que uno ve tiene menos importancia que lo que uno siente y para prevenir posibles decepciones es recomendable que cualquier potencial visitante se tome antes de su partida el tiempo suficiente para informarse respecto a su pasado tolomeico, romano, árabe, otomano y anglosajón.
Alejandría es una fiesta para quien sepa merecerla, pues este merecimiento está sujeto en buena parte a la formación intelectual y sensibilidad del visitante, porque quien ignora por completo la historia y literatura concerniente a ella, sufrirá una colosal frustración al tener que conformarse con la monotonía y chatura propia a cualquier centro urbano nordafricano.
Al final de la mañana de mi arribo y tomando al azar una calle denominada Sofía Zaghloul, apercibí las fachadas modernistas de varios cinemas con nombres conocidos como Rialto, Río y Metro, y cuando desembocaba al final de la misma tuve la suerte de avistar “El Élite”, un restaurante que sirve de punto de encuentro a los pocos francófonos de Alejandría. Se trata de un coqueto local pintado de blanco con cristales cuadriculados por todos sus lados que permiten ver sin dificultades su interior, ornamentado éste con afiches publicitarios de Paris, reproducciones de cuadros impresionistas y copias de artículos periodísticos referentes a su propietaria, que le proporcionan al visitante la impresión de estar en un bistró de Montmartre o Montparnasse. Su dueña es una griega famosa llamada Madame Christina a quien no tuve la oportunidad de ver, la cual conoció a Cavafis en los años finales de este último, teniendo colgado en una de las paredes un manuscrito del poema “La Ciudad” que reproduzco completo al inicio de este trabajo.
Al sentarme a comer le pregunté al camarero dónde estaba el “Museo Cavafis”, y al decirme que se encontraba a escasos metros apuré con rapidez lo ordenado –cordero asado con patatas y vino griego resinoso–, abandonando “El Élite” a la hora y media después de haber entrado.
Consistía el mismo en el apartamento donde vivía el poeta en los últimos años de su vida, ubicado en el primer piso –segundo para nosotros los dominicanos– de un viejo inmueble de la calle Sharm el Cheikh, cuya planta baja en la época cuando él vivía estaba ocupada por un burdel, en los alrededores estaba la iglesia ortodoxa de Santa Saba y en las proximidades el hospital griego.
Cavafis decía que no podía vivir en mejor sitio, pues debajo de su vivienda se atendía la necesidad de la carne, la iglesia perdonaba los pecados y en el hospital uno podía morir.
Están expuestos raras ediciones de sus libros, fotos de familia, su máscara funeraria y varios muebles –su cama entre otros– supuestamente de su pertenencia, pero al parecer no son más que copias. Una nueva sala del apartamento se ha dedicado a otro escritor griego Stratis Tsirkas, autor de un libro que no hallo en parte alguna “Ciudades a la deriva”, una trilogía ambientada en Jerusalén, El Cairo y Alejandría durante la guerra, donde también se exhiben fotografías, libros y objetos de uso personal. No lejos del Museo Cavafis –inaugurado el 16 de noviembre de 1992– creo que en la calle Salah Mustafa, hay un bellísimo edificio llamado Mohammed Feiters de un atractivo estilo árabe aunque de reciente construcción –o una buena restauración–, deteniéndome por largos minutos admirando sin aliento su soberbia fachada y esos pequeños detalles tan característicos de la ornamentación mahometana.
Algunos días después visité el cementerio griego ortodoxo en la Canal de Suez Road frente a los jardines Sal’lalat con la finalidad de conocer su sepultura, consistente en un panteón de mármol rematado por una cruz helena, y a su lado tres lápidas estando el poeta en el extremo derecho y dos parientes en las restantes. Para entrar a esta necrópolis tuve que identificarme y soportar la escrutadora mirada de un celoso guardián, el cual junto a un perro que no cesó de ladrar, no me perdía de vista advirtiéndome con autoritario gesto la prohibición de tomar fotos. Junto a ese cementerio y separado por altos muros, hay otros de confesiones no musulmanas –armenio, judío, maronita– construidos a mediados del siglo XIX, donde es posible disfrutar de mausoleos, tumbas y templetes funerarios de depurado estilo, y todo visitante cree estar en el interior de un museo.
Al salir del Museo Cavafis pensé mucho en la ironía, en la burla frecuente de las cosas humanas: Cavafis, delgado, nariz aquilina, cabellos negros, acostumbraba llevar una capa de seda negra, un pañuelo rojo alrededor del cuello, soliloquiaba caminando y andaba con las manos juntas sobre la espalda.
Se contentaba con hacer circular sus poemas en hojas sueltas que distribuía con parquedad a algunos discípulos, y al parecer era rechazado por los alejandrinos de su tiempo al tener estos conocimientos de su orientación homosexual, tendencia esta que le hacía tocar las puertas de casas de mala nota frecuentadas por jóvenes pervertidos.
De aquellos que le detestaban y burlaban en la actualidad nadie guarda memoria, ninguna persona se recuerda de ellos, más sin embargo son miles los lectores de su poesía en el mundo entero y millares los que viajan anualmente a Alejandría atraídos solamente por el recuerdo de sus inspirados versos.
Hasta cierto punto el caso de Cavafis se asemeja al del soberbio poeta francés Paul Verlaine (1844-1896) cuya vida bohemia, drogadicción e inversión sexual le concitaron el repudio y desprecio de muchos de sus contemporáneos y hasta de su propia familia, contestándoles siempre a estos últimos lo siguiente: seré la vergüenza de la familia pero soy una gloria para Francia.
Muy cerca de “El Élite” pero en dirección opuesta al museo Cavafis se encuentra el “Museo Grecorromano” fundado en 1891 con la finalidad de exhibir el antiguo esplendor de Alejandría, el cual con una fachada neoclásica de seis columnas soportando un frontón griego es de modestas proporciones, aunque sus colecciones están en condiciones de satisfacer a los arqueólogos más exigentes.
Una veintena de pequeñas salas en torno a un no bien cuidado jardín encierran sarcófagos, estelas, estatuas, bustos, vasos, tanagras y mosaicos reveladores de una civilización donde lo egipcio, griego y romano se amalgamaron de tal forma que el visitante tendrá la ocasión de comprobar el pasado cosmopolita de la ciudad.
Tapices coptos, monedas tolomeicas, mosaicos de Canope, capiteles bizantinos, lápidas sepulcrales del período romano, estatuas de Serapis, urnas cinerarias y funerarias, herramientas de la Edad de Piedra, y vasos canópicos de alabastro entre otros, representan una porción significativa de sus colecciones. Es lastimoso que un elevado número de estatuas exhibidas, sean grandes o pequeñas, estén decapitadas, y en el caso de tener su cabeza en su mayoría están desnarigadas, detalles que obligan al espectador a recordar lo que indicaba el escritor francés Joris K. Huysmans (1848-1907): la imaginación puede suplir fácilmente la vulgar realidad de los hechos.
Además de Petesucos, el cocodrilo momificado adorado por los egipcios, el mosaico circular de la reina Berenice II y el toro Apis en basalto negro, la pieza que más admiré fue la cabeza –más grande que la natural– del emperador romano Adriano expuesta en la reducida sala que contiene las valiosas donaciones que el rey Faruk I de Egipto (1920-1965) le hizo al museo. Estimo sumamente difícil lograr con un cincel la expresividad y virilidad refugiados en el rostro de este césar, que muestra además un boscoso mostacho, una barba forestal y el peinado clásico de la época con los rizos cubriendo una importante parte de la frente; la de Julio César localizada en la misma sala es también de magnífica factura, pero no alcanza la sublimidad del biografiado por Margarita Yourcenar.
También desde “El Élite” es posible ir caminando hasta el Odeón o pequeño anfiteatro romano de Kom Al-Dikka descubierto en 1964 cuando una misión arqueológica de la universidad de Varsovia y el museo Grecorromano excavaban como resultado de la demolición de un fuerte construido durante la invasión de Napoleón. Al igual a todos los de su época, tiene forma de herradura provista de trece escalones o gradas de mármol blanco y gris descendiendo hasta el escenario, pero para mi gusto, las consecuencias de los trabajos de restauración y remozamiento han menguado el aspecto de vetustez que hacen atractivas a las ruinas.
En el entorno del Anfiteatro se observan vestigios de dos necrópolis datando de los siglos VIII-IX y XIII-XIV cuyas tumbas habían sido colocadas en antiguas termas romanas hace poco descubiertas, aunque lo más atractivo para mi en esta área fueron restos del antiguo Faro, hallados en las vecindades marinas donde este se erigía por una misión submarina francesa dirigida por Franck Goddio. En la villa romana de “Los Pájaros” recientemente descubierta en excavaciones realizadas en los alrededores de este Odeón, el visitante podrá mirar hermosos mosaicos de la época, sobre todo el que recubría la pieza principal causante de que los arqueólogos denominaran así a esta villa.