Que las naciones originarias hayan adoptado, bajo un amplio consenso transcendental, el concepto Abya Yala, en oposición al vocablo colonialista y occidental América, para referirse al territorio continental que había sido invadido por las huestes europeas, no constituye una mera designación de un nombre propio, sino que históricamente representa la concepción metafórica de una denominación política y cultural, a partir de la oralidad narrativa de un sujeto nativo en su práctica discursiva de unidad y pertenencia, contrapuesta a la escrituridad narrativa de un sujeto foráneo y colonizador en su práctica discursiva de dispersión y dominio.

En ese sentido, cabe destacar que la construcción de la colonialidad se erigió, igualmente, sobre la base de una prosa manuscrita en la lengua de Castilla, el castellano, a cuya superioridad lingüística apelaron los conquistadores para compilar, configurar, apuntalar e internalizar todo el espectro de subyugación política, económica, social, ideológica y cultural de los pobladores originarios, sumados, posteriormente, a la apología del tráfico y la esclavitud de los negros arrancados y secuestrados del continente africano.

Precisamente, recurriendo a ese posicionamiento supremo, implícito en el recurso de la escritura, una gama extensa de colonialistas modernos y posmodernos, impugnan y menosprecian el enunciado Abya Yala bajo la premisa subyacente, consciente o inconscientemente, de que susodicho vocablo carece de bases históricas demostrables. No obstante, el resultado de ese negacionismo eurocéntrico contribuye a ignorar la oralidad lingüística como depositaria, de generación en generación, de la sabiduría o conocimiento tradicional de los pueblos originarios. Lamentablemente, esta desestimación colonialista ha traído como consecuencia a que numerosos académicos e investigadores recurran solamente al prodigio de la escrituridad lingüística como el método idóneo a emular, erróneamente, para el analisis, en términos de corrección y propiedad, de la lengua hablada.

Bien visto el punto, en cuanto a la crítica de la expresión Abya Yala, se argumenta, asimismo, que los aborígenes de Kuna, en lo que hoy ocupan Colombia y Panamá, se referían con susodicho término a una sola porción exclusiva del continente. ¿Pero acaso el topónimo América no se correspondía, en un principio, a una fracción del mismo continente? Evidentemente, tal cuestionamiento histórico refleja un intento en despojar los pueblos autóctonos de su espacio territorial e identidad subjetiva, cultural, a través de otro nombre o constructo relacionado con designios ajenos: América.

De ahí, en ese orden de ideas, que el líder aymara Takir Mamani haya recomendado a todos los aborígenes utilizar en declaraciones orales y documentos la designación Abya Yala. Ello así, en virtud de que “llamar con un nombre extraño nuestras ciudades, pueblos y continentes equivale a someter nuestra identidad a la voluntad de nuestros invasores y a la de sus herederos”.

Ahora bien, ¿Podrian ambos léxicos coexistir, Abya Yala y América, como elementos constitutivos de la diversidad cultural y la tolerancia? Difícilmente, dado el entorno antagónico e irreconciliable de los acontecimientos históricos acaecidos. Pero de igual manera ocurriría de tan solo invocar la palabra América y su campo asociativo entroncado al entramado ideológico de dominación, personificado en el comerciante y explorador florentino Américo Vespucio. O la palabra Abya Yala y su campo asociativo que, desde sus orígenes etimológicos, enaltece la insumisión, personificada en la metáfora de la “tierra viva”, “la tierra madura” o “la tierra que florece”.

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Luis Ernesto Mejía en Cultura Acento