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Cuando leía a Oscar Wilde a finales de los años sesenta del siglo XX (hacen más de treinta años ¡increíble!), en una de sus obras aseguraba que el verdadero poeta es aquel en que la fantasía es la realidad y la realidad no es nada, definición que en ese entonces consideré como una genial “boutade” del autor de “El alma del hombre bajo el socialismo”, es decir, una ocurrencia a la que tenía acostumbrado a su público.

En la época a que me refiero, la propaganda marxista que de una manera aluvional inundaba todo el Caribe procedente de la Revolución Cubana, repetía hasta la náusea que lo único cierto era la realidad concreta, la verdad objetiva, pues todo lo demás era puro subjetivismo sin existencia real en el mundo percibido a través de los sentidos.

A causa de esto último y que la juventud gusta de moverse entre evidencias –por ello prefiere los libros de Historia a las novelas de ficción– no le concedí en ese tiempo el menor crédito a la observación wildeana antes mencionada, pero al parecer la misma no pasó desapercibida para la región cerebral que archiva sin que nosotros participemos en su silenciosa misión de almacenamiento. Las vivencias tenidas a finales del pasado siglo las cuales socavaron lo concreto en beneficio de lo abstracto, y además despojaron la realidad de la objetividad que los materialistas le atribuían, hicieron que la sentencia del cisne azul de Dublín –como llamaba a Wilde el refinado y florentino poeta dominicano Vigil Díaz– fuera ganando lenta pero progresivamente terreno en mi mente.

Fue mi visita a Alejandría de Egipto –así es como me gusta llamarla– a finales del verano 2003, la causa que en definitiva convirtió en certidumbre, en convicción, la máxima que sirve de título a este trabajo, y si el lector se toma el esfuerzo de leerlo conocerá también los pormenores que hicieron inolvidable mi estancia en la ciudad fundada por uno de los personajes más extraordinarios de la Historia: Megalexandros, o sea, Alejandro Magno.

Los amantes de la lectura sabemos que, más que los documentales de la televisión satelital, las primorosas y bien impresas guías de turismo o las conversaciones con amigos viajeros, son las novelas o relatos de quienes manejan con maestría el arte literario, lo que más seduce para visitar un país, o una ciudad en particular.

Fueron Constantino Cavafis, Lawrence Durrell y E. M. Forster –en ese orden– los tres escritores que más influyeron para que no bajara al sepulcro sin antes conocer la ciudad de los amores de Cleopatra y Marco Antonio, la que en griego se conoce con el sonoro nombre de ISKANDER y en árabe ISKANDARIYYA.

Cavafis (1863-1933) fue un poeta de expresión griega originario de Estambul que nació y murió en Alejandría, cuya pasión por esta ciudad y su practicante homoerotismo les inspiraron versos maravillosos, que según el Premio Nóbel Giorgos Séferis despiertan una emoción similar a la que sentiríamos ante una estatua que estuvo en un pedestal pero que ha desaparecido. Tres poemas representativos de su musa inspiradora son éstos:

La Ciudad (de 1910)

Dijiste: “Iré a otra tierra, iré a otro mar, otra ciudad ha de haber mejor que ésta.

Cada esfuerzo mío es una condena dictada; y mi corazón está –como un muerto– enterrado.

¿Hasta cuándo estará mi alma en este marasmo?

Adonde vuelva mis ojos, adonde quiera que mire, veo aquí las negras ruinas de mi vida, donde pasé tantos años que arruiné y perdí”

No hallarás nuevas tierras, no hallarás otros mares, la ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo; y entre las mismas paredes irás encaneciendo.

Siempre acabarás en esta ciudad. ¿Marcharte?

Olvida la esperanza: no hay barco para ti ni tampoco carretera.

Al arruinar tu vida en este viejo rincón la has destruido en toda la tierra.

Su Origen (de 1921)

El deseo de su ilícito placer ha sido saciado.

De la cama se han levantado y aprisa se visten sin hablar.

Por separado salen, a escondidas, de la casa y por las calles van inquietos.

Parece como si sospecharan que algo en ellos le traiciona por la clase de lecho en que hace poco cayeron.

Cómo se ha enriquecido, en cambio, la vida del poeta.

Mañana, pasado o años más tarde se escribirán los versos vigorosos que aquí tuvieron su comienzo.

Lo Escondido (de 1908)

Que no intenten descubrir quien fui por cuanto hice y cuanto dije.

Un obstáculo se levantaba y mudaba los hechos y el tono de mi vida.

Un obstáculo se levantaba deteniéndome muchas veces cuando iba a hablar.

Mis acciones más ocultas y mis escritos más secretos, solo por ellos me entenderán.

Mas no merezco quizá la pena gastar tanta atención y tanto esfuerzo para conocerme.

Después –en una sociedad más perfecta– seguro que algún otro hecho a mi medida surgirá y obrará con libertad.

Estos poemas –y otros similares– donde el poeta manifiesta en forma genial su confesada pasión a su ciudad natal y su íntima preferencia por el amor homosexual, contribuyeron no poco a que en mis vacaciones anuales incluyera en alguna oportunidad una visita a la antigua capital del reino de los Tolomeos situada a orillas del mar Mediterráneo, no lejos del delta del Nilo. En un artículo de Vargas Llosa publicado en un periódico dominicano en febrero del 2000 éste señala, que aquellos que conocen la poesía de este bardo alejandrino, la Alejandría más real y tangible, cuando a ella se llega, no es su hermosa playa, su curvo malecón, las nubes viajeras y sus tranvías amarillos, sino la Alejandría de Cavafis donde se filosofa sobre las enseñanzas de las Termópilas, cuyas calles apestan a vino e incienso y donde el amor es solo cosa de hombres.

Lawrence Durrell (1912-1990) era un escritor inglés nacido en la India, que a mediados de la Segunda Guerra Mundial tuvo que abandonar Grecia junto a la monarquía helénica y personas importantes de este país refugiándose en Egipto, y luego de una estadía en el Cairo reapareció en Alejandría como agregado de prensa en la embajada de Inglaterra.

Muy amigo de Henry Miller, el escritor norteamericano autor de los escandalosos “Trópicos”, escribió sobre la ciudad que nos ocupa su obra más conocida titulada “El Cuarteto de Alejandría” conformada por cuatro novelas: “Justine”, “Balthazar”, “Mountolive” y “Cléa” que pueden leerse independientemente, aunque es más aconsejable ceñirse al orden cronológico en que fueron redactadas. Se dice con razón, que este libro es el más grande monumento literario a la gloria de la ciudad moderna y cosmopolita.

Al dedicarse a conocer a fondo la ciudad visitando desde los palacios más encopetados a los mercados más mugrientos, llegó a tener un conocimiento detallado de la misma, contactando además a alejandrinos y extranjeros de la más diversa procedencia cuyos comentarios enriquecían todo cuanto fisgaba y ojeaba en sus incursiones citadinas. En un principio se alojó en el hotel “Cecil” en la Cornisa al que convirtió en el centro de sus ficciones literarias, y aunque escribió otros libros como “El Quinteto de Aviñón”, “Limones Ácidos” y “Pensamientos sobre una Venus Marina”, su fama internacional se la debe a la publicación del Cuarteto.

Anfiteatro romano en Alejandría. Detrás la ciudad moderna actual.Califica a Alejandría de princesa y ramera, ciudad real y anus mundi, y la primera impresión que tiene de ella es resumida así: “cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, cinco flotas cruzan frente a sus aguas grasas, más de cinco sexos y sin embargo no se debe confundir con un lugar de placer”. Cléa, que es una pintora, dice en “Justine” lo siguiente: “He tenido pocas experiencias sexuales; en realidad una sola me marcó para siempre y fue con una mujer. Todavía vivo en la felicidad de esa relación perfectamente consumada; cualquier sustituto físico me parecería hoy horriblemente vulgar y hueco. Pero no se imaginen que mi corazón está desgarrado a la manera que se estila. No. No. Es curioso, pero en cierto modo pienso que nuestro amor salió ganando con la pérdida del objeto amado, como si los cuerpos se interpusieran en el camino del verdadero amor, de su auténtica realización. ¿No les parece desastroso?”

En las páginas del “Cuarteto de Alejandría” desfilan pederastas y lesbianas de toda laya, talles como el doctor S. Balthazar, Cléa Montis, Joshua Scobie, Nimrod Bayá, Toto de Brunel, el poeta Cavafis, y con respecto a la sexualidad podemos leer en “Balthazar" lo que sigue: “Muy pocos comprenden que la sexualidad es un acto psíquico y no físico. El torpe acoplamiento de los seres humanos no es sino una paráfrasis (= explicación amplificativa de un texto) biológica de esta verdad, un método primitivo de poner espíritus en contacto, de comprometerlos. Pero la mayoría de las personas se detienen en el aspecto físico, y no tienen conciencia de la armonía poética que con tanta torpeza el acto trata de mostrar”. Y en “Mountolive” encontramos esto: “No se pueden escribir más que una docena de cartas de amor (entre enamorados separados) sin encontrarse falto de tema. La más rica de las experiencias –el amor– es también la más limitada en su campo de expresión. Las palabras matan el amor como matan todo lo demás”.

La patética y bien lograda imagen de la matanza a hachazos de unos camellos en el desierto para que almorzaran los invitados del personaje llamado Naruz, y la conmovedora descripción de un velatorio copto caracterizado por una gritería infernal acompañada de cantos, danzas, alaridos y tamboriles, son episodios que aún recuerdo de la lectura del Cuarteto. No quería finalizar la ponderación de esta obra sin destacar estas dos interesantes advertencias leídas en “Justine”; la primera reza así: “Por medio del arte logramos una feliz transacción con todo lo que nos hiere o vence en la vida cotidiana, no para escapar del destino como trata de hacerlo el hombre ordinario, sino para cumplirlo en todas sus posibilidades: las imaginarias”. Y la segunda es como sigue: “Una ciudad se transforma en un mundo cuando queremos a uno de sus habitantes”.

En fin, Alejandro Magno por sus hazañas y heroicidad ocupa un lugar envidiable en el retablo de personajes con proyección universal en la historia de la humanidad, siendo a mi juicio su juventud y erotismo sui-géneris los dos factores que más contribuyeron a su triunfalismo en Anatolia, Palestina, Egipto y el suroeste asiático

Edward Morgan Forster (1879-1970) fue también otro inglés que arribó a Alejandría durante los años de la Primera Guerra Mundial como oficial de la Cruz Roja, y es el autor de la obra “Alejandría: una historia y una guía” donde encontramos descrita con británica precisión la historia de la ciudad, en especial el período tolomeico. En ella nos informamos que Alejandro la fundó en el año 331 a.C. pero que nunca vio los proyectos urbanos de la misma; que la dinastía de los Tolomeos practicaba la endogamia casándose entre sí los hermanos, siendo su más famosa descendiente Cleopatra VII que se casó con su hermano, sedujo luego a Julio César con quien procreó a Cesarión o Tolomeo XVI, para finalmente convertirse en amante de Marco Antonio.

Cuenta en este libro que la gran realización intelectual de los Tolomeos fue el Museion situado al lado del palacio familiar que comprendía aulas, laboratorios, observatorios, una biblioteca, un parque y hasta un zoológico, representando la Biblioteca la institución más sobresaliente incendiada posteriormente, no por los árabes como con frecuencia se repite en Occidente. Soy de opinión que la célebre Biblioteca fue incendiada –accidental o no– por la armada de Julio César después de su entrada a la ciudad en el año 48-47 a.C., siendo luego reconstruida y nuevamente destruida en el año 391 d.C. La cultura tolomeica hizo grandes avances en Matemáticas, Astronomía, Filosofía y Erudición, y después de los romanos y los grandes cismas cristianos, Alejandría fue árabe por mil años, luego turca u otomana, después vinieron Napoleón, Mehmet Alí –un albanés creador de una dinastía por un siglo– y finalmente los ingleses que en 1921-22 fueron obligados a abandonar el país por una rebelión nacionalista.

Al igual que Cavafis a quien conoció personalmente, Forster era portador del pecado nefando –nombre con que los sacerdotes católicos designaban en el medioevo a la homosexualidad– y se enamoró perdidamente de un joven cobrador en el tranvía de Ramleh –la línea más vieja de la ciudad– que respondía al nombre de Mohammed el Adl. Por ser muy cortés, el cobrador no le cobraba pasaje, señalando que no esperaba tanta cortesía de un inglés, y al morir en 1922 Forster le escribió a Mohammed ya muerto una carta donde entre otras cosas le dice: “amado muchacho, deseo que esos recuerdos sean tuyos sin que yo los manche; a veces intento pensar en tu putrefacción en la sepultura. Ella es real y contemporánea a mí, me lleva de nuevo al tú real”. Forster es además autor de otro libro sobre Alejandría titulado “Pharos y Pharillon” en el que continúa desarrollando su idea de que en esta ciudad lo antiguo y lo moderno prosiguen un diálogo invisible y omnipresente para quien sabe escucharlo; también son de su autoría las novelas “Una habitación con vistas”, “Mauricio”, “La Mansión” y “Pasaje a La India”, estas dos últimas llevadas al celuloide.

Estando ya en Alejandría, compré en el Centro Cultural Francés de la calle Nabi Daniel dos libros de pequeño formato que me sirvieron de mucha utilidad para disfrutar y paladear mejor cuanto veía y oía; fueron “Alexandrie” de Daniel Rondeau donde se habla de su fundación, de su conquista por Roma, de su cosmopolitismo, de los diez o doce siglos que duró su decadencia espiritual hasta su resurgir en el siglo XIX. El otro fue “El gusto por Alejandría” donde Eglal Errera (Mercure de France 2003) reúne y expone las impresiones que esta urbe ha provocado en diferentes escritores, historiadores, filósofos y viajeros que la han visitado a lo largo de su dilatada historia. En este trabajo tuve la ocasión de conocer las opiniones negativas que sobre ella expresaron el conde Volney y Rene de Chateaubriand; las mesuradas pronunciadas por Ilio Yannakakis y Oliver Rolin y las francamente elogiosas proferidas por Ibn Battuta e Ibn Jubayr. También recoge las de otros visitantes ilustres como Herman Melville, Maurice Barrés, Jean Cocteau, Stratis Tsirkas, Naguib Mahfouz, F.T. Marinetti y Giuseppe Ungaretti; inútil decir que las de Cavafis, Forster y Durrell también fueron incluidas.

Al exponer en párrafos anteriores la vocación homosexual de Cavafis, Forster y el carrusel de pederastas que cabalgan en el “Cuarteto de Alejandría” de Durrell, el lector pensará con sobradas razones lo siguiente:

Que este tema interesa y preocupa mucho a quien escribe.

Que con ello trata de despertar una atención por las obras de los mencionados novelistas.

Que trata de poner en evidencia un comportamiento sexual muy extendido entre los cultivadores del arte literario.

Debo decirles que tales intenciones no están alejadas de la verdad puesto que la causa real que motivó su inclusión, su integración en este relato obedeció únicamente a la fuerte conmoción que me produjo la conducta erótica del fundador de la ciudad, el macedonio Alejandro el Grande, que según Mary Renault (1905-1983) una escritora inglesa –otra vez los ingleses– en una biografía novelada de este personaje, y sobre todo en la obra “El muchacho persa”, mostraba una pública y abierta homosexualidad.

Esta británica con apellido de vehículo francés –considerada la máxima autoridad sobre Alejandro– cultivó con éxito el género literario conocido como novela histórica, en el cual han sobresalido también la belga Margarita Yourcenar famosa por su obra “Memorias de Adriano” y el inglés –otro más– Robert Graves autor de “El Vellocino de Oro” y “Yo, Claudio” entre otros, dedicados al desarrollo de este género. Opino que la novela histórica es una de las opciones literarias más difíciles de abordar con posibilidad de acierto ya que reclama, no solo una vastísima erudición, sino también un poder o capacidad de fabulación solo encontrados en mentes privilegiadas. Para aventurarse a novelar sobre Alejandro Magno o Jasón y los Argonautas por ejemplo, es imprescindible haberse leído todos los trabajos concernientes a estos personajes –desde los contemporáneos a ellos hasta los escritos después de su desaparición– y luego de acumular estas informaciones tener las agallas de imaginarlo como si uno fuera su coetáneo. Esto último es de una extrema complejidad dado que el novelista tiene la obligación de meterse en la piel del protagonista según lo expresado por biógrafos e historiadores, y después, haciendo uso de la psicología, intentar de interpretar su comportamiento, su accionar. Empleando como fuente de documentación lo reseñado por Arriano, Quinto Curcio, Plutarco, Sículo, Justino, Pearson, y muchos más, esta valerosa inglesa nos entrega una vida y obra de Alejandro impresionante, que convierte al lector en un testigo tanto de sus pormenores conductuales como del escenario histórico que le sirvió de marco a su heroica epopeya.

Al igual que Jesucristo y Eva Perón, Alejandro murió a los 33 años de edad y con apenas veintidós salió de Macedonia a la conquista del continente asiático llegando hasta la India, retornando desde las orillas del río Indo sin poder alcanzar de nuevo su punto de partida pues murió en la legendaria Babilonia. Combatió y venció a los ilirios, tracios, persas, cosayanos, bactrianos, tirios, sogdanios y malanios, siendo sus victorias más resonantes las de Isos, Gránico, Gaugamela, Sogdana, la del río Hidaspes en India, y sus generales más connotados fueron Tolomeo, Perdicas, Leonatos, Krateros, Peuguestas, Niarcos y Antípatro. Su armadura de guerra preferida estaba constituida por un manto púrpura cubierto de joyas, un yelmo alado de plata bruñida, y además su famoso cinturón de Rodas constelado de gemas, y detrás de su ejército victorioso iban mozos, esclavos, mercaderes, escribanos, tratantes de caballos, carpinteros, curtidores, danzarines, herreros, prostitutas, alcahuetes y un largo etcétera.

Algo extraño era el hecho de que los vencidos se incorporaban posteriormente a las tropas del Gran Macedonio, pues este les ofrecía a los jefes derrotados posiciones de mando y hasta satrapías, llevando también con el ejército astrónomos, geógrafos, historiadores, filósofos, matemáticos y pintores que consignaban los asuntos de su interés. Napoleón Bonaparte, que veinte siglos después emulaba en el fondo a ese conquistador, también acarreaba en su armada un equipo de científicos e investigadores, siendo provechoso además advertir, que el ídolo de Alejandro fue Ciro II El Grande fundador del imperio persa y vencedor de Creso en Lidia. Es difícil la pretensión de originalidad, autenticidad entre los humanos.

Una singularidad de Alejandro era el fundar ciudades con su nombre: en la actualidad, además de la egipcia existen Alexandretta, un puerto de mar al sur de Turquía, Alexandrópolis, en Grecia cerca de la frontera turca; Alexandropol (bautizada por los soviéticos como Leninakan y hoy se denomina Gumri); Alejandría-Eschaté (por los soviéticos llamada Leninabad y hoy es Khodjend); Alejandrovsk en la isla Sajalín y Alejandreya entre otras que no recuerdo. Este conquistador llegó al extremo de bautizar una ciudad con el nombre de su caballo –Bucefalia– y otra con el nombre de su perro –Peritas–.

Todo lo antes indicado puede encontrarse sin dificultad en cualquier libro de historia que reseñe las campañas de Alejandro en Asia, pero lo que con probabilidad no se registre sean aspectos o facetas de su personalidad que la Renault nos describe en sus trabajos sobre esta histórica celebridad. Diremos inicialmente, que desde su salida de Macedonia le acompañaba en todo momento Hefaistion, un joven compatriota que era su compañero sentimental a quien de retorno de la India lo nombró Quiliarca –segundo después del rey, o sea, de Alejandro– y lo casó además con Dripetis una hija de Darío, el rey persa vencido. No conforme con esto, en su entorno iba también una élite de muchachones de Macedonia denominados “Los Compañeros”, que no me atrevería a decir que eran una especie de serrallo masculino ambulatorio, pero si un tipo de cofradía con los cuales se divertía y entretenía cuando se lo permitían las circunstancias bélicas.

Ahora bien, lo más insólito fue lo siguiente: cuando Darío fue derrotado por Alejandro, los generales persas que conformaban su estado mayor, al tener conocimiento de las inclinaciones sexuales de este, le obsequiaron como parte del botín que le correspondía a Bagoas, el eunuco danzarín que atendía íntimamente al emperador depuesto y asesinado. El conquistador macedonio lo aceptó con mil amores, pues no solo le serviría de informador de los gustos de su antiguo patrón, sino también como valet de chambre, mayordomo, pudiendo acostarse con él si resultaba eróticamente de su agrado. Parece ser que ocurrió esto último al continuar junto al eunuco en toda la campaña del Asia hasta la India, despertando justificados celos tanto en Hefaistion como en los “Compañeros” quienes no veían con buenos ojos el creciente ascenso del muchacho persa. Cuando retornaban de la India –en Gadrosia para ser preciso– y con el propósito de animar a la tropa, Alejandro organizó diferentes concursos, entre ellos uno de danza, que aunque no fue ganado por Bagoas, éste tuvo una honrosa participación que mereció ser felicitado por el conquistador. A continuación sucedió algo que desde su lectura me ha dejado perplejo: en el instante en que Alejandro lo congratulaba, el ejército en pleno le vociferó a coro y de pie que le diera un beso, procediendo el llamado también rey de Babilonia y faraón de Egipto a ofrecerle no uno sino dos y en la boca.

La moderna biblioteca de Alejandría.Cada vez me pregunto ¿cómo una predilección sexual condenada por el Antiguo Testamento y por la mayoría testicular en todo tiempo y lugar, se le consentía a Alejandro sobre todo por soldados y combatientes que siempre han constituido un estamento social refractario a esta propensión erótica? Aunque era muy probable que a sus espaldas se le criticara, nunca le enrostraron su homosexualidad ni hubo asomo alguno de traiciones o levantamientos cuyo disgusto fuera el tener como comandante en jefe a un individuo que en el lecho prefería a sus iguales, aunque se tratara de Megalexandros. Si en aquel tiempo existía quizás un cierto nivel de tolerancia o permisividad con respecto a la pederastia –porque Bagoas fue inicialmente el amigo íntimo de Darío–, no es fácil admitir que espíritus poco cultivados como aquellos que componían el ejército alejandrino, apoyaran la pública ostentación de esa anormal orientación. Fue talvez en atención a esta consabida tendencia erótica, que el dios Dionisio –Baco para los romanos– cuando Alejandro le preguntó qué había sido, qué era y qué sería, la respuesta del dios del vino, la uva y el delirio extático fue fulminante; le contestó: has sido una escoria, eres un saco de mierda y serás alimento para los gusanos.

Sin embargo hay que subrayar en descargo del que intentó en vano la helenización y civilización de lejanos y bárbaros pueblos, que en primeras nupcias casó con Roxana, una sogdiana, y después con la persa Estateira hija de Darío pero ninguna de las dos le parió un heredero. Que además tomó cautivas a todas las mujeres de la corte persa que acompañaban a Darío en la batalla decisiva, incluyendo a su madre y esposa, haciéndose responsable de sus vidas y hacienda convirtiéndose, en especial la primera, en una rendida admiradora del vencedor de su propio hijo. Finalmente, que cuando el rey persa fue alevosamente asesinado por dos ayudantes de su círculo más cercano –Bessos y Barsaentes– Alejandro cubrió su cadáver con su capa y ordenó que lo sepultaran con honores reales en Persépolis.

Después de leer a la Renault y otros biógrafos, la impresión que tengo de este singular conquistador es la de un joven veinteañero bisexual –con la balanza más inclinada hacia el lado masculino– que con los bríos y determinación de la juventud salió en búsqueda del océano circundante –así llamaba al actual océano Pacífico– a través de las estepas, valles y montañas del continente asiático. Su arrojo que bordeaba a veces al suicidio, le procuró las simpatías de las comunidades derrotadas, y la perspicacia intuitiva, típica en los invertidos juveniles, le ayudaba evitar las confrontaciones personales a la vez que le permitía la comisión de acciones –toma de la Roca sogdiánida, batalla del Hidaspes– sumamente arriesgadas de las que generalmente salía victorioso. No obstante demostrar un tosco y nada protocolar comportamiento –según los persas– frente a su tropa, era tierno y aterciopelado con las mujeres y en particular con los vencidos –caso del rey Poros en la India– actitudes nada infrecuentes en personas sexualmente poco convencionales.

En fin, Alejandro Magno por sus hazañas y heroicidad ocupa un lugar envidiable en el retablo de personajes con proyección universal en la historia de la humanidad, siendo a mi juicio su juventud y erotismo sui-géneris los dos factores que más contribuyeron a su triunfalismo en Anatolia, Palestina, Egipto y el suroeste asiático. Al morir Alejandro su vasto imperio fue repartido casi de inmediato entre los generales que le sobrevivieron, quedándose Tolomeo, no solo con su cadáver y la fuerza simbólica que esto representaba, sino también con el Egipto faraónico y toda la Cirenaica.

Pienso que esta erudita introducción no ha sido para muchos de su total agrado –pues ya lo sabían o es muy larga– y talvez mostrenca en un relato de viaje, pero sucede que en ella se explican las razones que me impulsaron a visitar a Alejandría, así como una breve digresión en torno a la figura que fundó esta ciudad. Quiero además pedir mis excusas a todos aquellos que puedan sentirse molestos por los comentarios referentes a la intimidad de Cavafis, Forster y Alejandro, que a su entender debo silenciar puesto que la privacidad de las personas debe ser siempre protegida de la insana indiscreción ajena.